By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 8 de noviembre de 2017

El mundillo de la jaula 10

El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 10

Doceava parte.- 
Sacar los pájaros de los terreros, para recortarlos y para meterlos, de nuevo, en la jaula, siempre fue para mí algo así como un rito, como una sagrada liturgia, ya que siempre lo
hice casi con la unción y reverencia de una religiosa ceremonia.
Ese día que, por tradición, suele ser uno de los primeros días de Diciembre, es una fecha que anhelo de tal grado, que la espero como un santo advenimiento, pues al margen, de que me indica, jubilosamente, que el celo está próximo, me ofrece la muy grata ocasión de poder contemplar a mis reclamos, un año más, en sus jaulas sobre sus respectivos casilleros adosados en la pared, como de exposición, y así como poder observarlos, cómo, cada día, van encelándose al ritmo que les va marcando el paulatino enrojecimiento de sus picos, junto a la mayor asiduidad y vigorosidad de sus cantos, después de haber estado tanto tiempo aletargados y mudos en sus terreros.
Ese año, sin embargo, tenía mis recelos, pensando en que "el enano saltarín", no por enano, lógicamente, sino por saltarín, lo siguiera siendo una vez en la jaula. Preocupación esta mía que, basada en ese tan vituperable vicio - tan odiado por mí, por otra parte - lo estaba, a su vez, en las horrorosas consecuencias que le acarreaba de estar, permanentemente, descalabrado, y que se me hacían aún más preocupantes, pensando en las que le podían acarrear, con la patética posibilidad de poder quedar fulminado en uno de sus saltos, que no sería el primero, que así se suicidara, ya que han sido muchos los alocados desaprensivos que han tenido que ir "a comer malvas (que no berros) al tétrico huerto de los callaos", a consecuencias de tal desaguisado.
Alguien me aconsejó que lo metiera en "una jaula de castigo", que por ser bastante más pequeña, que las normales, daba muy pocas opciones a tan nerviosos y díscolos pájaros, para moverse y, aún menos, para saltarse, ya que la cúpula de las tales jaulas la tienen, prácticamente, pegada a la cabeza.
-¿Y adónde encuentro yo esa jaula para este pájaro, en concreto...?.- Le repliqué.- Tendría que ser la de un grillo, pues es tan pequeño que, más que un pájaro de perdiz, parece una cotolía. Si por añadidura, está recién recortado o tonsurado, pues entonces, ya sin sus plumas más largas, como son las remeras y las timoneras, más que una vulgar totovía, lo que debe parecer es una pelotita de "ping-pong", revestida de plumón y con una postiza cabeza de perdiz.
-Pues entonces.- Me insistió.- adapta una esponja a la cúpula de cualquier jaula, para que, cuando se bote, le amortigüe el golpe y, por lo menos, no se pueda herir. En estos casos, además.- Me explicó.- suele suceder que estos tan sádicos pájaros, cuando ven que no sienten el menor dolor, al chocar con tan mullida y suave cúpula, sino que, por el contrario, lo que perciben es como una grata sensación de suave caricia, suelen desistir de tan inexplicables e inconcebibles sadismos.
Me lo pensé, y opté por lo segundo, ya que me pareció una medida bastante más humana, además de infinitamente más pedagógica y razonable.
¿Qué es lo que sucedió, no obstante...? Que, inesperadamente, aparecieron los imponderables, que, en este particular mundillo del pájaro, no parece sino que están al acecho siempre y por doquier. Pues que, al día siguiente de meterlo, en tan amañada jaula, cuando acudí a reponerle el comedero y a cambiarle al agua, pude ver, con gran estupor, que había pedazos de esponja, más o menos menudos, hasta en el más impensable y perdido rincón de la terraza. El muy sádico del "pequeño saltamontes" se había entretenido en picotear, con tal saña y aún mayor contundencia, aquella tan mullida cúpula, que yo le colocara a su jaula con tanto mimo, que ni la bomba atómica que le hubiera caído encima.
Cuando le conté a mi sabio asesor el sorprendente incidente, se me quedó haciendo cruces. Cuando reaccionó, apenas si me pudo decir que, además de lo “chiquitajo” y menudo que era, - según yo le tenía dicho -vaya una mala leche que debía tener el muy pendón del enano.
Yo, por el contrario, me tomé la cosa a broma y así, más fresco que una lechuga y en tono jocoso, no se me ocurrió decirle otra cosa, sino que, efectivamente, el muy bribón del pájaro debía ser algo parecido a aquel tan legendario Pancho Villa del famoso corrido mejicano. Aquello de "chiquito pero matón".
  
Treceava parte.-
Los cazadores, en general, desde sólo Dios sabe qué tiempo, venimos cargando con "El San Benito" de que somos los más mentirosos del mundo. Puede que, si no en todos, en algunos casos sea verdad, porque cuando el río suena…….Pero es que, en este nuestro mundillo de la escopeta, a veces, se presentan casos que, aunque más reales y verdaderos que el sol que nos alumbra, difícilmente se los puede tragar ni un hipopótamo. Y es que superan a la realidad. A uno de estos tan anómalos y enigmáticos casos, precisamente, es al que quiero venir ahora, y que, obviamente, hace referencia - ¿cómo no? - a nuestro biografiado.
Verán ustedes: El Chepa, a pesar de aquel pundonor, generosidad y excelentes maneras que demostrara tener en los puestos que se le dieran de principiante, seguía teniendo, no
obstante y ya de camino al segundo celo, la mollera más dura que un pedernal en eso de su mala educación, falta de respeto y feo comportamiento de saltarse en la jaula y “alambrear” ante cualquier visitante, aún siendo el tal visitante su tan cariñoso amo y señor. Pero héteme aquí que, un día, viendo que el tan bonancible solito de los primeros días del Otoño no llegaba a los casilleros, allá colgados en las paredes de la terraza, decidí descolgar las jaulas de ellos y ponerlas en el suelo, donde el tan templado y acogedor sol otoñal de Andalucía daba de lleno, y ante el que - dicho sea de paso – en tanto que El Tarta y El Dulcineo se ahuecaron como una piña, tan pronto sintieron en sus plumas la grata templanza del astro rey, el muy cabezota del Chepa por pocas si se queda en el sitio en uno de sus saltos, tal vez, porque, al verse, de pronto, junto a los pies de su amo allá en el suelo, se le agigantara mi figura de tal guisa, que le pareciera la del más monstruoso de los míticos y peligrosos gigantes.
Procurando evitarle que siguiera dando tan peligrosos saltos, escapé de allí como un cohete, teniéndome que buscar una especie de escondite, para poder seguir observando a todos mis Reclamos, que no sólo al díscolo Chepa, viéndolos gozar, a su vez, tomando tan plácidos baños de sol. En ello estaba, cuando mi primorosa hija Pepita Adoración - todo un ángel de Dios con sus cuatro añitos - se coló como de “rondona” y sin que yo me apercibiera de ello, metiéndose en el mismo cogollo de aquella reunión de los que tomaban el sol tan felizmente, y cuál no sería mi sorpresa, cuando veo que, de repente, el muy insociable Chepa, embolado y todo galante, se empezó a pavonar, con dulces “cuchicheos”, cariñosamente engarzados en el pico, ante la angelical visitante, a guisa del que desde el pulpitillo, está “recibiendo” a la campesina, que termina de entrarle en la plaza.
Se me pusieron los pelos de punta. No me lo quería creer.
¿Cómo podía ser cierto aquello que yo estaba viendo...? 
¿No sería una extraña visión de la enfermiza imaginación de un visionario...? ¡Imposible que aquello pudiera ser verdad! ¿El incorregible Chepa pavoneándose, tan galante y delicadamente, ante una tan improvisada visitante que, para “mayor INRI”, en vez de presentarle la cara, le presentaba los pies, por lo que, más o menos, como yo, sólo unos instantes antes, le debería parecer un descomunal y monstruoso gigante.....?
Bien sabía yo, sin embargo, que esta dulce y angelical hija mía, desde que fuera concebida en las entrañas de su santa madre, parecía espejear una gracia especial ante los animales de compañía, pero lo que yo no llegaba a comprender era cómo estos podían llegar a sentirse así, sin más, y aún menos, por un tan huraño perdigón. ¿No sería aquello sólo una misteriosa casualidad...? 
¿Y por qué no el insondable capricho de un perdigón tan caprichoso y de tan extrañas y, a veces, hasta tan inconcebibles reacciones....?
Sin saber qué pensar, ni qué hacer, llamé a la niña a mi lado y, siguiendo allá en mi escondite, volví a mandarla hacia los pájaros, y el enigmático Chepa que, había comenzado a “alambrear”, como con desesperación, cuando se le retiraba la que, al parecer, tan dulce visitante le había sido, al ver cómo se le acercaba de nuevo, volvió a recibirla “enmoñado” y titeando con inefable dulzura y mimo.
Fue entonces, cuando cerciorado definitivamente de la patente realidad de tan inesperado y sorprendente hecho, acudí a mi adorable hijita y, olvidándome por completo del pájaro, la estreché emocionado entre mis brazos y, apretándole mis labios en la frente, le di un beso tan sentido como “restallón”.
-¡Hija de mis entrañas.- Suspiré.- qué gracia no te habrá dado Dios, que hasta el endemoniado del Chepa, se ha rendido, con impresionante y delicada ternura a tus pies!
Y ella se limitó a sonreírme con la angelical dulzura de un querubín, intuyendo en mis palabras, que no comprendiendo, el más dulce y primoroso de los piropos de un padre, en tanto que el pigmeo, aún estando yo presente, allá seguía con su cautivador pavoneo.
Terminaba de descubrir el antídoto del veneno que parecía tener El Chepa, en especial, con los humanos. ¡Cuántos botes y “alambreos” le evitaría en adelante, con mi angelical Pepita
Adoración, pues cuando tenía que visitarlo, bien por el simple placer de estar un ratito junto a él, bien para reponerle la comida o el agua, o bien, incluso, para ponerle o quitarle la sayuela durante el celo, allí tenía a mi lado a mi providencial secretaria que, mientras fue pequeña, tenía que llevar de la mano o en brazos, y que, conforme fue creciendo y haciéndose mayor, cediéndole todos mis poderes, para que me sustituyera en todo cuanto podía sustituirme en los cuidados que había que prodigarle al Chepa.
A pesar de todo, he de confesar que, como la mágica hada no podía estar siempre al desquite, como, por ejemplo, cuando iba a darle el puesto, por lo que todos y cada uno de los celos, el tozudo del Chepa terminaba con la cabeza descalabrada y hecha, por ende, la de un “ecce homo”, pues tanto, al descapillarlo, para empezar “el puesto”, como al acudir a encapillarlo, cuando lo terminaba, el muy tozudo y caprichoso Chepa daba la sensación que necesariamente tenía que saltarse, ya que de lo contrario exploraría como un ciquitraque.

©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12

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