Una cacería el “El
Quejigal” (5) y tercera parte
Que como nos enfriáramos,
de allí no nos iba a poder mover ni una grúa. Pero "El Sacristán", echándose manos a los riñones, le salió
con urgencia al paso, diciéndole que el morral le pesaba mil toneladas, si es
que no mil quinientas, apechugando por esas “andurrias”
bajo la solanera. Que los repechos de aquellos lomazos y a esas horas,
desriñonaban a un gamo. Pero que ante todo y sobre todo, que él ya tenía "una gazuza de mareo", y que
mientras no le echara gasolina al motor, no estaba dispuesto a dar ni un solo
paso más. Que con "el condumio"
no se puede andar de “juguesca”. Bartolo
"El Sacristán", desde luego, tenía "una andorga" que era una verdadera injuria para un
cazador a rabo. Al lado de los aguiluchos de "Mataliebres", Patricio “El Trepe” y "Robaníos",
por poner un ejemplo, este Bartolo parecía "todo
un mofletudo y orondo canónigo," que aquí eso de "sacristán",
aunque tan sólo fuera por la estampa que ofrecía, la cosa se nos quedaba
demasiado distanciada.
En resumidas cuentas y
diciéndolo de una vez," que todos los
pájaros comen trigo, y la fama la tiene el gorrión," porque, con más o
menos disimulo, todos fuimos abandonando, por acá y por allá, macutos,
escopetas y cananas, para sin impedimento alguno, "despatarrangarnos" en el suelo a pata suelta. El caso
fue que, de momento, la tercera batida quedó en un aborto. Y allá, entre tanto,
recortándose en el horizonte una pareja de águilas, trazando, con majestuoso
señorío, sus avizoras e ingrávidas espirales bajo un cielo de transparente azul
y pletórica luminosidad. Fue entonces, cuando, por fin, pude observar, pausada
y detenidamente, aquel mastodóntico serrijón del Quejigal que, "a tiro de honda", según el
castizo decir de "Robaníos,"
se alzaba con beligerante descaro frente a nosotros. Por su base, se adivinaba
cabalgar un arroyo encajonado y angosto, arropado por pujantes adelfas e impenetrables
zarzales. Apenas zigzagueante, parecía formar una línea divisoria, a guisa de
apretado seto, entre la cañada, en cuya cabecera nos encontrábamos junto a la
cristalina "Fuente de La
Cierva," y el arranque de sus faldas. En sus laderones, las cicatrices
de las torrenteras aparecían desnudas y sinuosas, entre el mortecino verde de
su bravía maleza, y como heridas mal operadas por un pésimo e inexperto cirujano.
En su cima, "El Quejigal" se
encabritada desnudo y con aspecto terriblemente desafiante a modo de un monstruoso
acorazado, descolgándose de súbito por la proa, por un imponente abismo que se
hundía en el vacío de forma escalofriante. El promiscuo matorral de sus bravías
laderas formaban como un caprichoso oleaje que delataba las quebradas
escarpaduras que cubrían, y que iban clareando conforme se encrestaba. Y en
medio de aquella densa jungla de arbustos y promiscuos maleza, un imponente y
solitario peñasco, liso y alomado, que sobresalía, dando la impresión de un
gigantesco dinosaurio que, echado en plácido “rumeo”, enseñaba su grisáceo lomo.
Sería Patricio “El Trepe” el que me despertara de
aquella mi fascinante contemplación, pues, incorporándose de pronto, nos dijo
casi en tono "de ordeno y
mando", que vaciáramos los zurrones en un sólo montón. Yo, sin dejar
de contemplar aquella imponente mole, que era "El Quejigal”, le comenté que en aquellos tan salvajes parajes
deberían tener sus encames jabalíes como elefantes. Pero "El Trepe”, sonriéndome con cierta sorna, se limitó a decirme
que el término de Guadalcanal
jamás fue querencioso para la Caza Mayor. Que de forma esporádica sí, se puedo
uno tropezar con algún que otro "jabato"
o algún "venao" que
otro, pero que, por lo general, eran parajes de monte bajo o de lomas y colinas
de chaparreras y acebuchales, a excepción de alguno, como este del Quejigal,
siendo, a su vez, de pasos bastante afables, y que "esa gente de la caza mayor," donde realmente se
encuentra a gusto, es en los extensos y densos matorrales de parajes bastante "quebraos", como los que hay
en las Sierras de los vecinos pueblos de Cazalla, Las Navas o El Pedroso. Que
el término de Guadalcanal, por
lo general, siempre fue propicio para la Caza Menor, y que sus campos eran
"la madre" de las perdices, de los conejos y de las liebres de toda
aquella Comarca de "La Sierra
Norte de Sevilla."
Currillo “El Zocato”, entre tanto, había hecho el
recuento, y con más gracia que con alguna otra cosa que se pudiera sospechar,
se plantó allí en medio y no dudó en denunciar que alguno debió meter el lápiz
al rendir cuentas, ya que las piezas abatidas de boquilla daban un número, y el
que la realidad de los números imponía, otro. Nadie dio su brazo a torcer, pero
el número real allí estaba acusando, inapelablemente, al o a los mentirosos.
Yo, con otras intenciones muy distintas a las que estaba denunciando Currillo,
había procurado soltar mi cacería un tanto desligada de la del común montón de
los demás y así como el que no quiere la cosa, pero héteme aquí que, sin
pretenderlo, tenía en bandeja la más afable oportunidad para pavonearme ante
todos de que, aun habiendo ido como “echaor”,
la medalla de oro me pertenecía.
Sabía, por otra parte,
que, como le sucediera al Capitán Páez en la torrentera, esta mi medalla no era
del todo legal, pero.... ¿ por qué no soñar, aunque sólo fuera ficticia y
falazmente, ante aquellos ases de la escopeta...? En mi pavoneo me encontraba,
cuando El Capitán me guiñó a hurtadillas y como diciéndome que ya estaba bien y
que como honrados y hombres de bien que debíamos ser, era el momento de desembuchar
la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Fue él el que rompió filas,
para, de inmediato, acudir yo a secundarle. Era pues la perra, la que, con sus
latrocinios a unos y otros, nos había conseguido aquel falaz campeonato.
Fueron, justamente, las
palabras con las que nos autodelatamos. Automáticamente, los ojos de los que se
habían resistido a reconocer, generosa y abiertamente, aquel nuestro triunfo,
por más que los números allí estaban evidenciándolo, se volvieron, de súbito y
como de mutuo acuerdo, hacia la "culpable"
que, jadeante descansaba sentada sobre las patas traseras a mi lado, y las loas
que, muy a regañadientes, nos dedicaran a nosotros, las comenzaron a derramar
sobre la perra con la generosidad de un repentino chaparrón de diluvio.
-Lo que no me llego a
explicar.- Les recriminé.- es que, viéndola cazar con la sabiduría y habilidad
con que La Diana suele cazar, y siendo como sois todos, por otra parte, tan expertos
y magníficos escopeteros, no os dierais cuenta.
El Labriego fue el único
que se atrevió a replicar, aunque eso sí, siempre dentro de su natural timidez
y ponderación.
Que él.- Me contestó.- sí
se había apercibido de que la perra sabia latín y que valía un "Potosí", rastreando y
cobrando de acá para allá y de forma incansable, pero que, como no estaba muy
seguro de lo que él empezara a sospechar, no se atrevió a decir ni media
palabra y aún menos ante El Capitán o ante mí, sabiendo que éramos hombres de
mucha educación y respeto, además de "mu
güenas personas".
Todo aclarado pues, unos
descargando sus conciencias de estafas y mentiras, y otros con su orgullo
intacto y libre de cualquier humillación, nos dispusimos a almorzar en torno a aquel
manantial que, con sus cristalinas y frescas aguas, hacía de aquel rincón un
delicioso oasis que, por encontrarse rodeado de un entorno tan árido y bravío,
daba la sensación de ser más atractivo y acogedor.
"La Fuente de la Cierva", en efecto, era toda una delicia.
Yo diría que resultaba
hasta voluptuosa bajo aquel sol de justicia y ante aquellas nuestras
específicas circunstancias de cuerpos cansados y sudorosos. Brotaba cristalina
y cándida en un pétreo socavón, que se rehundía en la base del más espectacular
farallón de varios de ellos que, como en familia y un tanto caprichosamente,
allá se erguían, coronados unos y otros, a modo de catedral gótica, por una
serie de pináculos, más o menos parecidos. Su suave derrame, tras fluir escondido
por la verde y fresca pradera de la explanadilla que ante ella se extendía, se
despeñaba por el abrupto roquedal de un acantilado en incesante goteo o como en
leves hilillos de cristal. Los arbustos y zarzas, que a su providencia crecían,
destacaban por su vivificante verdor frente al pálido verdoso de la vegetación
de sus entornos. Bajo la tersa transparencia de sus aguas se hacía visible el
tenue hormigueo de su manar.
Provocativa tentación ante
la que, incontenibles, unos tras otros fuimos hundiendo nuestros labios como el
que, ardiendo de lascivia, se engarza, pasionalmente, a los labios de una atractiva
mujer.
Cato "Robaníos", "El
Sacristán" y yo, a una y como puestos de mutuo acuerdo, dejamos caer
nuestras respectivas botellas de vino en sus transparentes aguas, recreándonos
al verlas descender hacia el fondo, ingrávidas y como en el suave planeo de una
pluma.
Plácidamente sentados, con
las espaldas adosadas en los farallones y con la merienda entre las piernas,
comenzamos a llenar el depósito de gasolina, según feliz frase del "Sacristán". Los perros, entre
tanto, con las orejas afiladas y sentados frente a nosotros, seguían con avidez
nuestro movimiento de boca, al tiempo que los ojos, esperanzados en nuestra
caridad, les despedían las chispas del hambre. No tuvieron que esperar
demasiado, porque - ¿quién dijo miseria? - en sólo unos segundos, comenzaron a
porfiar por coger al vuelo huesos y otras sobras que unos y otros les rifábamos
casi incesantemente. ¡Qué escena tan enternecedora, no obstante, la del "Chispa", echado mimosamente
sobre los muslos de su amo, compartiendo con él los más exquisitos bocados!
Tampoco se me podía pasar por desapercibido el que, en tanto unos y otros no cesábamos de atropellarnos, intentando contar la
primera anécdota o, incluso, chiste que se nos viniera a la cabeza, Bartolo "El Sacristán", comodón y a
sus anchas, no decía ni esta boca es
mía, y es que, plenamente
identificado con el famoso dicho popular de "que
oveja que bala, bocado que pierde," él, amarrado a la talega, procuraba
cumplirlo sin fisura alguna.
La sobremesa fue corta.
Prácticamente la del tiempo de un cigarrillo. El "muy fuguilla" de
Currillo "El Zocato", con
el bocado en la boca como el que dice, ya empezó a mostrase inquieto por
volverse a colgar el zurrón, para salir con la escopeta como escapado por
aquellos andurriales. Y el caso fue que, aunque muy a pesar de su primo
Bartolo, lo consiguió, por lo menos, de momento. Pero...¡ay! cuando menos lo
esperábamos, un desafortunado imprevisto se
interpuso de pronto ante
nosotros, dispuesto a jodernos la tarde de cacería, aunque, gracias a Dios, no
lo consiguió del todo.
En el momento de
dispersarnos para emboscarnos, de nuevo, tras los perros, "El Pringues" levantó un conejo que nadie esperaba y
sobre la marcha, al tiempo que "El
Moro" le cogía las vueltas, y el pobre animal se vio obligado a enderezar
hacia Bartolo "El Sacristán" que, sin previo aviso, allá se
encontraba agachado tras un lentisco, haciendo eso que nadie puede hacer por
otro. Frasquito "Mataliebres”, "totalmente
ajeno "al cagón", se encaró
la escopeta precipitadamente y "le
alumbró candela" al que iba ante los perros como "para pedirle la documentación", y fugitivo y "cajón" al suelo como "una tanga". Los lamentos del "Sacristán" llegaban al cielo.
Con los brazos en cruz y los pantalones en los tobillos pedía auxilia
desesperadamente.
- ¡Dios mío, mis hijos! ¡"Me han matao, Dios mío, me han matao"!
Y en tanto que "Mataliebres”, con la cara de un
muerto, quedaba como momificado, los demás corrimos despavoridos en auxilio del
cazador cazado. Currillo “El Zocato”,
con el ojo clínico, al parecer, de todo un galeno de primera, nada más llegar a
él, le gritó.-
-¡Calla, coño, que no
tienes "na"! ¡ Si te
hubiéramos "matao", seguro
que no gritarías con los "reaños",
que lo estás haciendo!
Efectivamente, "El Zocato", menos mal, había
dado un diagnóstico perfecto. Sólo cuatro plomillos rateros y rebotados le
habían alcanzado la entrepierna, pero Bartolo, al sentirlos como quemarle las
carnes y verse unas gotitas de sangre, se creyó con los estertores de la muerte
ya encima.
Mientras tanto, al pobre
"Mataliebres", como si, de pronto, le hubiesen entrado "las siete cosas juntas," allá
seguía apoyado en el tronco de un chaparro, a punto de desvanecerse. Y es que
si Bartolo estaba muerte, el pobre de Frasquito “Mataliebres" era un cadáver en descomposición.
Cuando Frasquito dio en
sí, y a pesar de que por sí mismo pudo comprobar que allí no había pasado
absolutamente nada, se negó a seguir cazando, jurándonos además – y siempre en
un tono de quejumbroso moribundo y patético mirar - que, en adelante, no
volvería a coger una escopeta "en
toa su puta vida." "El Sacristán", por descontado, que de
seguir cazando ni hablar. Y, como su accidental verdugo, jurando, asimismo, que,
desde aquel momento, tenía las amistades perdidas con la escopeta por los
siglos de los siglos, amén Jesús. Los demás, de momento, no nos atrevíamos a
pronunciarnos.
Bartolo, que no hacía sino
observarse y observarse, toqueteándose por aquí y por allá, se descubrió al
tacto unos plomillos en el escroto, y echándose los pantalones abajo sin el menor
pudor, se quedó de nuevo "in
cueritatis", al tiempo que nos confesaba que con razón se estaba
notando él una especie de escozor "en el derecho". Que, por lo menos,
tenía dos o tres plomillos bailándole en "el
pellejo de los güevos".
Que se los notaba la mar
de redondillos y con toda claridad.
La carcajada fue unánime,
terminando así la tragedia con el desenlace de un sainete. Después de unos
minutos de tan trágica tensión, nos pudimos relajar, y entonces nos dio por
reír, y aquello fue "la
descojonación de Espínola".
Nicasio, por otra parte,
viendo a Bartolo totalmente recuperado del terrible susto que se pilló, y a "presunto asesino", contagiado
por los demás, reír a pata suelta, propuso una solución que, por ser recibida
con el unánime aplauso de todos, debió ser de esas que llaman "salomónicas." Que puesto que
ya llevábamos un buen rato perdido, y que en las fechas que estábamos, los días
se acortaban en mucho, encontrándonos además a su buen tirón del pueblo aún,
que lo mejor que podíamos hacer, era iniciar el retorno, por supuesto que
cazando, aunque sin premuras y sin grandes ambiciones, por la parte opuesta por
la que nos habíamos encaramado en aquellos "quejigales".
Que aunque la pendiente era bastante más pronunciada, había que tener en cuenta
que lo nuestro era bajar, que no apechugar. Que en esas hondonadas siempre se
habían criado muchos conejos y perdices, y que siempre podíamos tener la
oportunidad de atrochar por algún que otro olivar de los muchos que hay por esas
costeras, en los que, difícilmente, no se suele uno tropezar con alguna perdiz
o con alguna liebre o conejo, los que además, como más acostumbradas a la
presencia del hombre, no se solían arrancar tan distantes.
Nicasio "El Labriego" dio plenamente
en el blanco, pues el epílogo que pusimos a nuestro día de cacería fue, sorprendentemente,
magnífico. Exactamente como Nicasio sospechara, al tiempo que, casi sin darnos
cuenta, nos encontramos - ya entre dos luces - en las mismas puertas del pueblo,
se nos fueron ofreciendo lances y más lances, siendo muchos de ellos realmente
espectaculares.
Tanto El Capitán Páez como
yo, con el agradecimiento, visiblemente palpitándonos en los ojos, les dimos
las gracias a todos, en general, y a cada uno de ellos en particular, por habernos
aceptado como compañeros de forma tan sincera y cordial en aquella cacería, y
ellos, con esa naturalidad y espontaneidad que siempre caracterizó a la "gente sencilla" del pueblo llano,
nos fueron contestando, más o menos, lo mismo. Que agradecidos ellos, porque
eso de salir a cazar con personas que, siendo "gente de pluma y letra," manejaban la escopeta más o
menos que como ellos la manejaban y que, al mismo tiempo, sabían pisar por el
campo como ellos lo sabían hacer, era un orgullo para cualquier escopetero.
¡Qué gracia la de Currillo
“El Zocato” en la despedida!
- ¡Hasta "más ver", Don José Fernando.-
Me dijo.- que uno a a sacar “cepas”
con “la espiocha” por esos retamales
pa el carbón de mis “boliches”, y
usted, a la “doma” de esos potrillos
que son los niños!
¡Qué buen hombre es este
Zocato.....!
Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de
Caza
©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091
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