
El Chepa
Un
Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 19
Capitulo 26
Vuelvo a reiterarme diciendo que
si me pusiera a contar, aunque sólo fueran los más memorables puestos que este excepcional
reclamo me diera en los doce años que pasó junto a mí, guerreando por esos
campos de Dios, esto sería el cuento de nunca acabar, por lo que, después de
todo cuanto llevo narrado, debo ir pensando en que esta historia vaya siendo, más
que la del “cuento de nunca acabar”, aquella otra "del cuento del gallo
pelao, que nunca se acaba y ya se ha acabao".
Debo confesar, no obstante, que a
partir del décimo celo, El Chepa comenzó a poner de manifiesto, ya de forma totalmente
ostensible, el cansancio y los achaques, tan propios de la vejez, siendo el más
palpable el que, más que por devoción, solía cantar por estricta obligación,
pues aquellos sus reclamos de cañón, sus “cuchicheos y titeos”, ya no eran emitidos
con aquel apasionante y visceral entusiasmo con que él acostumbraba emitirlos,
sino los de un honrado obrero, que intentaba cumplir con su obligación, con la
dignidad y honradez que las fuerzas de su cansado corazón le permitían.
Por eso yo, viendo esto, apenas si
lo sacaba, y si lo hacía, era procurando que fuera en las mejores bonanzas
posibles que un puesto puede ofrecer en todos los sentidos, incluidas – pues no
faltaba más - las del buen tiempo también.
Fuerza y arrojo le podían faltar,
pero lo que sí seguía siendo era un insuperable artista y todo un consumado maestro,
por lo que, “puesto” que se le daba, “puesto” que podía dejar, se le tirara o
no, con la baba caída al más exigente de los pajareros. El tirarle - y más ya a
estas alturas - era lo de menos, aunque difícilmente podía escapar de aquel su
magistral tacto y perfecta estrategia, ni la más redomada y astuta perdiz que
“se le pudiera al aparato”.
En uno de estos últimos puesto de
su vida - lo recuerdo perfectamente, ¿cómo no? - su indiscutible talento
alcanzó tal altura, que aquello fue como el que hace malabares de mágica fantasía,
por lo que más que para contar, sería para ser vivido.
Fue en un puesto de luz. La
mañana, por luminosa y serena, era todo un delicioso encanto, en tanto que el
lugar, por idílico y bello, también debía ser como los que se sueñan en el
Edén.
Había levantado el tollo casi en
la base de un pequeño cabezo, aledaño a un soto de viejos álamos de sensual
verdor, - conocido por "La Alameda del Boticario" - a cuyos pies corría
un andarín arroyuelo. Perdidos en sus frondosas ramas, unos jilgueros
enamorados, intentaban fascinar con sus requiebros, tan idílicos y campestres
siempre, a la que debían estar soñando como la bellísima y tierna compañera de su
nido, al ritmo que, al parecer, les iban marcando los cantarines “gorgoteos”
del andarín y juguetón arroyuelo que por allí se deslizaba.
Había oído contestar una collera,
sin mucha convicción, (por cierto, que se encontraba en la ladera que, poco
mateada, se alzaba afablemente al otro lado del arroyo) pues bien, como digo
una collera le había contestado a los reclamos de salida que, por obligación,
había dejado escapar el honrado y viejo obrero de la jaula. El Chepa hizo un
esfuerzo e insistió, procurando infundir a sus nuevos reclamos una renovada y jubilosa
alegría. El campesino entonces - que no la hembra - alegró, asimismo, su
réplica. Fue el momento en el que comencé a soñar que el lance empezaba a
hervir, y con tal fervor, que el desenlace podría presentarse en cualquier momento.
No fue así, sin embargo, sino que, por el contrario, pude comprobar, sólo
breves instantes después, que aquellas campesinas, si es que llegaban a ofrecer
un lance, éste iba para largo. Y es que la collera, tanto por parte de él, como
por parte de ella, no dejaba de lanzar reclamos y más reclamos un tanto
desangelados al vacío, pero sin mover una pata.
Parecían que estaban amarrados al
tronco de uno de los arbustos que por allí se podían divisar. Tanto era así,
que si no hubiera sido por los reclamos de la hembra, hubiera pensado que
aquellos “reclamos, titeos y curicheos” del macho, bien podían ser los de un
reclamo que, como el mío, había sido entronizado por allí en su pulpitillo, por
un aficionado que hubiera llegado antes que yo, o, tal vez, después, sin apercibirse
de mi tan cercana posición.
El Chepa también debió entender
que allí había mucha tela que cortar, y que él, a sus años, ya no estaba para
muchas trotes y, aún menos, para inútiles pérdidas de tiempo, teniendo, además,
que dejarse en ellas tantos esfuerzos y tantos sudores, por lo que se propuso
aburrir al muy "cantaor" matrimonio, no permitiéndoles ni un reclamo
más, a base de una pertinaz y contumaz “regañina” a base "guteos” y más
“guteos”. Así que, tan pronto como intuía el menor intento de los campesinos en
sus reclamos, allí estaba El Chepa con sus enfadados y contundentes “guuuu” “guuuu”.
Jamás le vi, durante nuestra ya dilatada vida, tantas riñas en un puesto.
Fueron tantas y tantas, que un canto como el de la riña, que, por lo común,
suele ser emitido sólo circunstancial y esporádicamente, pasó a ser el
verdadero protagonista en lance de tan larga duración, en tanto que cantos tan
básicos y esenciales, como el titeo, el reclamo o el “cuchicheo”, quedaron
relegados a muy segundo lugar, y sólo emitidos en momentos absolutamente
imprescindibles.
Aquello, por increíble - como ya
he dejado dicho - no es para ser contado, sino para ser vivido, y es que, por
lo poco común y anómalo, parecía pertenecer a un mágico y enigmático mundo de
ensueño, difícilmente comprensible.
Con verdadero asombro pude
comprobar que, en aquel puesto, allá en "El Soto de la Alameda del
Boticario", durante más de una hora, que fue lo que tardó en llegar el
desenlace, no dos o tres riñas, más o menos oportunas y necesarias - como es lo
común - sino que aquello fue una continua riña, dando la sensación de ser como
una tozuda y asombrosa cabezonería de “regañinas y más regañinas y venga regañinas”.
La collera, viéndose cortada tan
insistentemente, tan pronto como intentaba entonar su cantata y que el dictador
reñidor no presentaba la menor fisura o desfallecimiento, no tuvo otra opción,
sino la de moverse de allí, viendo que se dormían de aburrimiento, ya que ni
contestar podían, aunque sólo fuera por un mínimo de dignidad. La hembra no,
pero el macho, que debía estar hasta "los mismísimos" de aquel intruso
inquisidor, se arrancó, por fin, a entrar en busca del implacable y autoritario
matón, hecho un energúmeno. Al disparo, la hembra, que se había quedado
taimadamente rezagada, se voló, y, a partir de entonces, como si se la hubiera
tragado la tierra. De ella jamás se supo.
Capitulo 27
En los últimos puestos que le
diera a mi entrañable e inolvidable Chepa, ya con la friolera de los doce celos
sobre las espaldas, ni a “gutear” o reñir se decidía a los “retrancones”
cantarines, para que, dejando de cantar, se dedicaran a avanzar, más o menos
presurosos hacia la plaza, y es que bien sabía él, después de tantas y tantas
batallas, que lo más común era que, a los postres y después de tantos esfuerzos,
el reñido mandara al reñidor a tomar viento a la farola de Málaga - lo del
puesto de La Alameda del Boticario fue una excepción – para, a renglón seguido,
escapar de allí para ciento y un días.
Se limitaba pues, a salir de
reclamo de cañón, eso siempre, y entonces se quedaba a la escucha atentamente,
y si intuía que el que le replicaba, estaba en buena predisposición de aceptar
la pelea, se esforzaba, aunque eso sí, un tanto a la trágala, en hacer lo que
hubiera que hacer, para fraguar el lance, haciendo lo indecible para que el
desenlace fuera lo más rápido posible, con la idea de ahorrarse trabajos y
esfuerzos que, a su edad, deberían pesarle como una losa.
Una vez llegado el desenlace,
fuere el que éste fuere, como sintiéndose liberado de una obligación y ya con
la conciencia tranquila de haber hecho los deberes, muy mollar tenía que ver un
nuevo lance, para emprenderlas de nuevo, preparando una nueva batalla, para no
tomar la resolución de echarse plácidamente sobre la esterilla y ponerse como a
sestear, tomando el templado solito ya a puertas de la Primavera.
Si, por el contrario, veía que el
que o la que le contestaba, lo hacía con desgana y sin ninguna convicción, le
decía "vaya usted con Dios “enhoramala", y se ponía a acicalarse las plumas
parsimoniosamente, si es que no a dormitar como un bendito, si bien -y siempre
por estricta obligación, si es que no por pasión o ganas – solía dejar escapar,
después de largas pausas, alguna que otra llamada, por si las moscas.
Si, de inmediato, no se le ponía
nadie “al aparato”, insistía moderadamente, y si la cosa seguía igual, la
función, de momento al menos, se daba por concluida.
Casi me veo en la obligación de
decir, aunque sólo sea como mera curiosidad, que sus endémicos saltitos,
especialmente, al ponerle o quitarle la sayuela, tanto en casa, como en el
campo, allí seguían en total vigencia, aunque, claro, en un anciano de tan
avanzada edad, por mínimos que estos fueren, era casi inevitable que, al menor
descuido, perdiera pie en ellos y cayera panza arriba, costándole, asimismo,
Dios y ayuda para volver a tomar su natural posición.
¡Pobre Chepa! ¿Cómo estarán a
estas horas sus huesos? Y no digo aquella otra tópica evocación de “dónde
estarán sus huesos”, porque, como ya informaré en su oportuno momento, sé
perfectamente en el lugar en que se encuentran! ¡Ay, aquel fantástico y bizarro
trovador, que sólo el verlo plantado con aquel señorío en el pulpitillo, ya era
una bendición de Dios...! ¿Dónde
aquel poderoso gigante, aún siendo un pigmeo, ofreciendo aquella estampa del
más aguerrido y valiente de los guerrilleros...? ¿Aquel irresistible embaucador,
atrayendo a su pies al cobarde “receloso”, con aquellas sus invitaciones, tan
amigables y delicadas, como farisaicas, ficticias y tan llenas de astucia,
dónde? ¿Dónde aquel apuesto galán, enamorando y cautivando tanto a solteras,
como a casadas o concubinas, con aquellos sus irresistibles requiebros y
galanterías...? ¿Aquel beligerante y engreído guerrero, “picheándose” en la
jaula con aquellos vibrantes gritos de guerra, intentado despertar a los soñolientos,
si es que no apáticos campesinos de su modorra, para que entraran cuanto antes,
en desigual batalla…..? ¿Aquel generoso luchador, que jamás se diera por
vencido, ni mostrara el menor de los desfallecimientos, dónde....? ¿Dónde, en
fin, aquel admirado y endiosado campeón, adorado y envidiado por propios y
extraños....?
©José Fernando Titos Alfaro
Nº
Expediente: SE-1091 -12
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