Una cacería el “El
Quejigal” (5) primera parte
Ese año también, como ya
venía siendo costumbre en él, El Capitán Páez se presentó en su pueblo desde “Sidi Ifni”, puntual como un "Longines", el día de vísperas
de la apertura del periodo hábil de caza. En esta ocasión, sin recaderos por
medio, fue él, en persona y al no mucho de haber "aterrizado" en casa de su hermana, el que se me presentó
en La Escuela, y que, después de lo visto, más que por el apremio de saludar a
un buen amigo, después de largos meses de ausencia, fue como para desembuchar
una incontenible enhorabuena, que le bailaba en el corazón, por las
excepcionales dotes y virtudes de las que, según tenía oído y más que
ratificado en las pocas horas que llevaba en el pueblo, hacía gala la cachorra
que me regalara, y así, desde el instante mismo en que apareciera en la puerta,
comenzó a decirme, a la par que avanzaba hacia mi mesa con los bazos abiertos
en actitud de estrecharme en un amigable abrazo, que no me podía ni imaginar la
alegría tan enorme y la satisfacción tan sumamente grata que sentía, por el
gran acierto que había tenido en la elección de la cachorra. Que por lo visto y
como bien profetizara yo en su momento, había sido especialmente dotada por la
diosa de la caza, la divina Diana. Que ya le tenía dicho algo, al respecto, su
cuñado José María, en alguna que otra llamada telefónica, pero que, sorprendentemente,
desde que, aquella misma mañana, pusiera los pies en Guadalcanal, no había dejado de oír, de unos y de otros, que "la perra, que le regalara a Don José Fernando,
era el no va más en todas y cada una de las prestaciones, que un perro de caza
puede ofrecer al más exigente de los cazadores".
-No lo dudes.-Acudí a
contestarle con el orgullo, ostensiblemente, reflejado en la cara, a la vez,
que le expresaba mi más sincero agradecimiento.- Cuando la veas "metida en harina," tengo la
más absoluta certeza de que te vas a quedar con los "güevos colgando", como tu cuñado me dijera, profetizando
la valía de la perra.
Uno de mis alumnos, cuyo
pupitre se encontraba casi pegando a mi mesa, me debió oír, pues cuando me di
cuenta de la palabrota que, de forma tan espontánea, se me terminaba de
escapar, pude notarle que, con mirada de picaroncillo, buscaba a hurtadillas a
algún cómplice que le apoyara en aquel morbo, que "el taco" del señor Maestro le terminaba de suscitar.
Como subrepticiamente y a modo de paréntesis dentro del diálogo que mantenía
con el militar, procuré arreglar el desaguisado, y, haciendo un inciso, me dirigí
al pícaro alumno, y le dije que los Maestros, por muy Maestros que fuesen, no
son dioses, sino humanos, y que, como tales, también suelen meter la pata,
alguna que otra vez, hasta el mismo corvejón. Y el chaval, ante mis
imprevisibles e inesperadas palabras, se limitó a agachar la cabeza, quedando,
a su vez, más serio que la bragueta de un guarda.
La Sesión Escolar estaba a
punto de concluir, por lo que no tuve grandes remordimientos de conciencia, por
robarle los escasos “minutejos” que
quedaban, así que di por concluidas mis lecciones, cerré La Escuela y me fui,
en la grata compañía del amigo, recién llegado desde tan lejos, a tomar una
copita antes de acudir al almuerzo. La mayor parte de este nuestro tiempo se lo
llevó el panegírico que le sermoneara de la "diosa"
que me regalara, si bien, como en un inciso, también intercalamos en él todos nuestros proyectos
referentes a la cacería del día siguiente. Todo estaba, prácticamente, concretado,
y así hice especial hincapié en referirle "el
cazadero" elegido y a los compañeros con los que iríamos.
Con alguno de ellos, por
cierto, nos encontramos allí en el Bar, por lo que, entre otras cosas, pudimos
confirmar la inclusión definitiva del "legionario"
en el grupo, después de haberle dejado un tanto al aire, por si no llegaba a
tiempo o por si optaba por otros planes.
Los compañeros, además de
ser muy buenos amigos de ambos, eran todos ellos grandes y afamados cazadores.
Estoy por decir que se trataba, nada más y nada menos, que de la "flor y nata" de los escopeteros de Guadalcanal: Nicasio "El Labriego", Patricio “El Trepe”, Curro "Mataliebres", Cato "Robaníos", Currillo "El Zocato" y quizás algún que
otro más que ahora no recuerdo. Todos ellos, parecían llevar en la sangre, como
aquellos primitivos cazadores de La Prehistoria, las más envidiables virtudes
del auténtico y más genuino cazador: espíritu de sacrificio, el saber pisar por
el monte, el instinto y la astucia de un viejo zorro, la estrategia de un sagaz
guerrillero y la rapidez de un rayo en el disparo.
Creo que es el puntual
momento de confesar, al respecto y para que el demonio no se ría de la mentira,
que ni El Capitán ni yo llegábamos a tanto, por lo que nos sentíamos entre
ellos como segundones y casi de relleno, aunque jamás como estorbos o simples
comparsas, como para hacer el más espantoso de los ridículos.
El singular y muy
dicharachero "Don Paco",
tal vez, hubiese dicho, al respecto, aquello
de "cada gente con su gente, y los
burros con los gitanos", pero tampoco era el caso.
Esto por un lado, pero
como por otro, la costumbre por aquellos lares era "ir a zurrón individual", cuando se cazaba "en cuerda", y no a "un
solo zurrón", pues adelante y, como decía aquel, al que Dios se la dé,
que San Pedro se la bendiga.
"El Quejigal", nuestro electo "cazadero", por encontrarse allá "en el quinto coño", aparte de estar comunicado sólo por escarpadas
veredillas ovejiles de montunos vericuetos, nos obligaba a tener que ponernos
en camino bastante antes de que amaneciera.
A la llamada del
despertador, salté de la cama como un gamo, y me fui directamente hacia el
balcón a inspeccionar el cielo a través de los cristales. "Al trasluzón" y como entre blancos y andarines
vellones de algodón, pude ver titilar las estrellas. Fue el preciso momento
además en que el gallo lorigado, que mi adorable esposa cuidaba como rey de sus
gallinas en el corral, tocaba diana con aquel tan gallardo "kikirikí" que, por ser especialmente bizarro y
arrogante, parecía haberle salido de lo más profundo del alma.
Pensé que los compañeros
podían adelantar la hora de la llegada,
y me apresuré a dejarles la puerta de la calle entreabierta, para evitar que
tuvieran que echarle mano al picaporte. Y es que el llamador de aquella mi casa
era el de un Castillo Medieval. Un sólo aldabonazo, y más que suficiente para
despertar a un muerto, que no sólo a mi esposa y al ángel, de nombre Rafael,
que a su lado dormía plácidamente.
Otras veces no, pero miren
ustedes por donde, esa madrugada, mientras ponía en orden mis bártulos, me vino
a la memoria, caprichosamente, algo que yo tradujera del latín, no recuerdo
bien si de Horacio o de Virgilio, siendo aún estudiantillo de Bachillerato.
Estos peregrinos y extraños caprichos de la memoria, a veces, tienen "su gracia".
Y es que aquello "del "venator" (cazador) abandonando a la tierna esposa
en el tibio lecho del amor...", a mí, convertido ya por aquel entonces en
un pícaro pollo zancón, me sonaba a.....pues a eso, a entelequias de bucólicos
poetas. Pero, esa mañana, después de tantos años, tuve que rendirme a la evidencia.
El vate latino tenía más razón que un santo.
¡Esta dichosa afición...!
Tuve que convencer a mi
amorosísima y muy hogareña esposa, para que no se levantara a calentarme ese,
al parecer, imprescindible buchito mañanero de café, porque......¡ qué va, mujer,
que con un buen "lingotazo"
de aguardiente peleón de “Zalamea La
Real”, ya está "el tío"
"que echa leches por esos andurriales".
La Diana, aquella "braca" irrepetible que me
trajeran de la mismísima Alemania como singular presente, con sus papeles en
regla y en avión, debió ventear desde el corral, ya suelta de su collar, mis
cinegéticas intenciones, y, mientras preparaba los bártulos, no dejaba de
arañar la puerta, gimoteando impaciente e incontenible su afición.
Cuando con el morral a las
espaldas, la canana a tope apretada en la cintura y "la del doce" enfundada sobre el hombro, me disponía a
acudir a la puerta, sabiendo que mis compañeros estaban al caer de un instante
a otro, intuí que alguien se colaba en el zaguán con el tacto de un avezado ladrón,
al tiempo que adivinaba que le bisbiseaba una especie de amenaza a un perro,
prohibiéndole la entrada. Me fui rápidamente a su encuentro, y, en efecto, se
trataba de Nicasio "El
Labriego" que, al verme, le faltó tiempo para darme "los mu güenos días nos dé Dios",
con voz apagada. Le pregunté con un gesto por los demás. Y como en confidencial
confesión al oído, me contestó que, para evitar ruidos y posibles molestias a
horas tan tempranas, ya iban "p´alante"
en busca de las afueras, donde nos esperaban.
Entre tanto, tras la
puerta del corral, La Diana, convencida, definitivamente, de que el día de caza
era un hecho irreversible, arreciaba sus gimoteos y su impaciencia, así que,
cuando le abrí, explosiva y “lametona”,
se me enredó entre los pies, exteriorizando incontenible su desbordada felicidad.
No me dejaba dar paso y tuve que reñirle, simulando severidad. Ella, por
contra, me miró con tanta dulzura como humildad, y, derrengada como una esclava
empalagosa, se lamió los hocicos y "gimió"
como una niña caprichosa. Sólo tuve que señalarle con los ojos la dirección
de la calle, para que escapara hacia ella como una flecha.
"Crispín", "el garabito" blanquinegro de Nicasio, que nos esperaba
en la calle, corrió a su lado, y, después de olisquearla entre amable y
desconfiado, repentizó alegres carrerillas a su alrededor como invitándola al
juego, mientras que yo me restregaba la nariz al sentir que me la afeitaba,
como a traición, una gélida brisilla norteño que se rizaba en un leve temblor,
en algún esporádico yerbajo arrinconado en las aceras, al ritmo que parecía
marcarle una tenue neblina "meona",
que se cernía a ras del suelo.
-¡Malo.- Susurré como para
mis "adentros" y casi inconscientemente,
añadí.- menuda faena nos puede jugar el "hijoputa"
de este “galleguiño” de los
infiernos!
Me dio la impresión que "El Labriego" no se quiso dar
por enterado, así que, desentendiéndose de mis palabras, escondió las orejas
entre el cuello levantado de la pelliza, y echó a andar tras el explosivo
jugueteo de los perros.
Las calles dormían en tan
mudo y solemne silencio, que el escarbo de uñas de los perros sobre el
empedrado, daba la sensación de un espurreo de gravilla, en tanto que el
profundo y acompasado taconeo de nuestras botas parecía una profanación. Alguna
lucecilla moribunda, colgada en el farol de alguna que otra esquina, parecía
agonizar por momentos.
Y por allá, por las
repinadas crestas de las sierras de "Los
Retamales", asomando por lo alto de los tejados como tras un cristal
esmerilado, se podía intuir la lontananza de un cielo con grandes claros, en
los que las estrellas parpadeaban acrisoladas y como jugando "al
escondite" entre los peregrinos nublados.
Caminaba ensimismado junto
a Nicasio, oyéndole las sentidas loas que me iba haciendo sobre "los
cazaderos del Quejigal", cuando de pronto, "Crispín" repentizó una carrerilla nerviosa y hostil en
dirección a un gato romano que, crispando el lomo primero, y escapando "a calzón sacao" después, se
coló, como una centella y con el perro en los talones, por debajo de un portón
leproso de un corralón en ruinas, en tanto que La Diana, familiarizada, al
parecer, con nuestros domésticos gatos, me miraba como diciendo, que no comprendía
la beligerante actitud de aquel loco persiguiendo a un animal tan hogareño como
lo era él mismo.
Prácticamente en "las afueras" ya, dimos
alcance al resto del grupo, en el que, en efecto, como ya me advirtiera "El Labriego" en el camino,
también se encontraba, Bartolo "El Sacristán",
invitado por su primo Currillo "El Zocato", con el que se encontrara,
casualmente por la noche y muy a última hora, en El Casino, como queriéndome
justificar con ello el cambio de parecer que tuvieron que tomar, a raíz de esta
invitación, de cazar "a un sólo
zurrón", haciendo, por una vez, una excepción especial.
"El Moro" y "La
Linda", los dos castizos conejeros cruzados en ibicenco de Curro "Mataliebres”, así como "El Peralito", el astuto zorrero
de Cato "Robaníos”, "La
Chula" de Bartolo "El
Sacristán" y "El Pringues" y "El Panete", que les
prestara al Capitán su cuñado José María, tan pronto ventearon a nuestros
perros, corrieron en loca desbandada a su encuentro con amenazadores, pero poco
sinceros ladridos.
Una vez reunidos, todo
quedó en pacíficos olisqueos como de reconocimiento, y.....adelante y como
amigos de toda la vida.
"El Chispa", sin embargo, al providencial amparo de su
amo, Currillo "El Zocato",
apenas si se atrevió a lanzar unos ladridos, dando la sensación que los lanzaba
por el sólo hecho de no querer ser menos que los demás, al tiempo que, por su atiplado
y ridículo tono, lo delataban, inequívocamente, como la nimiedad del enteco can
que era.
A muy poca distancia de
las esquinas del pueblo, nos echamos fuera de la carretera y empezamos a atajar
por pedregosos y zigzagueantes caminos de bestias que, conforme se iban
encabritando, iban degenerando más y más en veredillas de vericuetos
imposibles, que nos obligaban a caminar en fila india. A veces y por tramos,
más o menos largos, perdían incluso “el
alberizo” color de su serpenteo bajo el matorral, en tanto que el jadeo de
nuestras fantasmales sombras, en la penumbra de la madrugada, se hacía más y
más patente. No obstante, aureolados de lleno por nuestro gozoso y desbordante
anhelo, menudo guirigay de gallinero nos llevábamos por aquellos repechos con
las jaras golpeándonos el pecho, porfiando llevar la batuta con esta o aquella
sorprendente anécdota caceril o este o aquel espectacular lance de nuestra vida
de escopeteros, aunque siempre, eso sí, con las palabras entrecortadas por la
asfixia.
El único que no decía ni
esta boca es mía, era Bartolo, y es que el buen hombre, aparte de que la
Sacristía - ya que Sacristán era - se debía prestar poco para entrenamientos
deportivos, tenía toda una señora "andorga,
" que ni el "Canónigo"
más “morrilludo” y hermosote. Y
claro, allá iba nuestro hombre gateando como a “chuparrueda” y, más que como debía, como podía.
Las primeras claras del día
nos cogieron ya muy “cumbreros”. Fue
a esas horas, precisamente, cuando, al pasar junto a un bosquecillo de álamos,
me llamó la atención el rumor de avispas de sus hojas semiagostadas, e, instintivamente,
se me escaparon los ojos hacia el cielo. Y entonces, con un significativo gesto
de mala geta, le quise dar a entender al "Trepe"
que el cielo se nos podía malear y tenernos todo el santo día como una
sopa. Pero "El Trepe", después
de echarle un vistazo por encima a los chopos y fijar sus ojos en los nublados,
me dijo, con total convicción, que "noniles".
Que nada había que temer. Que sólo se trataba de la natural brisilla mañanera
de la sierra, y que los cuatro nublillos que vagaban desperdigados por el
cielo, por inocentes e inofensivos, "no
traían ni la meá de un gato".
Frasquito "Mataliebres" terció, y no sé
a cuento de qué, comentó que, siempre que iba a salir de cacería, le pasaba lo mismo.
Que, por la alegría que le entraba por todo el cuerpo, sentía como una especie
de nervioso hormigueo, que no le dejaba pegar ojo en toda la noche. Nos dijo
exactamente – lo recuerdo letra por letra - que "dormía menos que el gato de una posá". A "Robaníos" le cayó en gracia
el dicho y, riendo,
"se meaba las patas abajo". En efecto, el tiempo no sólo nos respetó,
sino que hasta nos benefició, ya que los nublillos más que andarines entre los
claros del cielo, nos mitigaron los rigores de un sol, que todavía en Octubre,
suele quemar en Andalucía como las parrillas de San Lorenzo.
Los pajarines forestales,
ante nuestros pasos, empezaron a relampaguear juguetones entre el matorral,
mientras que el canto de los gallos cortijeros se iba espaciando más y más, siendo,
a su vez, reemplazados por "los
reclamos de cañón" de algún que otro perdigón que, perdidos por
aquellos montaraces parajes, se iban haciendo, cada vez, más asiduos.
Eran los precisos
instantes en que, coronando, por fin, aquellas interminables y pronunciadas
laderas, dimos vista a los bravíos cerros del Quejigal. Realmente, el que, por antonomasia,
era El Cerro del Quejigal, se encabritaba allá enfrente, desafiante e
imponente, en tanto que, en su entorno, se extendían otros cerros de "coronos" más suaves y laderas
más afables, y en cuyas faldas se intuía que el monte clareaba entre alguna que
otra estrafalaria encina centenaria que, esporádicamente, se elevaban en ellas
como fantasmagóricas sombras.
Entre nosotros y aquellos
bravíos parajes, aún se extendía una especie de dehesa que llaneaba en suaves y
amplias ondulaciones, en las que convivían en promiscuidad, a modo de
exuberantes macetones e, indistintamente, las retamas, las chaparreras, los
acebuches, los quejigos, los lentiscos, las madroñeras y siempre, como
incordiando entre ellos, las aulagas, las jaras, los jaguarzos, los tomillos y
los romeros.
Repinados en las puertas
de este teso y con la aureola del sol en el horizonte, anunciando su inminente
nacimiento, decidimos tomarnos un respiro, al tiempo que montábamos, definitivamente
y ya con "el cazadero" ante
los ojos, nuestras estrategias cinegéticas.
Nuestro jadeo era patente,
y todos, siguiendo el ejemplo de Páez, comenzamos a hacer profundas
inspiraciones, rebotando, a la vez, los brazos en cruz hacia atrás a lo gran gimnasta,
como queriéndonos meter entre pecho y espalda aquellas inmensas y solitarias
lontananzas, que se intuían en la tenue claridad de la alborada.
Viendo a algunos de los
perros que como no pudiendo refrenar por más tiempo la fuerza de su pasión por
la caza, comenzaban a rastrear inquietos entre los matojos y peñascales más
cercanos, mi Diana me miró con impaciencia contenida y, como esperando mi
permiso de un momento a otro, para ponerse a imitar a sus compañeros.
"Nada nuevo bajo el sol," me dije, oyendo a unos y a otros tramar sus
propias estrategias, y me distraje mirando al "Chispa" que, sentado sobre las patas traseras, siempre
al lado de su amo, parecía estar en la actitud de todo un atento y muy
interesado oyente. Una monería de “gozquecillo”,
desde luego que sí, pero me parecía tan poca cosa, que hasta llegué a pensar
que el solo hecho de haber podido alcanzar aquellos elevados parajes, y más
pensando que, por lo común y siguiendo el ejemplo de los demás perros, los
habría subido fuera de vereda y atrochando entre el monte, era ya, no sólo toda
una heroica gesta, sino todo un sorprendente prodigio.
Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de
Caza
©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091
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