By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 13 de abril de 2013

Un buen libro acompañado de la mejor música


Mundos paralelos 

Cómo empieza una música, cómo termina: es la misma pregunta decisiva que uno se hace acerca de una pieza literaria, igual un poema de unos pocos versos que una novela de mil o dos mil páginas. El comienzo no es solo el principio de algo sino el tránsito del espacio en blanco a las palabras, del silencio al sonido, un principio del mundo; el final es el tránsito a la extinción, y además nunca es un final, no al menos en una gran obra, de música o de literatura: termina el relato, pero la historia no dicha continúa; se acaba la música, pero queda la resonancia, su apagamiento gradual. Recién terminada la lectura, la actitud instintiva es la de quedarse parado, no emprender de momento ninguna otra cosa. Cuando termina la música, estaría bien que no sonaran tan pronto los aplausos, que quedara un espacio de silencio: me gusta cuando después de la última nota el director tarda en bajar la batuta o la mano, y el tiempo queda suspendido en el silencio.
Después de muchos años trabajando en los borradores literarios y musicales de El anillo del Nibelungo, Wagner encontró en sueños el primer acorde del que se irían desprendiendo después tantas horas de música, contenidas en él como un árbol entero en una semilla: en este caso la extensión musical más amplia que se conoce, la secuoya y el redwood colosales de la música europea. El primer verso de un poema, decía Robert Graves, lo dictan los dioses. Después de pasarse media vida elaborando borradores de un gran proyecto autobiográfico que no sabía cómo organizar ni cobraba nunca forma, una noche, Marcel Proust encontró una primera frase: “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”. Las tres mil páginas de À la recherche proceden musicalmente y orgánicamente de esa frase igual que el Anillo del acorde inicial. A veces el comienzo de una obra musical quiere transmitir exactamente el origen del mundo: una gran parte de la música europea de los dos últimos siglos procede del arranque asombroso de La Creación de Haydn. La historia entera de la novela está contenida en el Quijote.
A veces uno escucha una música y quisiera lograr algo parecido en literatura. Como el final de una narración es una despedida, y casi siempre una despedida para siempre, uno quisiera a veces prolongarla al máximo, para que el eco de un personaje o incluso de una palabra no se pierda, para que un recuerdo no se borre. No hay final en literatura equivalente al del concierto de violín de Alban Berg, que es un responso por la muerte de una niña, la hija de Alma Mahler y Walter Gropius: la última nota del violín se sostiene invariable durante mucho tiempo; no se interrumpe para dar paso al silencio, se disuelve en una lejanía sin punto final.
El debate entre Mahler y Sibelius sobre la naturaleza de la sinfonía se puede trasladar intacto al arte de la novela. Sibelius quiere una forma perfecta, orgánica, cerrada, en la que haya una correspondencia precisa de las partes entre sí y de las partes con el todo. Mahler protesta: “¡No! La sinfonía tiene que ser como el mundo, tiene que abarcarlo todo”. La novela aspira a una de las dos cosas y a las dos cosas a la vez. Y tanto la novela como la sinfonía son el resultado de la implosión de una forma anterior, o más bien de varias implosiones y explosiones en cadena: Beethoven hace estallar desde dentro la forma sinfónica perfecta heredada de Haydn; Mahler revienta por las costuras el sinfonismo del siglo XIX, heredero de Beethoven, al querer que abarque el mundo entero. En el Quijote, a Cervantes le había estallado en las manos una forma cerrada que creía manejar sin riesgo, la heredada de las narraciones italianas que había imitado con tanta maestría en las Novelas ejemplares. En el vacío provocado por la explosión se cuela en la novela el mundo real, y la onda expansiva ya no se detiene, a lo largo de varios siglos, abarcando materiales y mundos cada vez más amplios: Melville, Proust, Joyce. Siempre habrá un músico que aspire a una forma ceñida y perfecta, de máxima compresión, en la que no sobre nada: Satie, Mompou, Monk, Webern. El rigor máximo de expresión y construcción narrativa tiene su parte de delirio en Flaubert, como la concisión en Webern.
Pero en el fondo, todos aspiran a lo mismo, Sibelius y Mahler, Monk y Art Tatum, Flaubert y Chéjov y Tolstói y Joyce, a contar una historia perfecta y a expresar y contener el mundo.
Al que trabaja con palabras, la música le ofrece una valiosa lección de humildad, que es también de realismo: hay universos enteros que están más allá de ellas, complejidades, sutilezas, intensidades que existen al margen de las palabras. Hay cosas fundamentales que no pueden decirse, o que no deben decirse, o no tienen por qué ser expresadas verbalmente, explicadas.
Los procesos creativos de la música y la literatura guardan profundas semejanzas de las que el escritor, con sus limitaciones, puede extraer lecciones aprovechables.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Revista Mercurio

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