By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 28 de marzo de 2018

El mundillo de la jaula 20


El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 18

Capitulo 24

Pensaba que mi Chepa, después del largo periodo de inactividad que le esperaba hasta la llegada del nuevo celo – la mayor parte de él en el terrero, con todo un “despelecho” por medio - le sería más que suficiente para que olvidara el terrorífico susto que se pillara en Antondía. Pero no fue así.
El Chepa, por lo visto, era tremendamente rencoroso y visceral para todo, por lo que no era de los que olvidaban fácilmente. Hasta esa su fea e indeleble costumbre de mostrarse tan agrio y repelente ante la simple presencia, en especial, de alguna persona - creo que ya lo he dejado más que repetido por ahí - siempre sospeché que tenía sus raíces en algo que le debiera suceder, siendo aún un candoroso infante allá en su pueblo de Villar del Rey, bien cuando campeaba libre por aquellos campos o bien con el pastor que lo capturara o alguna otra persona, y que él creyera un furibundo ataque a guisa del que “el águila perdiguera” le propinara en el coto de mi buen amigo José Antonio Campoamor.
Pues bien, decía que El Chepa era de los que no olvidan, porque, en efecto, el primer puesto que le diera en el celo siguiente, lo dejó demostrado de forma tan patente como inapelable.
El Chepa, anteriormente a lo del águila de Antondía, cierto que muy en faena tenía que estar metido, para no mostrarse un tanto desapacible y molesto, si es que tenía ante la vista,  más o menos cercano al pulpitillo, sencilla y simplemente, algún inocente y juguetón "caramono" o alguna nómada "zíngara", que pasara por allí de camino en su andariego nomadismo, y para qué decir que si de lo que se trataba era de un zorro, "un meloncillo" o cualquier otro individuo de esos que andan libres por esos montes y que de tan dudosa catadura son, pero es que a partir del incidente de la rapaz, si es que no ante los minúsculos pajarines forestales que, en su alegre jugueteo llegaban a posarse, como tantas y tantas veces lo hicieron en su ya larga andadura de reclamo, en las ramitas que camuflaban la jaula en el pulpitillo, si es que no en la misma jaula, sí que se debió agigantar, hasta extremos insospechados, aquella su endémica desconfianza, por no de decir que su actitud era la de un vergonzosamente cagón, ante pájaros de cierta entidad corporal, como podrían ser los rabilargos, los zorzales o las aves frías, ante las que, anteriormente, aunque nunca fueron de su total agrado, pero nunca pasó la cosa de algún que otro guiño, como diciendo que cuanto más lejos mejor, pero que si había que tragar, pues adelante con los faroles, pero ya ni eso.
Quisiera concretarme, sin embargo, en uno de los puestos de aquellos primeros días de aquel celo, en el que, después de ver, en los pocos puestos dados, su nueva actitud ante cualquier visitante en el campo, pudiera cerciorarme de una vez por todas, si se había olvidado o no de aquel terrible incidente en “Antondía”, y así procuré buscar un lugar que, por ser totalmente diferente a aquel de la feroz águila, no le pudiera ayudar a recordarlo en nada, y así me fui en busca de unas barbecheras que, por desnudas y despejadas, tenían todo el cielo y la tierra por delante, por lo que, además, - dicho sea de paso - me las vi y me las deseé, para buscar un lugar apropiado en el que poder hacer el tollo, ya que por allí no había, no ya un rodal de maleza, más o menos denso, sino que
ni un maldito arbusto, tras el que poder medio camuflarme.
Por fin, pude encontrar un lindazo con crecidos y pujantes jaramagos y algún que otro cardo borriquero entre ellos, y allí me las apañé como Dios me dio a entender. No me importó, no obstante, porque lo importante y lo que yo pretendía era que aquel paraje, tanto en su configuración como en sus entornos, no tuviera absolutamente nada que ver
con aquel otro lugar de las primeras y bellísimas estribaciones de la Sierra Norte de Sevilla, allá por donde la Santísima Patrona de Lora del Río, La Virgen de Setefilla, tiene su Santuario, y que, por bravío y montaraz, también lo tienen – con perdón - las más indómitas rapaces. Y así, nada, absolutamente nada, podía haber allí que le pudiera traer a la memoria, ni remotamente, aquel inoportuno y temible ataque de aquella fiera alada, si es que no era su recalcitrante y visceral pavor.
En esta ocasión, además, ni conejos, ni liebres, ni tampoco rabilargos o avefrías, y, por descontado, ni zorros, ni otras sospechosas alimañas, sino que fueron dos urracas las que fueron a posarse por aquellos barbechos, que aún no encontrándose demasiado cercanas al pulpitillo, necesariamente tenían que hacerse visibles al que en él predicaba, por tratarse de un lugar tan desnudo y abierto. Y he aquí entonces a nuestro rencoroso Chepa, por no reiterarme en calificarlo de cagón, que, aterrorizado, se pegó a la esterilla como una lapa y como intentando esconderse en los mismos centros de la tierra. En esos instantes, mis dudas quedaron totalmente despejadas. El Chepa aún tenía grabado en lo más profundo de su alma, a aquella feroz águila que si no es por los alambres de la jaula, se lo zampa de dos bocados.
Las inoportunas y circunstanciales visitantes, sin embargo, no se hicieron pesadas en demasía, pues no tardaron en marcharse de allí en la misma forma y manera en que habían llegado. Sin moros en la costa, el atemorizado reclamo se fue incorporando como a cámara lenta, y de nuevo comenzó a marchar como "un longines". Y es que este Chepa, a pesar de los pesares, tenía mucha casta como para quedar en ridículo, se dieran las circunstancias que se dieran. El Chepa, a pesar de los pesares, era mucho Chepa.
Le tiré tres, dos machos y una hembra, que muy bien podrían haber sido cinco, si es que no me voy un tanto de ligero, dándomelas de listillo. Y es que esto de la caza del reclamo es algo tan tenso y vibrante como frágil y delicado, ya que, al menor error, te puedes quedar “a la luna de Valencia”.

Capitulo 25
He vivido insólitos casos en mis muchos años de pajarero, pero, tal vez, el más sorprendente de todos sea el que me sucediera - por supuesto que con El Chepa en el pulpitillo, y ya en los últimos años de su larga vida - en El Barranco de las Zorreras.
Era este barranco como una horripilante y descarnada cicatriz que, como suturada por un pésimo cirujano, bajaba de la cima de una de las cimbras que un cumbrero cerro tenía en su cresta, y que, en tanto que, en su nacimiento, se encañonaba a modo de desfiladero entre paredes, más o menos verticales, si bien es cierto que no demasiado profundas, conforme iba descendiendo, por el contrario, se iba ensanchando y perdiendo profundidad, aflorando en algunos tramos, ya cercanos a su desembocadura, algún que otro islote con descomunales y anárquicos “peñascotes” en su interior, a cuya providencia parecían crecer inexpugnables zarzales en promiscua convivencia con pujantes adelfas y madroñeras.
Fue en uno de estos islotes, precisamente, donde yo ubicara el tollo aquella tarde, buscando resguardarme del gélido norteño del atardecer, que si bien, por su escasa fuerza, apenas si se dejaba notar en la copa de los arbustos, no así por su malas “jindamas”, ya que se solía colar hasta la misma médula de los huesos.
Conforme fue avanzando la tarde, el frío se fue intensificando, y como yo mismo había hecho, las perdices también se fueron resguardando, amojonándose en el primer recodo que se les ofrecía, si es que no tras algún tomillo o piedra, olvidándose de campear y aún más de buscar “jarana” con el que no dejaba de retarles desde el pulpitillo.
El Chepa insistía e insistía con sus reclamos e, incluso, “picheándose” de vez en vez, con la idea de “despertar el campo de aquel su silencio y apatía”, pero por allí no había cristiano que diera señales de vida.
Empecé a aburrirme solemnemente, y tuve que entretenerme, por no ponerme a cabecear mi modorra, mirando y observando los conejos que, desde el primer momento, no dejaban de “gazapera” por los entornos del pulpitillo, totalmente felices e inocentes de todo. La mayoría de ellos eran gazapillos de pocos días, si es que no recién salidos de la gazapera, por lo que más que conejos, parecían orejudas ratas de grácil rabillo respingón y hociquillo chatungo, que jugueteaban con la ternura, inocencia y encanto, que toda criaturilla suele espejear en la primorosa estampa de su más tierna infancia.
El Chepa, por su parte, a pesar de sus muchos años y ya como de vuelta de todo, sólo toleró a regañadientes la presencia de tan inocentes criaturas, llegando, incluso, si es que veía que se entrometían demasiado en su terreno, a “rinrearles”, mirándolos como de soslayo y un tanto molesto.
En aquel mi grato entretenimiento me encontraba, cuando vi, que el trovador se abría, de repente, como una piña, comenzando a “titear” suave y delicadamente, picoteando la
esterilla. Señal inequívoca de que, aunque allí no había habido advertencia previa, debía haber visto no muy lejano a algún visitante.
Rápidamente, me puse a otear a través de la tronera, y, en efecto, pude ver como una pajarilla avanzaba en busca del galán, que, por su sensual caminar y femenino coqueteo debía estar, más que como un higo maduro, con la gotita de miel en el culo, como ya he dejado escrito por ahí que solía decir el muy tarambanas de Pepiyo “El Caenas”, diré ahora – por cambiar - lo que decía el desvergonzado de Manolo "El Calandria", que era eso mismo, pero tergiversando los términos, es decir, que debía estar con el higo maduro y con la gotita de miel en su pertinente sitio.
Parsimoniosa, sensual y rendida entró en la plaza “cuchicheando”, - cosa poco común en las hembras - en tanto que El Chepa la recibía como transpuesto en no sabría decir que éxtasis y como cerniéndose como en leves estertores de un soñado espasmo sexual.
¡Qué estampa tan indescriptible, Santo Dios! Tardío fue el lance, cierto que sí, pero, por sí solo, hubiera valido toda una temporada de fracasos y decepciones.
Aguanté el disparo cuanto pude y más, no sólo por seguir gozando de tan encantador y fascinante cuadro, sino también por no “rebañar” en el tiro algún que otro gazapillo que, en sus constantes e inquietos jugueteos, se interpusiera en el letal camino de la munición. Con la escopeta pegada a la cara, me tiré no sabría decir cuánto rato, gozando del cuadro y, a su vez, esperando el oportuno momento, hasta que, por fin, con el tacto y la prudencia que el caso requería, apreté el gatillo, y vi, un tanto sorprendido, como la perdiz, en vez de quedarse seca en el tiro, repentizaba una corta y zigzagueante carrerillla, quedando, de repente, como clueca que se echa sobre los huevos.
Dispuesto a rematarla con un segundo disparo, seguí apuntándola con la escopeta encarada, pero viendo que no se movía, desistí, pensando que estaba más muerta que un terrón.
El Chepa, después de su siempre tan elegante “mortuoria”, siguió trabajando con su proverbial entusiasmo, pero allí todo lo que había que hacer, ya estaba hecho, si es que no era seguir contemplando aquellos tan gráciles gazapillos, que si bien desaparecieron al disparo, como un puñado de moscas, pronto volvieron a aparecer por uno y otro lado. Como, por otra parte, el frío arreciaba, pues...¡manta y carretera!
Como siempre que daba por concluido un puesto, lo primero que hice también en este, ante todo y sobre todo, fue dirigirme a encapillar al enano saltarín con toda urgencia, para evitarle en lo posible sus crónicos botes, pues aunque ya bastante viejo, los seguía dando, si bien es cierto que, conforme se iba cargando de años, con menos fuerza y mayor torpeza.
Una vez encapillado, me dirigí a recoger la muerta, pero... ¡oh, sorpresa!, pues cuando me incliné para cogerla, la que parecía estar más muerta que una momia, arrancó veloz y raudo vuelo, y por allá se perdió, por aquellos cerros, como si tal cosa, en tanto que yo me quedaba mirándola con una cara de bobalicón que ni la del más bobalicón de los bobalicones. 

©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12

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