By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 19 de julio de 2017

El mundillo de la jaula 2

El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 

Segunda parte.- 
Hecha pues la presentación del "personaje" que nos proponemos biografíar, comencemos esta historia, yéndonos a sus orígenes y a todas las casuales circunstancias que hubieron de converger, para que este tan excepcional Reclamo llegara a mi poder.
Me habían despertado, muy de madrugada aún, los rabiosos y pertinaces vagidos de un bebé que, aunque un tanto opacos, llegaban, terriblemente molestos, a mis oídos desde el piso que se encontraba, exactamente debajo de mío.
Intentando coger como fuera, el siempre tan dulce y plácido sueño que llaman de conciencias tranquilas, me tiré largo rato procurando ignorarlos, bien arropándome herméticamente la cabeza bajo las sábanas, o bien divagando a mis anchas con alguno de mis muchas quijotescas fantasías, engarzadas en mis sienes. Pero...¡qué va!, por más que lo intentaba, aún más y más perseguía a mis oídos aquel obstinado y rabioso llanto del bebé, y, consecuentemente, más y más se despabilaba mi perseguido sueño.
A través de las cortinas del ventanal y con un ojo semiabierto y el otro semicerrado, pude intuir, que no ver, que, más o menos, las del alba serían. Viéndome pues que, cada vez, me encontraba más distanciado de los anhelados brazos de Morfeo, le metí el codo, con cierto tacto y disimulo, a mi adorable esposa, con la intención de comprobar, si bien
sólo en primera instancia, si se encontraba tan despabilada como yo, por aquel tan contumaz llanto. Y, en efecto, la pobre también se encontraba en la misma situación que yo, y así le dije, un tanto irónico, que si no le extrañaba que, después del muy largo rato que aquella criaturita llevaba llorando con los "reaños" que lo hacía, no hubiera explotado ya como un "ciquitraque".
-¡Angelito mío!.- Suspiró maternalmente mi esposa.-
Seguramente, que debe dolerle la barriguita o, tal vez, los oídos, y como los pobrecitos no saben decir lo que les pasa, pues... La madre, pobre mujer, debe estar desesperada.
-¿Y por qué no acude al médico...? Ya es demasiado tiempo el que el pequeñín lleva llorando.
-El marido.- Quiso excusarla mi esposa.- es visitador médico, y, seguramente, debe encontrarse viajando como casi siempre, y ella, encontrándose sola, tal vez no sepa bien lo qué hacer.
No supe que contestarle, así que, de momento, quedé en silencio y un tanto pensativo. Reaccioné de pronto, no obstante, y le salí diciendo, totalmente decidido además, que por qué no bajaba y le decía que nosotros, si así lo quería, estábamos dispuestos a coger nuestro coche y acercarla al Hospital Infantil o adonde ella quisiera, para ver qué es lo que le podía pasar a aquella pobre criaturita.
Y mi querida esposa, que tan buena samaritana fue siempre para todo y para todos, no se lo pensó dos veces seguidas, así que se tiró rápidamente fuera de la cama y hacia allá endilgó como la que va a apagar un fuego. Me dio la sensación que esperaba aquella mi invitación como un “santo advenimiento”.
Sólo unos minutos después, me encontraba convertido en circunstancial taxista por las calles de Sevilla, en dirección al Hospital Infantil, con dos mujeres y un bebé a bordo. Tan pronto como el llorón estuvo en manos del Pediatra, todo quedó solucionado, en sólo breves instantes y sin el menor problema. La barriguita del bebé, al quedar como fuelle de acordeón, después de que el médico se la apretara entre sus dedos, fue síntoma más que suficiente, para que el doctor diagnosticara, inequívocamente, la enfermedad que padecía el chiquitín y que tanto llanto le producía. El bebé, por la atroz hambre que padecía, estaba desnutrido. Los pechos de la madre, por lo visto, eran como un venero, prácticamente, agotado, por lo que apenas si podían fluir de ellos unas gotas de leche. Bastó pues un templado biberón a tope, para que el hambriento llorón quedara transpuesto en el quinto cielo, soñando con los angelitos, en el más dulce y grato sueño, después de que, claro está, el biberón pasara a mejor vida.
Un sencillo y humanitario acto éste de mi esposa y mío de buena vecindad y que, por obvio y natural, no tenía gran importancia para emotivas loas, y aún menos si es que confesamos – que todo hay que decirlo, para que el Demonio no se ría de la mentira – que también fuimos empujados en gran medida a tal obra de caridad, pensando en nosotros mismos, ya que había que descansar, para estar en forma para el trabajo que nos esperaba apenas comenzara a echar a andar la ya inminente mañana. Sin embargo, para el abuelo paterno, en especial, aquello fue algo así como un inefable acto de heroísmo, que no había con qué pagarlo, ni cómo agradecerlo.
Vivía este agradecido y buen hombre en Badajoz, donde tenía una muy prestigiosa e importante pajarería, y casi todos los fines de semana, solía acudir, junto a su esposa, a Sevilla, para pasarlos en feliz compañía de su único hijo, el padre del llorón, y, por supuesto, de su nuera y - ¿y cómo no? del mismo llorón, su nietecito. Y así, el inmediato Sábado al hecho de marras, tan pronto como la nuera le contara el detalle de los buenos samaritanos del “quinto”, al buen hombre le faltó tiempo para subir a nuestro piso, para agradecernos, con el corazón en los labios, lo que, en ausencia de su hijo, habíamos tenido a bien a hacer con su entrañable nieto.
Vicente Rastrojo, que así se llamaba este tan agradecido extremeño pacense - que Dios tenga en su Santa Gloria – con el distinguido porte de todo un caballero a la antigua usanza, me dijo tan pronto aparecí, a la llamada del timbre, al otro lado de la puerta.
-¿Da usted su permiso, señor? Soy el abuelo paterno del pequeñín que, el otro día, llevó usted al hospital de madrugada.- Y se me presentó, tendiéndome la mano, al tiempo que me hacía una caballerosa reverencia, desmontándose respetuosamente el sombrero levemente.-
Vengo expresamente a expresarle mi más sentida y sincera gratitud.
-Pase, pase usted.- Le respondí en tono amistoso y como queriéndole quitar importancia a la cosa.- Lo más natural del mundo entre buenos vecinos, ¿no cree? Ellos también lo hubieran hecho con nosotros. Estoy completamente seguro de ello.
El muy agradecido abuelo, siempre en su actitud de todo un cortés caballero de los de aquellos otrora, a la par que me seguía hacia el salón, no dejaba de repetirme su agradecimiento, y, de pronto, al ver un muy vivaracho canario que tenía en una dorada y artística jaula circular, ocupando la dorada circunferencia en que terminaba la peana, que le servía de colgadero, me preguntó que si era aficionado a tan bonitos y canoros pajarines, y yo, entre un sí y un no, me limité a encogerme de hombros, como queriéndole decir que ni fu ni fa. Que si me hubiera dicho.- Se me ocurrió añadir con toda espontaneidad.- que si mi afición iba por lo de los pájaros de perdiz, la historia ya cambiaba como de la noche al día.
-¡Hombre.-Exclamó tan sorprendido como amigablemente.- ¿con que usted es aficionado “al pájaro”...? Yo también lo soy, y desde toda mi vida prácticamente. No sé si sabrá usted que tengo una muy importante pajarería en Badajoz, en la que, además de los pájaros más exóticos, venidos de los países más remotos, tenemos toda clase de pajarillos canoros del país, así como sus respectivos alimentos y medicamentos. Por descontado, que también perdigones para el reclamo. Cuente con uno de ellos como regalo.
Jamás se me podía haber hecho un ofrecimiento más gratificante y que más me ilusionara, así que los ojos se me debieron poner como platos.
Y, en efecto, al Sábado siguiente - por cierto, que a punto de abrirse la veda ya de la tan bella y sugestiva caza de la perdiz con Reclamo - se me presentó aquel tan cortés caballero, Don Vicente Rastrojo, con su prometido presente, jaula y sayuela incluidas. Se trataba, efectivamente, de un pollo del año, del que, entre otras muchas cosas, me dijo que, aunque algo díscolo y hasta un tanto desagradecido y descastado, y que, como bien podría ver por mis propios ojos, siendo también tan poca cosa en cuanto a su físico, sin embargo, le había venido observando en la tienda, y difícilmente no estaba “con el hacha levantada” y dispuesto a plantarle cara hasta al mismo Satanás que, escapado de las llamas de los infiernos, allí se le hubiera presentado. Que era de un bonito pueblo, cercano a Badajoz, llamado Villar del Rey, donde entró en un lote de cinco, que le comprara a un pastor, que los capturara a finales de Julio, siendo aún como “totovías”, por aquellos pastizales, mientras pastoreaba, y que tuvo que terminar de criar en el corral de casa en una especie de gallinero de tela metálica.
Los tres tramos de escalera que separaban el cuarto piso, hogar de su hijo y adonde bajé a recogerlo, del quinto, mi piso, me los subí de dos zancadas, pues iba con mi pájaro de
perdiz más alegre y saltarín que un gitanillo con unas  alpargatas nuevas.
Llevaba clavado en las sienes, no obstante, aquello que me dijera el muy cortés caballero, Don Vicente Rastrojo, su amo, de que el pollo era "algo díscolo y como desagradecido y descastado", si no tanto aquello otro de su poca presencia física. Todo ello hizo que, en un conjunto, me hiciera sospechar del liliputiense jorobado, pero no pasó de ser como una especie de desdibujado garabato, que se me borró tan pronto me viniera a la cabeza, a su vez, aquello otro "del hacha levantada y de su valiente actitud ante el mismo Demonio que se le presentara escapado de las llamas del infierno”, además de que bien sabía yo que, si aquello de su nerviosismo y poca afabilidad, sin ser nunca cosa de mi agrado, jamás pudieron ser algo definitivo, para impedir que un pollo llegara a ser un gran campeón, al margen de aquello otro de las bellezas físicas, sabiendo además que, con recuencia, estas sólo son tapaderas más falsas que el mismo Judas, por encubrir, hipócrita y cínicamente, a los que, teniéndolas, sólo son despreciables maulas, por no decir aquello otro "de sepulcros blanqueados", que dijo Cristo en cierta ocasión, ante unos individuos, al carecer de lo que sólo puede estar en lo más profundo del corazón, como es el honor, la honradez, la generosidad, la laboriosidad, la responsabilidad y el cumplir siempre con el deber con el entusiasmo que mandan los santos cánones.

©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12

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