By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



viernes, 9 de julio de 2010

TIERRA DE OLIVOS

La verdad como el aceite, queda siempre por encima

He leído la noticia de un nuevo premio para el aceite virgen extra  "Sierra de Guadalcanal" de la Cooperativa Oliverera San Sabastián de Guadalcanal y he decidido rescatar de mis archivos un escrito como homenaje a los olivos de nuestra tierra, algunos de ellos centenarios y a los agricultores que generación tras generación han mantenido esos olivares que producen la maravillosa aceituna que una vez molida dan como fruto nuestro oro verde.

Cuando ya nada quede de nosotros, cuando nuestra memoria no sea más que una insignificante piedra sepultada entre los olvidos y nuestros sueños y quede apenas una invisible pátina de olvido, cuando de nuestras voces no subsista más que un eco remoto disperso entre la atmósfera de los siglos, seguirá ahí esta sólida tierra ocre de Guadalcanal dorada por la luz aún fresca de las sierras del Agua y del Viento.
Cuando nuestros afanes se desvanezcan y nuestras quimeras se deshilachen como una bandera rota por el viento y el olvido, cuando el teatro de lo absurdo oportunista de la política se diluya en el tiempo como la estela de un meteoro de vanidades, seguirán de pie los olivos que puntean las colinas y valles de Guadalcanal como centinelas silenciosos de nuestra vida y nuestra historia, quién sabe cuánto llevan ahí, plantados sobre el perfil ondulado de nuestras sierras, batidos por el aire, el sol y la lluvia, nos observan como largas hileras oscuras que cada atardecer dibujan sombras de plata en el paisaje cárdeno y violeta de los cerros, como un ejército incólume al desafío de la eternidad.
Estaban ahí antes de que la religión tuviese nombre, cuando los hombres eran tan sólo proyectos de una soledad desamparada que inventaba mitos para explicar el mundo, el olivo fue entonces la referencia de un origen y de una cultura, explicado como un regalo de Atenea, se convirtió en el árbol tótem y medicinal de dioses y de héroes, de olivo era la maza con que Hércules fecundaba el suelo del jardín de las Hespérides, de olivo era el aceite que prendía la lámpara de Ulises y de olivo la rama de la paloma del Génesis, cuyo pacto de refundación de la especie se renovó en una alianza de sangre cerrada en el huerto de Getsemaní mientras Judas se ahorcaba del tronco retorcido de un acebuche.
Hubo un tiempo en que el Mediterráneo era un gran lago entre vides y olivos, por el que navegaban los barcos que transportaban a Roma el aceite de la Bética, El oro verde de los Andaluces que aún no sabían que lo era, ellos, los romanos, molían la aceituna en almazaras desde la campiña del Guadalquivir a la Sierra Norte y hasta los confines de la Sierra de Cazorla y lo vertían en vasijas de arcilla horneadas a la vera del Genil y el Corbones para enviarlo a través del mar hasta la capital del imperio, esas ánforas conformaron la colina de Monte Testaccio, donde los arqueólogos han encontrado el origen de la agricultura de la Andalucía romana.
Toda esa historia escondida entre los pliegues del tiempo brota a mi mente sobre una tostada en el bar “La Puntilla” regada en la bondad primaria y elemental de un chorro de aceite de nuestra tierra, un rito que se actualiza en mi mente como una transustanciación profana de la herencia recibida de mis abuelos.
Nosotros nos iremos, pero ellos los olivos, esos que al cabo del tiempo, del todo permanecerán más allá de la desmemoria y del abandono sobrevivirán al leve cimbreo de las hojas, acaso el eco lejano de una esquila o el ladrido de un perro en el horizonte sobre el que alguna vez nos creímos capaces de ser eternos.

Rafael Candelario Repisa

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