By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 14 de marzo de 2018

El mundillo de la jaula 19



El Chepa

Un Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 19


Ariculo 23

Transcurría el último día del periodo hábil de la caza de la perdiz con reclamo, por lo que "el enano saltarín" terminaba de cumplir - quiero recordar - el octavo o noveno celo. No obstante y a pesar de su ya avanzada edad, aún seguía manteniendo la arrogancia, la gallardía y la generosidad que demostrara haber tenido siempre, aunque también debemos decir, para ser sincero al completo, que seguía siendo, asimismo, tan saltarín como siempre y, obviamente, tan enano.
Ese día, un incidente que, no por repetido con cierta frecuencia con los predican desde el pulpitillo, dejara de cogernos en ropas menores, hizo que El Chepa terminara con la cabeza, no ya como la de un Santo Cristo, coronado de espinas, - que era además como solía terminar cada celo - sino como la de cualquier lapidado, que muriera con la cabeza machacada a peñascazos.
Había sido invitado, ese día, como fin de fiestas de ese celo, a cazar el pájaro a “Antondía”, por mi estimadísimo amigo José Antonio Campoamor en su compañía, tan grata siempre para mí, porque es que Campoamor además de ser todo un caballero, con gigantes mayúsculas, y la más buena y mejor persona del mundo entero, siempre supo ser, como nadie, un fiel y buen amigo de sus amigos.
Copropietario de la preciosa finca de Antondía, junto a dos de los hermanos Martínez Legaz, Alfonso y Antonio, conocidos en Lora del Río, donde vivían, con el apelativo de
"Los Murcianos", no pasaba ni un solo celo que no me obligara prácticamente, que no ya sólo eso de invitarme, a acudir a cazar el pájaro en su compañía, aunque sólo fuera un día.
Se encuentra ubicado este coto en las primeras estribaciones de la bellísima Sierra Norte de Sevilla, allá por la carretera que conduce al muy montaraz como bello paraje, en el que está ubicada La Ermita de la Patrona de Lora del Río, La Santísima Virgen de Setefillas. Cierto que Antondía, en sus arranques, a corta distancia del legendario Guadalquivir, tiene una afable y extensa entrada, que llanea ondulante en suaves lomas, y que había sido roturada, haciendo de ella un verdadero jardín, con cientos y cientos de
melocotoneros tempranos que, por cierto, en la época del pájaro, al estar en flor, hacía de él un idílico paraje del paraíso. A partir de ahí, y conforme se va adentrando en dirección a la fincas colindantes de La Minilla y Las Francas, las estribaciones se van haciendo más y más bravías y abruptas, así como más y más enmarañadas de impenetrables por el promiscuo matorral en total libertinaje, entre el que, en más o menos cantidad, sobresalían impresionantes y centenarias encinas, así como la verde y vivificante llamarada de gigantescos y briosos pinos piñoneros.
El día, ya en las últimas boqueadas del Otoño, prácticamente era un luminoso y templado día de la envidiable Primavera de Andalucía, por lo que las panorámicas, que a la vista se ofrecían, ante aquellas lontananzas inalcanzables, eran las de un bucolismo tan impresionante como de agreste primitivismo.
Iba junto a mi anfitrión y excelente amigo José Antonio Campoamor en su "todoterreno" en busca del puesto, que no cabía de felicidad en el coche. Felicidad esta que se me agigantaba, haciéndoseme aún más esperanzadora, a su vez, cuando veía a tramos, más o menos largos, alguna que otra collera de perdices, apegadas a las cunetas del carril, y que al paso del coche, ni siquiera se volaban, sino que, un tanto huidizas, eso sí, repentizaban una carrerilla, hasta alcanzar una prudencial distancia, para continuar en su apacible campeo.
-Están muy acostumbradas a ver “carrilear” los coches por aquí.- Me comentó Campoamor, cuando le dije que, siendo por lo común tan bravías y espantadizas las perdices de sierra, las de aquellas sierras, sin embargo, me parecían demasiado mansas.
En eso estábamos, cuando mi anfitrión paró el coche y, señalándome, a través del parabrisas, dos impresionantes pinos bastante cercanos, me dijo que buscara por aquellos entornos el sitio que me pareciera más apropiado, porque el lugar, además de ser muy querencioso para las perdices, estaba prácticamente virgen, ya que sólo se había dado un puesto en él y allá a principio de celo.
-¡Vale!.- Asentí, echándome fuera del coche sin pensármelo.
Me quedé mirando el paraje, y me pareció, en efecto, la mar de atractivo.
-Un lugar, ciertamente, tan bravío como encantador.-
Añadí, dispuesto a recoger el pájaro y los bártulos del coche.
-Yo voy a seguir ahí un poco más adelante.- Me dijo mi anfitrión.- Me pasaré a recogerte a esto de las doce o doce y media.-
Nos deseamos - ¿cómo no? - mutua suerte, y hacia los pinos me dirigí, atrochando por una pequeña y selvática ladera de jaras.
Como en la cimbra entre las jorobas de un camello, había una afable y elevada plazoleta, que clareaba entre anárquicas y desperdigadas matas de jaguarzo, sirviendo como de unión a las dos redondeadas colinas de escasa entidad, cuyas laderas eran una prieta jungla de libertino matorral de monte bajo, entre el que se elevaba, con impresionante señorío, algún que otro pino de lujurioso verdor.
Una vez dentro del tollo, me sentí tan feliz como, según se dice, deben sentirse los que van al Cielo, pues todas las circunstancias parecían haberse puesto de acuerdo para contribuir a ello. Aquel inmaculado azul de un cielo que daba la sensación de estar regalando luz a manos llenas. Aquel inmenso remanso de quietud, paz y silencio que reinaba por doquier. Aquellos minúsculos pajarillos forestales jugueteando, caprichosos y candorosos, entre la primitiva maraña de tan libertina maleza. Aquel misterioso e idílico rumor de lontananzas infinitas que, por imperceptible, más que oír con los oídos del cuerpo, había que intuir con los del alma. Todo hacía que, siendo, ante todo y sobre todo, un apasionado amante de la Naturaleza más indómita, me sintiera como un emperador en su trono.
En mi místico éxtasis me encontraba, al tiempo que mi corazón palpitaba al ritmo que le marcaban los encantadores cantos de mi Chepa, cuando veo que, de repente, “un águila perdicera”, con las pérfidas intenciones del mismo Satanás que escapara de los infiernos, caía en un picado de vértigo sobre la jaula del trovador, quedando con las garras aferradas a los alambres de su cúpula y arropándola con sus diabólicas alas, al tiempo que intentaba arrancarla de allí, para llevársela por los aires, Dios sabría donde, anhelando el sabrosísimo bocado que tal ave debía tener.
Con las angustiosas premuras que el caso requería, salté del tollo, acudiendo desesperadamente para espantar de allí a tan temible y feroz rapaz, pero tan encelada estaba sobre su presa, que aguantó temerariamente hasta que sintió mi mano sobre sus plumas. Dando desatentados y alocados aletazos por el suelo en su precipitada huida, por fin, pudo arrancar vuelo, perdiéndose por aquellos transparentes e infinitos horizontes como alma que lleva el demonio.
Fue cosa de unos instantes tan solo, pero los suficientes para que el pobre del Chepa, aterrorizado, diera tan espantosos saltos, que cuando fui a ponerle la sayuela, allá estaba jadeante y abatido sobre la esterilla y sangrándole la cabeza como si se la hubieran lapidado impíamente. Y es que ya llovía sobre mojado. A lo de la cabeza me refiero.
De momento, mi huraño y díscolo, pero entrañable Chepa salvó el pellejo, pero a buen seguro.- Pensé.- que, a partir de tan macabro incidente, el que tan poco dado fue siempre a recibir visitas, no las querría ver, en adelante, ni a mil kilómetros a la redonda. La cosa, en adelante, para él.- Llegué a sospechar.- eso de llegar a ver algún bulto sospechoso, bien en tierra o en el cielo, ya sería mucho más que eso de mentar la cuerda en la casa del ahorcado.
Un incidente este, ciertamente, desafortunado, en un día que tan felices me las prometía, y que, a su vez, puso el punto final a aquella tan vibrante temporada de la caza de la perdiz con reclamo, ya que no quedé con ánimos como para salir por la tarde con “El Granaino”. Claro que, por otra parte, el ágape que me organizaron en el cortijo Los Murcianos y Campoamor, cuando a esto del mediodía, todos los pajareros fuimos confluyendo a él desde nuestros respectivos “puestos”, nos dejó a todos, más que para salir al campo, para amodorrarse en un sillón, a cabecear a aquel vinillo “pailón” (del pueblo extremeño de Ahillones) que, junto al cordero y demás exquisiteces, nos dejaron "espatarrangaos", que dicen los castizos hijos de Andalucía.

©José Fernando Titos Alfaro

Nº Expediente: SE-1091 -12

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