By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 14 de febrero de 2018

El mundillo de la jaula 17


El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 17

Articulo 21
Eso de tirarle a un reclamo una perdiz que esté fuera de plaza - sea macho o hembra, para el caso da igual - es algo que le debe repatear las entrañas, pues hay que ver la actitud de desasosiego, de disgusto y de decepción que toma. Sin embargo, siendo esto tan grave, queda, bajo este sentido, a la altura de una alpargata vieja, ante el descomunal y pichinero desafuero - y nunca me cansaré de reincidir en el tema – que le debe suponer a un Reclamo el que una perdiz se le vuele de la plaza, por un disparo fallido. Y es que esto le debe infundir una tan atroz humillación que, mucha casta y no menos oficio ha de tener el tal Reclamo, para no resentirse en tan alto grado, como para no quedar eternamente decepcionado, si es que no "p´el arrastre" para los restos de su vida.
Por eso yo, sabiendo esto y, además, por propia experiencia, estaba que no vivía, cuando lo del Cubillo, porque no era una, (como en el caso del bautismo como pajarero del Catedrático) ni, incluso, dos, (que aunque nunca me había sucedido cazando al Chepa, sí, por el contrario, con otros Reclamos) sino que fueron, nada menos, que la friolera de seis perdices las que el muy maleta del montero, marrando el tiro, dejara volarse de la plaza o de donde sólo Dios y él pueden saber.
¡Qué fracaso tan descomunal, Santo Dios! Y es que seis perdices en un mismo puesto, manda cojones. Quizás se trate de un récord tan singular, como para que pudiera entrar por la puerta grande del Libro de los Guinness.
Yo conocía sólo un caso - para mí, realmente, asombroso – de marrar tres perdices en un puesto. Yo mismo y en persona, no ya el enorme pecado de fallar una perdiz, sino que, alguna que otra vez, también llegué a fallar dos en mi ya larga vida de pajarero, ya que de esto, creo, que no se salva ni el "Tato", o si no, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Yo, en concreto, como termino de confesar, no la podría tirar.
Por otro lado, pensaba que el tremendo fracaso del Cubillo,
tal vez, no hubiera podido hacer demasiada mella en El Chepa porque, si bien, por una parte, ya a esas alturas, por las muchas y muy memorables batallas que llevaba libradas, y, por otra, sabiendo de la categoría del Chepa, estaba casi seguro que el soberbio campeón no se debería haber resentido ante tales “fallos”.
No obstante, como al día siguiente del día de autos, era Domingo, dudé mucho si sacarlo al campo o no, pues, a pesar de todo, no se me terminaba de ir de la cabeza que, tal vez, si no en mucho, sí le pudiera haber afectado en algo, por lo que, tal vez, fuera conveniente dejarlo de vacaciones durante una semana, para que, olvidando tan atroz desaguisado, quedara totalmente borrado de su cabeza y, sobretodo, de su corazón.
Fue el momento de coger las sayuelas, para encapillar a dos de los tres reclamos que tenía, cuando, cortando por lo sano y tan contundente como decidido, terminé por decidirme por El Chepa y por el sustituto del pobre Tarta que, por cierto, viendo las buenas maneras que venía demostrando, ya le había bautizado con el nombre de "El Granaino", por proceder del pueblecito de Los Montes Orientales de Granada, Pedro Martínez, el pueblo de mi madre y en el que yo me criara. Pájaro, por cierto, que, en una de mis esporádicas visitas a al pueblo, me regalara mi primo “Pepico el de La Posá”.
El día estaba que si no para echar las campanas a vuelo,
tampoco como para ponerlas a doblar a muerto, así que salí para allá, en busca de los encumbrados olivares de La Sierra del Agua, con los anhelos de siempre bailándome en los ojos, por supuesto, que también en el corazón, si bien era cierto también que un tanto mortecinos, a veces, por aquel preocupante pellizco de dudas que, sobre El Chepa llevaba por los seis - ¡nada menos que seis! - que, el día anterior, el muy petardo de mi anfitrión marrara en El Cubillo.
Por lo pronto, en el puesto de luz, “El Granaino”, aunque no le tiré, se portó como los buenos, no dejando de salir de reclamo, durante todo el tiempo que duró el puesto, aunque haciendo calladas, más o menos, largas. Pero el campo no estaba por la labor, y no correspondió en ningún momento.
Por la tarde, pensando buscarle a mi hipotético decepcionado, El Chepa, el sitio más propicio, y aún más, encontrándome tan escamado, después de comprobar, en el puesto de la mañana, la pésima actitud en la que estaba el campo, decidí hacer el tollo, arriesgando al máximo, en un lindazo de prietas y frondosas adelfas, que servía, precisamente, de linde entre el Coto de la Sociedad de Cazadores de Guadalcanal, del que yo era socio, y del que, por ser un coto comercial, era casi sagrado e intocable.
De todas maneras, se trataba de una linde cinegética, por lo que, según la ley, tenía que estar distanciado de ella, cuanto menos, quinientos metros, y no estaba ni a un centímetro, porque si el pulpitillo no, el tollo sí estaba en la misma linde.
Claro que, por otra parte, procuré estar tan astutamente camuflado en él, que aquello bien podía ser lo de la famosa aguja en el pajar, aunque, claro, por muy invisible que allí
pudiera estar, los tiros me podrían delatar ante alguno de los “jurados”, necesaria e ineludiblemente. Pero bueno - Pensé - como contra siete vicios, hay siete virtudes, todo sería cuestión de pegar un solo tiro, ya que mi único objetivo era ver si el presunto resentido lo estaba en realidad, y así, una vez comprobado cómo le podría afectado lo del Cubillo, pues pies para qué os quiero.
De momento, el bueno del Chepa comenzó como de costumbre. Sus consabidos saltitos - esos jamás podían faltar - mientras me apresura a emboscarme en el tollo, después de
quitarle la sayuela, para, de inmediato y sin la menor pérdida de tiempo, salir de “reclamo de cañón”.
La cosa pues, empezaba bien. No tardó mucho "en ponérsele al aparato" un macho del paraíso prohibido, que no de nuestro colindante coto de La Sociedad de Cazadores, el que, presto y sin demora, allá acudió, quedándose al otro lado del lindazo. El Chepa, presintiéndolo, que no viéndolo, se lió con él, con el poderío y el talento del gran campeón que era, pero el sagrado cotista no atravesaba el lindazo ni a la de tres.
No parecía sino que, no teniendo el pasaporte en regla, no se atrevía a pasar la frontera.
Sangre, sudor y lágrimas le costó al que, intacto de todo resabio, seguía siendo el insuperable artista que siempre fuera, para que el cotista traspasase aquella tan prohibitiva frontera de tupidas adelfas por una especie de portillo que se abría, unos metros más arriba de donde nosotros nos encontrábamos, y desde donde entró, directamente, en la plaza, acompañado de su hembra y celosamente embolado, al tiempo que, arrastrando el ala y emitiendo amenazantes “cuchicheos”, le presentaba cara al que, con el pico sobre la esterilla, le estaba recibiendo engolado y representando, como todo un insuperable actor de comedias, el fraudulento papel del más enternecedor y cariñoso amigo.
-¡”Olé ahí los tíos bragaos”!.- Me faltó gritarle a mi entrañable Chepa, viendo cómo, en aquel instante, se me borraba mi obsesiva preocupación, al tiempo que derramaba júbilo hasta por los pocos pelos que ya me iban quedando en la cabeza.
En esos momentos, un mar de dudas comenzó a acudir a mi frente. ¿Qué hacía en circunstancias tan comprometidas...?
¿Abatía primero a la hembra, sabiendo que, por lo bravucón que parecía estar el macho, un segundo tiro iba a ser cosa de un suspiro, puesto que el valiente y celoso esposo, si es que llegaba a volarse al tiro de la hembra, estaría de vuelta en menos que se santigua un Cura loco...?
¿Tirar primero el macho y dejar al Chepa que siguiera disfrutando del lance con la hembra por allí merodeando taimada y sin decidirse a entrar, aún con el riesgo que podía suponer seguir allí a la espera, después de la explosión de un primer disparo...?
¿Cometer el pecado cinegético, que para mí era la tan odiada y despreciable carambola, y tras el tiempo justo de que el trovador cargara el tiro, coger manta y carretera....?
¿Cometer la imperdonable tontería de dejar allí al matrimonio hasta que, aburrido y hastiado, se marchara, dejando, a su vez, al trovador con la miel en la punta del pico....?
Por lo menos, de esta última posibilidad, ni hablar del peluquín. La deseché como un mal pensamiento, si es que no como una perversa tentación. Tal memez, por otra parte, dejaba en evidencia a un artista de tan alta categoría, como era El Chepa, despreciando su tan valiosa obra de arte, de una forma tan injusta como grotesca, y eso ya se pasaba un mucho de castaño oscuro.
Lo de abatir primero e indistintamente al macho o a la hembra, tenía que suponer, en cualquier caso, dos disparos, más o menos espaciados, pero dos, y esto sí que era meterse en la boca del lobo, aunque no tan de lleno, optando por la hembra en primer lugar como optando por el macho.
Me decidí, por fin, por el pecado de la carambola, por muy despreciable “pichinería” que fuera para mí, pero es que en aquella ocasión, las circunstancias mandaban. Y así, con un solo disparo, el lance quedaba totalmente solucionado, y todos tan contentos, ya que el protagonista, por su parte, quedaría, absolutamente, satisfecho, y su escudero, totalmente fuera del peligro de caer en manos del guarda, así que mi decisión se me hizo irrevocable, pues eran muchos pájaros lo que caían en aquel tiro: los dos pájaros de perdiz; el de la satisfacción del reclamo, y, por fin, el mí salvación, que tampoco era moco de pavo, al quedar como perro al que le quitan pulgas, pudiendo tomar rápidamente “las de Villadiego”, y así quedar libre de una posible captura. ¡Fuera pues cualquier elucubración o remordimiento, ya que muerto el perro, se acabó la rabia!
Todo decidido, había que esperar el momento oportuna.
De momento, cuando me quise dar cuenta, tenía al sagrado “cotista” encima de la jaula, en descomunal y desigual batalla con El Chepa, pegándose, mutuamente, picotazos y más picotazos a través de los alambres de la cúpula de la celda del prisionero.
Viendo que no desistían de su encarnizada lid, pensé despachar a la hembra de un tiro, pero, claro, tan encelado estaba en su pelea el campesino, que estaba seguro que, no ya
volarse al tiro, sino que ni se enteraría de él.
Tuve suerte, pues pensándomelo estaba, cuando lo vi como que se escurría de aquella tan incómoda postura en que se encontraba peleando en su atalaya, yendo a caer, precisamente, junto a su esposa, que seguía tan insulsa e impávida, como cuando lo observaba peleando. No había pues tiempo que perder. Era el momento. Así que, la “carambola” en un certero tiro, y aquí se acabó la presente historia, y, sin la más mínima pérdida de tiempo, a huir por allí como gato que escapa sobre brasas.

©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12

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