Cómplice en “la picaresca” de los ojeos de perdices
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La explotación cinegética
de las perdices en la modalidad del ojeo, que eclosionó con furor allá a
finales de "los sesenta",
fue todo un feliz acontecimiento para Guadalcanal,
pues durante los cuatro o cinco días que solían durar, bien de forma continuada
o con intervalos de mayor o menor duración, una lluvia de pesetas - de las de
aquellos entonces - solía caer, como una bendición de Dios, sobre el pueblo, estando
estas además revestidas de las mejores galas con las que cualquier moneda de
aquellos tiempos, se podía engalanar, y que no podían ser otras sino las de
Dólar, las de la Libra, la del Marco o las del Franco Suizo. Y conste que, al decir
esto, no estoy pensando, precisamente y aunque parezca un tanto paradójico, en
el chaparrón más fuerte de tan providencial y beneficiosa lluvia, o sea en el
montante que pudiera valer la totalidad de las perdices abatidas, por ir este a
un solo y único aljibe - el del dueño del coto - el que, por otra parte, por su
contumaz absentismo del pueblo, se solía desparramar en beneficio de otros
predios, sino a la muy suculenta pedrea - suculenta, digo, por aquello de que
todo es relativo - que caía de lleno en el mismo pueblo, por medio de los bien
remunerados sueldos, o en forma de regalos, como eran, en especial, los
cartones de Winston, las botellas de Whisky, las cajas de cartuchos de marca o,
incluso, las generosas propinas en metálico, ya que todo esto sí que repercutía
de forma directa en todos los lugareños prácticamente, vivificando, de momento,
una economía de bolsillos muy apurados, ya que, de una u otra forma, unos y otros
solían acudir a poner su granito de arena en tan derrochadores y suculentos
ojeos. Dineros que, por otra parte, se ganaban en una actividad que, más que
ser un arduo trabajo, en su sentido más estricto, se trataba, muy por el contrario,
de una muy grata diversión, puesto que para ellos, desde el más sacrificado de
los cometidos, como podía ser el de "echaor,"
hasta el más envidiado y cómodo, como el de "secretario" o
"cargador", lejos de resultarles el bíblico castigo "de
ganar el pan con el sudor de la frente", les era todo un ameno recreo, si
es que no el gozo del éxtasis, contemplando a aquellas escopetas de superlujo,
en manos de tan adinerados ojeadores y, en muchos de los casos, tan famosos
hombres.
Aquello, entre unas cosas
y otras, costaba "un pastón", pero
muy poca mella - por no decir que ninguna - les debía hacer a los que lo
pagaban, ya que se les podía ver por encima del pelo que, un puñado más o menos
de millones, debía ser para ellos algo así como el que echa un huevo a freír.
Se trataba, en efecto, de grandes magnates de las más florecientes multinacionales
o de las más prestigiosos Bancos y del "mundo
de las finanzas", en general, así como de "los más altos cargos" de las más poderosas industrias e,
incluso, "las águilas" del mundo de la Política o "las estrellas" del polícromo
y amplio mundo del Arte, procedentes, en especial, de Bélgica, de Holanda, de
Alemania, de Italia y de Los Estados Unidos, y entre los que como nota
pintoresca, casi siempre se solía colar, como de rondón, algún que otro rancio residuo
arruinado de la Vieja Nobleza Europea, que sobrevivía ficticiamente y dejándose
los pelos en la gatera, a modo y manera, por ejemplo, de aquel noble caballero
de aquellos ya lejanos tiempos, al que sirviera el ingenioso y perspicaz
rapazuelo, llamado El Lazarillo de Tormes, y que vivía en aquel viejo y antiguo
castillo en el que, por lo visto, "nunca
se comía ni se bebía."
Sé muy bien por qué digo,
al parecer, esta inoportuna tontería, o si no, pregúntenle ustedes a Don Paco,
la zapatiesta que hubo de mantener, en uno de estos sus famosos ojeos, con uno
de estos rancios y apolillados residuos de aquellos tan poderosos y
deslumbrantes ancestros de La Nobleza.
Entre los protagonistas,
es decir, los ojeadores y toda la numerosa y variopinta servidumbre que en
torno a ellos se movía, como “echaores”, secretarios,
cargadores, acemileros, cocineros, camareros, banderolas, guardas, periodistas,
"pegajosos adláteres" e,
incluso, alguna que otra pareja de los de la "cresta de charol",
aquello era una auténtica feria. Cada mañana, un imponente culebreo de coches
se veía relampaguear por aquellas Sierras, camino de "los cazaderos". Todo un espectáculo, de verdad,
haciéndose aún más ostensible, al transcurrir por parajes tan montaraces, escarpados
y solitarios.
Abatir una perdiz venía a
costar de unas mil o mil doscientas pesetas - una locura para las economías de
aquellos entonces, sabiendo, por poner algún ejemplo, que el salario de "un bracero" (el que lo podía obtener) giraba en
torno a las cincuenta pesetejas - y eran centenares de perdices las que se solían
abatir, pero para tan adinerados potentados, que además, para darse el gusto
del tal capricho, generalmente, tenían que desplazarse desde miles de kilómetros,
con sus correspondientes gastos, y que, por lo general, cada día, en la inevitable
tertulia nocturna, allá en el acogedor Parador de Turismo de Zafra, su
paradero, se solían dejar, como en un “Pocker”,
pues bien - como digo - esto de pagar sobre unas mil pesetas y pico por cada
perdiz abatida, aún siendo una más que respetable cantidad, debería resultarles
una nimiedad más, dentro de sus muy suculentos como superfluos derroches.
Las cosas que pudieran
caber en un librote asíii... de gordo, podría yo contar sobre estos ojeos, por
haberlos podido vivir, año tras año, y además como atento observador, pero no
es el momento, si es que no es en lo que de ellos incide, de una forma más o
menos directa, en mi inolvidable como añorada
Diana, puesto que en su
Biografía nos encontramos.
Da, sin embargo, la muy "puñetera" coincidencia que en
lo único que, en estos ojeos, se vio implicada aquella tan maravillosa “bracca”, fue en algo que, cuanto menos,
por dudoso en eso de la ética, había que poner en cuarentena. Se trataba pues
de un tema, ciertamente, un tanto resbaladizo y espinoso, por rozar, si es que
no entrar de lleno, en el mundo de la picaresca, pero que, una vez que uno se
compromete a escribir como Historiador, como es el caso, hay que olvidarse de
buenas o malas intenciones y, por el contrario, apechar con la exposición de
los hechos que se vayan presentando, abordándolos en toda su desnudez y
crudeza, ya que la realidad, por más vueltas que se le intente dar, es como es,
y punto. La fantasía de la fábula, para los Novelistas y los Poetas, y la
intencionalidad de los hechos para los Moralistas.
Dicho lo cual, entremos ya
en este concreto capítulo de “la picaresca”
en los ojeos comerciales de perdices que, como termino de admitir, tan de pleno
implicara a mi queridísima e inolvidable Diana.
Los propietarios de estos
envidiados y soñados cotos comerciales, no tardaron en darse cuenta de que, en
cada batida y en torno a las "armadas",
solían quedar una respetable cantidad de perdices heridas o, simplemente, desaladas,
perdidas en el monte, y cuyo destino no podía ser otro sino el de morir entre
los dientes de alguna alimaña, o, sencilla y simplemente, perecer a causa de la
herida recibida, si es que no de inanición. Lógicamente, estas perdices no se podían
contabilizar para su correspondiente pago, y así para remediar lo que para
ellos era un verdadero desafuero, se creó un nuevo cometido en toda ésta ya
complicada parafernalia de los ojeos. El de "rebañador".
En el fondo, la cosa parecía totalmente justa, legítima y legal, no obstante, siempre
se procuró mantener, como al margen y en secreto, este nuevo invento, aunque
sólo fuera - por lo menos, es lo que yo siempre sospeché- porque en el subconsciente,
si es que no de pleno en la conciencia, sus creadores vislumbraran en ello una
más que despreciable avaricia, si es que no en todo un vil robo, inconcebible
en los que se jactaban de ser unos señores.
De todas maneras, "los ojeadores" jamás supieron
de su existencia, pues este cometido ni en la letra pequeña de los contratos
debía aparecer. Era como un tabú, que además olía a pecaminoso. La ocasión, por
otra parte, no podía ser más propicia para degenerar en lo que, tan pronto se
puso en marcha, degeneró, y todo, claro está, por la irresistible tentación del
puñetero dinero, pues no sólo se cobraban las perdices heridas y desaladas,
sino las que, escapando de las armadas totalmente ilesas y más sanas que una
sonrosada manzana, caían por aquellos predios, aunque eso sí, totalmente
agotadas e incapaces de arrancar un nuevo vuelo, -por el momento - al venir
"hucheadas" y acosadas por los "echaores",
dando vuelos y más vuelos, desde donde sólo Dios podía saber. Perdices todas
ellas y sin distinción que, subrepticiamente y con todo el tacto que el
peligroso furtivismo requería, eran capturadas de matute y como abatidas, y por
lo tanto repartidas entre los distintos números que componían "la
armada" de turno, y que, obviamente, eran pagadas tan religiosamente como
las que realmente eran derribadas con las escopetas.
Estos "rebañadores" - para mí un eufemismo de los llamados tan
despectivamente "escopetas
negras" o "camilleros"
- eran seleccionados después de un minucioso y atento examen, pues además de
que tenían que ser expertos y hábiles cazadores y dueños de magníficos "perros de cobro", tenían que
ser hombres muy comedidos y de total confianza, para no irse "de la mui" acerca de tan
dudoso trabajo, y aún menos del número de perdices que solían “rebañar”, ya que, por lo común,
suponían su buen manojo de billetes, al ser pagadas como "auténticas”, al considerarlas como abatidas real y
legítimamente.
Una vez colocada la
armada, estos más que sospechosos "cobradores"
- nunca más de dos o tres - solían entrar a hurtadillas por las espaldas y
allí como a escondidas, tras las escopetas de la armada y siempre a prudencial
distancia, se repartían, sabia y estratégicamente, una zona determinada, convirtiendo
aquello, a partir de ese instante, como en "en
un misterioso y desconocido castillo de irás y no volverás", pues ¡ay!
de la perdiz que tenía el mal sino de caer por allí, por una u otra causa ,
porque quedando como dicen que "se
las ponían a no sé qué rey", irremisiblemente iban a parar, bien a la
boca de algún experto perro de cobro, o bien, directamente y sin perro
intermediario, a las manos del astuto y camuflado "rebañador".
Obviamente, la ambición de
estos hombres, padres de familia de tan escasos haberes, sabiendo que por cada
una de las perdices cobradas, tenían un jugoso porcentaje, se hacía insaciable.
No puedo afirmar, sin embargo, si la de los dueños era de tal intensidad e,
incluso, de tal calaña, pues jamás pude saber si estaban al tanto, entre otras
cosas de menor importancia, de lo de las "ilesas", porque de las "lesas", por supuesto que sí,
pues no faltaba más, siendo ellos los creadores del "invento".
Y por fin llegamos a donde
yo quería llegar, para referir el grado de implicación que, en el tal
latrocinio, tuviera mi Diana, aunque, naturalmente, sin comerlo ni beberlo, si
bien debo confesar que en su amo no tanto, aunque siempre tuve la total
seguridad de que Dios me perdonaría mi intencionada complicidad. No quiero
decir con ello que yo ni tan siquiera llegara a tener la tentación de apuntarme
con mi perra a ejercer este tan bien remunerado como dudoso trabajo en alguno
de estos ojeos, sino que jamás cobré o exigí ni un centavo de aquellos a
quienes se la prestara, para la tarea de marras, aunque sí, ¡eso sí!, algún paquetillo de tabaco americano,
pero que conste que jamás como un tributo impuesto o exigido, sino,
simplemente, como un regalo de agradecimiento al dueño de la perra que la
llevaba prestada, por descontado, que de forma absolutamente voluntaria y sin que
jamás me pasara de esa raya ni una sola micra.
A estos, el primer año en
que empezara a funcionar "el nuevo
invento", sabedores de que me había negado, terminantemente, a prestar
la perra ni al Santo Padre de Roma, si es que no era para que le impartiera su
Santa Bendición, les faltó hincarse de rodillas y con los brazos en cruz, para
pedírmela por los Santos Clavos de Cristo. No hubo que llegar a tanto, pues
consciente del bien que les podía hacer a unos padres de familia con agujeros
en los bolsillos, por una parte, y sabedor, por otra, de que "el que le roba a un ladrón, tiene cien
años de perdón", accedí con sólo leerles sus intenciones en los ojos,
tan pronto como les veía entrar en casa en mi busca. El problema estribaba en
que a cuál de ellos se la prestaba, puesto que actuaban por separado e independientemente,
y todos porfiaban por ella a una.
Viéndome pues en tal
aprieto, procuré sacudirme las moscas, proponiéndoles varias opciones, para que
entre ellos mismo decidieran. Y la cosa quedó, por fin, en que la perra fuera rotando
entre ellos, equitativamente y como entre buenos y “bienavenidos” amigos. Y así me lo prometieron, promesa que cumplieron
al pie de la letra, siendo como eran - en el fondo - "tan güena gente".
Las perdices que La Diana
les cobrara y, consecuentemente, "las
pelas" que les pudiera meter en sus respectivos bolsillos, jamás lo
supe, ni me importó tampoco, pero, según dicen, algo debe tener el agua cuando
la bendicen, que, extrapolando los términos para el presente caso, algo debía
tener mi Diana también, cuando los "rebañadores"
de turno, bastante antes de que empezaran los famosos ojeos, ya estaban
pretendiéndola, cortejándola y bendiciéndola, al tiempo que al dueño, a la
menor ocasión que se les ofrecía, no dejaban de "tirarle los tejos", recordándole que no querían ni pensar
que les pudiera fallar con lo de la perra en los ya inminentes ojeos, y
apostillando siempre su petición con aquella especie de muletilla de "por los Santos Clavos de Cristo y por su
Santísima Madre, Don José Fernando".
¿Dije que aunque no cobré
jamás ni un céntimo por la perra, sí recibía, cada año, algún que otro
paquetillo de Winston...? ¿Nada más...? ¿Sí...? Pues no dije toda la verdad, y
claro, como historiador, no debo faltar a ella, así que para concluir con la
narración de este nuestro común pecadillo, más mío, por cierto, que de la misma
perra, he de confesar que, gracias a sus "cobros",
de "ilesas o no ilesas" –
de cuya cantidad no supe jamás tampoco - me ponía como "el kiko" de exquisita caldereta de cordero, en la
comilona que, cada año, me montaban, los camuflados "rebañadores" de turno, como fin de fiestas de los ojeos,
y a la que yo era invitado con especial distinción.
Vida, Obras y Milagros de
una Excepcional Perra de Caza
©José Fernando Titos
Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12
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