Una cacería el “El
Quejigal” (5) segunda parte
Su amo, pensando que mi
atenta mirada, más que la de unos ojos compasivos, era la de unos ojos
enamorados, me salió al encuentro y, con incontenible orgullo, me puso a su canelillo
por las mismas nubes. Me dijo que, aún siendo tan presumidillo y tan "arriscao" por fuera, todavía
lo era mucho más por dentro. Que tenía ya cuatro años cumplidos y que hacía ya
cosa de un año o así, se lo había regalado un primo suyo, que vivía en La
Serranía de Ronda, al que, por cierto, le había costado la misma vida el tener
que dárselo. Que de no haber sido a él, no se lo hubiera dado ni a su propio
padre, que hubiera vuelto del otro mundo. Que para echar conejos a la escopeta
de los más impenetrables zarzales y demás prietos matorrales, no había otro en todo
el mundo.
Cierto que "El Chispa" era un animalillo
minúsculo. "Lo mínimo que se
despachaba en perro," que diría un castizo, pero "el muy joío" tenía una carilla "de redicho y
vivaracho que no podía con ella." Canelillo, careto y rabote, tenía los ojillos
de una taimada lagartija. Nervioso y bullicioso rastreando caza y con aquella
simpática estampa que de avispado perro de juguete tenía, no me cabía la menor
duda que, según me dijera su dueño, se colara por el ojo de una aguja detrás de
los conejos, bajo esos inexpugnables borbotones que, por lo común, forman las
zarzas, así como otras muchas densas malezas del monte.
Bartolo, que aún jadeaba
sudoroso sentado "de media anqueta"
sobre un peñasco, se desentendió también, de forma repentina, de los planes que
unos y otros seguían tramando, y se entrometió en nuestra conversación, al
tiempo que se desahogaba, hablándonos "pestes" de su
"Chula", por no decir que lanzando, "enrabietado", sapos y culebras por la boca contra el
pobre animal. Bartolo "El Sacristán",
al parecer, andaba algo contrariado con la actitud de la perra y se despachó a
sus anchas y sin morderse la lengua. La llamó con un silbido, y la perra,
presurosa y atenta a su llamada, quedó frente a él en un abrir y cerrar de
ojos. La miró con teatral desprecio, y nos confesó que iba a tener que darla, por
no pegarle un tiro. Que la perra había sido extraordinaria, pero que ahora, a
sus nueve años, se había vuelto "más
guarra que la Simona". Que "el
muy putón" de perra no había luna que no "se pusiera salía" y que siempre con "el chisme" sanguinolento. Que la calentura del sexo me la
tenía "desquiciá perdía" y "a mal traer" desde la temporada
pasada, y que, por lo que le venía viendo, el presente año, llevaba las mismas
trazas.
Patricio “El Trepe” nos llamó al orden, al tiempo
que echaba a andar entre "El Labriego"
y "Mataliebres", diciéndonos
que fuéramos cargando las escopetas sobre la marcha, por la posible pieza que
pudiera salir al paso. Nos acoplamos rápidamente a aquella "cuerda" de circunstancias, con lo que, prácticamente,
nuestro anhelado día de cacería, prácticamente, comenzaba.
No había otoñado aún, y,
llaneando por aquellos lomazos, la maleza reseca, después del infernal verano,
crujía y se astillaba como en un desgarro bajo nuestros pies. Al pasar por la "Casilla del Tío Ratón",
comenzamos a ascender a las primeras estribaciones de "aquellos quejigales", para desde ellas, abrirnos en "cuerda", ya como mandan los
cánones, y arrancar con nuestra primera batida a perdices, a las que, como
teníamos acordado, dedicaríamos toda la mañana, puesto que la tarde, asimismo,
teníamos pensado echarla a conejos y sólo "de
puntal", por ser esta una cacería en la que si los perros sí, uno no
tenía que patear en demasía, previniendo así el lógico cansancio que, a esas
horas, la caza de la perdiz nos pudiera tener endosado en nuestros pies.
"El Tío Ratón", a pesar de las horas tan tempranas, ya estaba
el buen hombre con la azadilla, dale que dale, en un hortalillo de talanqueras.
Le dimos "los buenos días" a
distancia y sobre la marcha, pero tan encelado se encontraba en su tarea, que
ni se enteró. No así un "gozquecillo
balandrero" que, amenazándonos desde lejos con la impertinencia de sus
ladridos de viejo asmático y borrachín, no terminaba de dar la cara, saliendo,
decidida y abiertamente, de aquel ridículo sotechado de cuatro palitroques tan
malavenidos, que daban la sensación que les faltaba un estornudo para que se
derrumbaran. En "el ricial"
un corderillo, que seguramente criara "El
Tío Ratón" sin madre, jugueteaba, con sorprendente inocencia, con el
rabo de una vaca suiza, que pacía mansamente y desentendiéndose por completo
del tal juego. La Diana se les acercó curiosona, y el borreguillo escapó “chospeando graciosos rebrincos y retozos”.
A punto de entrar de lleno
en nuestra "guerra galana," tropezamos
con una tentadora torrentera, cuyo lecho reseco y pedregoso contrastaba
descaradamente con el vivificante verdor de las junqueras y adelfas que se
apretaban en sus orillas. La abundancia de escarbos, cagarruteros y senderillos
conejiles delataban inequívocamente la abundancia de sus inquilinos. La
tentación se nos hizo irresistible, y todos, de mutuo acuerdo, decidimos
trastocar un poco nuestros planes.
La torrentera, además de
corta, se nos ofrecía la mar de afable, y parecía merecer la pena, olvidarnos
unos minutos de las perdices, para dedicarlos a los conejos, cuya abundancia de
"echíos" y demás "pisteos" nos ofrecían la
total garantía de poder "afeitarle
el bigote" a más de uno.
Casi en la cabecera, el lecho
se abría en dos brazos, atrapando entre ellos un islote de enormes peñascos,
situados caprichosamente y semienterrados, como viejas ruinas de no sabría
decir qué prehistórica construcción megalítica, entre los que crecían con
bravía pujanza las zarzas, las madroñeras y las adelfas como en macetones
impenetrables. Contrasté mi parecer con Nicasio, y ratificó mis sospechas del
tirón y sin la menor objeción. Que, en efecto, para "El Chispa" era "el
cazadero" ideal. Que él ya había trasteado aquel islote otros años con
un perrillo que no le llegaba al "Chispa"
ni a los talones, y que siempre había escupido su buen puñado de conejos. Que
le parecía de maravilla que, cuanto menos, se quedaran dos, apostados en él,
cazando como "al rececho" y
como "de puntal", con el
perrillo “ratoneando”, con la maestría
que él lo solía hacer, bajo aquellos enmarañados matorrales, en tanto que los
demás cogían la torrentera de abajo a arriba, escalonados por sus orillas y con
los demás perros trasteando por medio. Que si yo así lo quería, (ya que al parecer tanto le había gustado
El Chispa) me quedara con Currillo, el que, para este tipo de cacería se
las pintaba como él solo, con el añadido de que mantenía muy buenas amistades con
el gozquecillo. Que, sin embargo, tenía que tener muy presente que la Diana,
más que servirme de ayuda en este tipo de cacería, me podía suponer un tremendo
estorbo.
Mi curiosidad por ver al "Chispa", "trabajándose el artículo" bajo aquellos enormes y
prietos zarzales, se me hacía irresistible, por lo que le salí rápidamente al
encuentro, diciéndole que si la dificultad sólo estaba en La Diana, no habría
el menor problema, ya que lo podía resolver como de un plumazo, entregándosela
al Capitán Páez, ya que, además de ser un animal tan sagaz e inteligente, era,
a su vez, tan dócil y obediente que, si ella veía que esos eran los deseos de su
amo, no dudaría en irse con cualquiera. No hubo que decir ni media palabra más,
y el plan se puso en marcha en ese mismo instante.
Currillo "El Zocato" eligió como apostadero
la cima de una enorme peñascón que, bastante encabritado, se erguía al borde de
la tal cabecera, y desde la que dominaba todo el brazo derecho y el cauce de
entrada. Yo, sabiendo que en el campo siempre tuve "culo de mal asiento", opté por encrestarme en la
plataforma - de más libre acción de movimientos - de un pequeño acantilado, que
dominaba el brazo izquierdo y el lecho de salida. Así las cosas, “El Zocato” dio la orden al "Chispa" y éste, obediente y
sumiso, se coló bajo la espesa jungla de aquel islote, como untado con vaselina,
por la boca de uno de los muchos tunelillos, que desembocaban en sus orillas.
Desde el primer instante se empezaron a oír los soterrados latidos atiplados
del minúsculo intruso, mientras que nuestros ojos, en tensión y al acecho, nos
bailaban al ritmo que nos iban marcando los ladridos del canelillo.
Me imaginaba al "Chispa", gateando en
persecución de los conejos, de un lado para otro, por aquellos angostos vericuetos
bajo la lujuriosa jungla vegetal, que crecía a la providencia de aquellos
gigantescos peñascones. Pensaba también en que el pobre animal, a pesar de ser “tan poca cosa”, debería estar
"pasándolas canutas" bajo aquellos angostos y zigzagueantes
tunelillos zarzaleños.
No hubo de pasar mucho
tiempo para que más de un inquilino que, indeciso y receloso, se parara en la
puerta de algún que otro de estos tunelillos, dudando con clara evidencia, qué
hacer o por donde escapar. Fueron los primeros que empezaron a entregar su alma
a Señor.
También "le hicimos el cuello" a más
de uno de estos desconfiados, gazapeándose, astuta y sigilosamente, de una a otra
puerta, intentando despistar a tan inoportuno como molesto visitante en aquel
tan macabro juego. Los menos "la palmaron"
también al intentar escapar de allí a todo correr, al sentir al canelillo
pisarles los talones. En particular vi abatir un conejo a mi compañero
que...¡olé ahí los lances con arte! El pobre caramono no dijo ni pío. Quedó
como fulminado. Y es que, escapado de varios disparos de los que cazaban, torrentera
arriba hacia nosotros, venía por aquellos pelados en busca de refugio en aquel
islote, que se "las pelaba".
De todas maneras había que
estar más listo que un lince, pues los inquilinos, “gazapeados y rehuidos”, se escurrían entre el matorral como una
seda. En muchos de los casos había que dispararles "al trasluzón", por allá por el escondrijo de la maleza,
por donde se les veía relampaguear la albura de su rabillo respingón. Y así
estos disparos iban "al rebujón",
y como al "tuntúm",
que es igual que decir que con la incertidumbre y riesgo que todo disparo
aventurero conlleva en sí mismo.
Lo que sí era una
verdadera delicia, era oír a Currillo "El
Zocato" azuzar al "Chispa"
con ese singular voceo del más castizo "cazador
a rabo". Y aún más delicioso, era intuir, si es que no ver, al
canelillo rastreando "arrastrabarriga"
bajo aquellos angostos e imposibles tunelillos, latiéndole a los conejos con la
maestría de todo un avezado y valiente detective.
Y, entre tanto, "el pim, pam, pum" que los
compañeros me traían por ambas riberas de la torrentera, era casi incesante.
Y, destacando por su
simpatía y gracejo en su decir, entre el guirigay, que unos y otros me traía,
torrentera arriba, azuzando a los perros a los conejos, aquellos gritos de
ánimo de "El Trepe",
vociferando ¡"Hierro, Hierro con
ellos"!.
Relativamente cerca, pude
ver al "Labriego" que, ahuecando
una mano junto a la comisura de los labios, lanzaba un penetrante silbido a
Currillo, y que a grito pelado le decía que "apioláramos
a tô correr" los conejos y que "p´alante
a las perdices." Que él cogiera la mano por arriba y que
metiera entre "El Maestro"
y él a su primo Bartolo.
Presto y como con una
obediencia de disciplina militar, Currillo se apeó de su atalaya con la
agilidad de un felino, recorriendo aquel enorme socavón de la torrentera,
cobrando con premura los conejos que habíamos abatido, y con un manojo en una
mana y otro en la otra, se fue en mi busca para compartir la carga en nuestros
respectivos morrales, y, al tiempo que me comentaba que había merecido la pena “el ratejo” que habíamos perdido a
perdices, se puso a sacarles las tripas con las urgencias que la circunstancias
requerían, abriéndoles de un tajo seco de navaja la barriga en vertical y boleándolos
con fuerza, marcando un arco en el aire, con ellos cogidos de las patas
delanteras con una mano y las traseras con la otra. ¡Qué maestría "apiolando" conejos, Santo Dios, este Currillo
de los demonios!
Dicen que todos los días
son días de aprender algo nuevo, y yo, de momento, terminaba de aprender una
nueva técnica de "apiolar"
conejos. Mi técnica era menos espectacular y además bastante más lenta, y ya
puestos a decir, hasta mucho menos higiénica.
"El Sacristán," entre tanto, llegaba a nuestro lado bufando
como un toro y despidiendo goterones de sudor por la barbilla. Con palabras
entrecortadas por los jadeos de la asfixia, apenas le pudimos entender que nos
decía con cierto morbo, que menudo baño les terminaba de dar El Capitán Páez a
todos. Que los demás se lo hubieran dado a él.-Apostilló.-, podía tener un
pase, pero que, precisamente, hubiera sucedido lo contrario, pensando además
que los contrincantes eran, nada más y nada menos, que "El Labriego," "El Trepe", “Robaníos” y
"Mataliebres," eso ya era algo que pasaba un tanto de castaño
oscuro. Que de los doce conejos que habían puesto "con las ruedas p´arriba" entre todos, El Capitán se
había apuntado siete. Que más de la mitad él solito. Que al llegar ahora ahí y
al hacer el recuento, nos ha dejado a todos con la boca abierta. Que, por lo
visto, conejo que cogían por delante él y la Diana, o me lo dejaban para
cantarle "el gori-gori", o
lo obligaban a desterrarse de "aquellos
quejigales in saecula saeculorum."
Y, en tanto yo, me quedaba
un tanto pensativo y dubitativo con aquella cantinela del "Sacristán" pegada a la oreja, su primo, desentendiéndose
del tema y distribuyéndonos los cazados, equitativamente, en nuestros
respectivos zurrones, le prevenía en tono inquisitorial a su primo, que a ver
si, por una puta vez en su vida, aprendía a andar como Dios manda detrás de las
perdices. Que no se fuera a adelantar, como él acostumbraba hacer, “zorreando” en los collados en busca de la
liebre rehuida y "facilona", que así lo único que conseguía era "la malajá" de volver las
perdices que todos llevaban por delante con mil sacrificios y sudores.
El bonachón de Bartolo me
miró, instintivamente, entre herido y resignado, al tiempo que gesticulaba
atornillarse una de las sienes en clara réplica recriminatoria. Me limité a contemporizar
y a sonreírle, procurando quitarse hierro a la cosa, al tiempo que le decía que
a callar y para adelante. Que el movimiento se demostraba andando. Y con las
mismas me fui acercando a Páez con cierto disimulo y con la confesión del "Sacristán" bailándome en los
ojos. Como estampada en la frente la debía llevar, pues el sagaz "legionario", ya de lejos, me
lo debió notar, ya que no me dio opción ni a que le dijera la primera palabra,
pues reflejando una irónica y leve sonrisa, me salió diciendo que si ya me
había ido "El Sacristán"
con "la buena nueva". Que
sí, que de los doce abatidos, siete se los había apuntado él. Que, asombrados y
sorprendidos los compañeros, le miraron como a un bicho raro. Claro que lo que
no sabían, porque él, astuta e intencionadamente, se lo cayó, era que de los
siete que vació del morral, seis se los había traído La Diana, perdidos o
heridos de unas y otras escopetas, y sin que él lo hubiera comido ni bebido.
Que los demás perros, sí, no eran malos para echar conejos a las escopetas,
pero que en lo de cobrar y, aún más, en lo de buscar, que "noniles en campo raso" Que la Diana, bajo este concreto
aspecto, era la única que "partía el
bacalao." Que, durante el almuerzo, les descubriría la verdad, pero
que hasta entonces, se fueran chinchando, humillados en su orgullo de creerse
los mejores cazadores de estas Sierras.
-¡Granuja!.- Le bromeé,
rebosante de satisfacción.- ¿Con que esas tenemos......?
-Eso es lo que hay.-
Exclamó en clara complicidad con mis ironías, al tiempo que, con su endémica
disciplina y seriedad, me indicaba con los ojos que teníamos que estar ocupando
ya nuestro respectivo lugar en la "cuerda",
porque la gente ya estaba avanzando en orden de batalla.
Lo venía sospechando, pero
no tardé en cerciorarme que las perdices de aquellos remotos y salvajes Cerros
del Quejigal eran demasiado bravías, ya que, o se nos arrancaban a distancias
insospechadas, o se nos descolgaban de aquellos "coronos", para pasar por encima de las escopetas "hablando con Dios". No había
manera de conseguir un lance medianamente aceptable, sobretodo, para los que
íbamos por arriba. Para "mayor
inri", no había caído ni una sola gota en el mes de Septiembre y lo
que llevábamos de Octubre, y el suelo, reseco y restallante, denunciaba
nuestros pasos a mil kilómetros de distancia. Así que, el presentimiento del
más estrepitoso de los fracasos fue todo un hecho en este nuestro primer rodeo.
En efecto, una vez que reunidos, hicimos el recuento, sólo habíamos cobrado
seis perdices, siete conejos y tres liebres, aparte de alguna despistada torcaz
que, de forma esporádica, se nos cruzara en el camino. Volviéndose a repetir,
eso sí, la humillación de los más que constatados campeones de la escopeta de Guadalcanal allí presentes, con la
diferencia de que ahora, no lo fue ante El Capitán Páez, sino ante mí humilde
persona, por la sencilla razón de que la única cómplice volvía a ser aquella
bendición de perra, acudiendo a su amo con la pieza en la boca, abatida y
perdida por la escopeta que fuera.
Ridículo número de piezas,
sobre todo si pensábamos que el rodeo fue enorme y aún más sabiendo el
gallinero de perdices que llevábamos por delante. Por cierto que - y perdónenme
el inciso - en una de las perdices,
"menudo traje a medida" el que le cortó, precisamente, Bartolo a
su primo Currillo. Yo -siempre en tono distendido y amistoso - le bromeé al "Zocato", y él, entre un sí y
un no en eso del “cabreo”, se me excusó diciéndome que la "hijaputa de la
encina" que tenía delante, le tapó la perdiz, en tanto que a su primo, al
margen de que le entró como una pava, no le estorbaba nada más que la pieza a
batir. Pero que de todas maneras, si la había derribado, sólo podía ser debido
a un milagro que se le escapara a Dios en un descuido, porque su primo Bartolo
no le daba ni al mismísimo Quejigal, que se le "arrancara a huevo." Que su primo Bartola, como “cazaor”, era más malo que la carne
pescuezo.
Bartolo, eufórico e
incontenible por su disparo, le replicó con un corte de manga de tan intensiva
gesticulación, que hasta resultó tremendamente grotesco. Aunque claro, siempre,
tanto el uno como el otro - y yo mismo como encizañador - con el inequívoco
tono del más inocente e inofensivo desenfado.
Ante el fracaso de nuestra
primera batida y sabiendo la causa, les propuse cazar a modo de ojeo. Que se
adelantaran las escopetas más certeras, para que, apostadas en los emboques más
querenciosos, esperaran las perdices que los demás, como "batidores", les fuéramos apretando. Que en aquellos "cazaderos" tan bravíos y con
perdiz tan arisca, la única opción, para obtener algún éxito, era cazarlas así.
Que la tal modalidad de caza no era, precisamente, de mis complacencias, pero
que, ante tales circunstancias, no teníamos otra alternativa.
Como amigos “bienavenidos” que éramos todos, no
tuvimos el menor "tira y
afloja" para las designaciones tanto de batidores como de “echaores”, si bien todos tuvieron la
grata deferencia, tanto con El Capitán como conmigo, de darnos la opción a
elegir. Yo no lo dudé. De "echaor"
e, infinitamente, agradecido. Páez, como un deportista en toda regla que
era, tampoco se lo pensó para optar por el mismo cometido. Y así "la armada" quedó compuesta
por Nicasio "El Labriego", "Mataliebres",
"Robaníos" y Bartolo "El
Sacristán", si bien éste, porque su Primo Currillo “El Zocato” tuvo la especial deferencia
con él de intercambiar su puesto, aunque eso sí, después de pasarle la mano
descarada y ostensiblemente, como en una irónica caricia, por la abombada
andorga y decirle en voz alta, con la clara intención de que nos enteráramos
todos, que lo hacía porque dudaba que pudiese tirar de "aquel bombo que tenía en la barriga," durante mucho
tiempo en su cometido de "echaor",
y, nada menos, que por aquellos endiablados parajes del Quejigal. Y así, junto
al Capitán, al “Trepe” y a un servidor, Currillo hizo el sacrificado papel de "echaor" en aquel
circunstancial ojeo, aunque también era cierto que con el grato aliciente de
que, a su vez, también iríamos en nuestro papel de "cazadores a rabo".
Fue Nicasio "El Labriego" el que marcara
el área de la batida, que, aunque, por ambiciosa, me pareció "mucho arroz para un pollo",
por prudencia, me puse una laña en los labios y ni rechisté. No así "Mataliebres" que terció para
modificar un tanto las distintas
"puertas de aquella circunstancial armada", pues las marcó
bastante más a la izquierda de las que señalara Nicasio, pues aparte de
creerlos mejores emboques para la salida de las perdices, argumentó que por allí
se encontraba la famosa fuente de "La
Cierva", que era un sitio ideal para tomar un "bocao" y descansar un poco, después de que, concluida la
batida, todos confluyéramos en ella.
En esta segunda batida
escapamos bastante mejor, aunque por las pocas escopetas que componían "la armada", fueron muchas las
perdices que se vaciaron por uno y otro extremo, por lo que en un elevadísimo
tanto por ciento, nuestro ambicioso pateo de "echaores" fue una absoluta e inútil pérdida de tiempo en
ese sentido, claro, porque en otros sentidos, al menos para mí, estas andanzas,
por parajes tan primitivos y salvajes, jamás podían tener precio.
Cuando, por fin, fuimos a
parar a "La Fuente de La Cierva",
las dos del mediodía iban de vuelo, y a todo esto, casi sin darnos cuenta. Los
cuatro nublillos que, en la madrugada, viéramos juguetear, sospechosamente, en
el cielo, no ya "ni la meá de un
gato" que Currillo "El
Zocato" profetizara, sino que se habían esfumado por completo, y el
cielo, de terso, era un bruñido espejo. El sol, en el transcurrir de la mañana,
se había dejado sentir paulatinamente, hasta obligarnos a buscar la sombra a
amos y a perros, no obstante, el incansable Cato “Robaníos” propuso que, antes de almorzar, podíamos dar otra
batida, aunque no tan ambiciosa, ya que deberían ser muchas las perdices que
por allí debía haber desperdigadas.
Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de
Caza
©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091
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