By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 7 de julio de 2012

Recordando


Ni una perra gorda
 
Dedicado a mi fraternal amigo Rafael Torrado Agujón, con todo mí afecto.
Este relato no tiene nada que ver con la novela, ni siquiera con la literatura; es un hecho rigurosamente histórico, contado a su manera por el protagonista.
Iba tocando a su fin el mes de septiembre de 1937 y nada dejaba presagiar lo que al final sería la más grande catástrofe vivida por el autor de estas líneas.
Era, exactamente, el día 24, que amaneció bajo una tranquilidad absoluta, pero apenas el sol apuntó por el Oriente y pareciendo que sólo esperaban este momento, se desencadenó un ruido infernal, preludio de grandes acontecimientos Aviación de un lado, los otros cañones y morteros componían una trilogía como para enloquecer. Hacia las once de la mañana y como por arte de magia, todo quedó en el silencio más absoluto. Miedo infundía esta tranquilidad; sin embargo, nada pasó de inmediato hasta ya pasada la noche, que hubo una escaramuza sin importancia. El día 25 transcurrió con toda normalidad, pero al día siguiente, a las cuatro de la mañana, desencadenaron una ofensiva tan terrible, que parecía como si el cielo fuera a hundirse. Artillería, aviación y morteros no cesaron durante todo el día: Allí estaban los queridos amigos Ramón Torres Aguilar y Carlos Baeza, éste tocado desde las primeras horas de la mañana, aunque levemente. Baeza estaba en una avanzadilla que dominaba la margen derecha del río Tajo, ¿te acuerdas, Ramón? Nada hay tan angustioso como el silencio que se opera después de un combate; este silencio lo aprovechó Carlos para tratar de saber la razón.
Con muchas precauciones y arrastrándose como pudo, llegó hasta la «trincherita». Petrificado se quedó al ver a un grupo de moros parapetados en la esquina norte del Palacio de las Islas, a unos cuarenta metros de la trinchera principal. No perdió su sangre fría; sin embargo, la situación era difícil. Con mucha suerte y algo de habilidad, consiguió alejarse, metido y cubierto por el bosque que cubren los Montes de Toledo. Así llegó hasta unos dos metros de la trinchera, pero había que descubrirse para llegar a ella, y eso era lo difícil, pues se sabía vigilado.
Descansó. Reunió todas sus fuerzas, saltó como un felino cuando se ve acosado y en el aire lo cazaron. Una maldita bala explosiva la atravesó la pierna izquierda. Anduvo cuanto pudo; salió de la trinchera, rodó por la ladera, volvió a andar hasta la extenuación. No sentía dolor y sí cansancio. Tendido boca arriba, veía cómo los soles jugaban a. escondite entre los árboles, ajenos a su tragedia. Poco a poco cerró los ojos y entonces vio cómo unos farolea se encendían y se apagaban lucecitas a lo lejos que cada vez se hacían más pequeñas.
¿Cuánto tiempo estuvo así? No lo sabe.
Lo que sí sabe es que abrió o le obligaron a abrir los ojos y se encontró con el querido amigo Ramón Torres, que, como Ángel Salvador, y cargado de fusiles, estaba por aquellas laderas en unión de dos sus soldados, un poco perdido. Nunca alegría ninguna fue, quizás, tan intensa y tan reparadora.
Entre los tres lo cogieron, y, enlazando su tabardo, lo llevaron hasta una noria, distante de allí ¿cinco metros?, ¿cien metros? No lo sabe. Lo cierto es que sacaron agua, se la arrojaron a la cara y ello fue un remedio instantáneo.
Si en aquella época hubiera existido Diógenes y hubiera sabido que en el mundo existía un país que se llama ESPAÑA, hubiera venido aquí a buscar los hombres que necesitaba. Y no hubiera tenido que andar por las calles de Atenas a las doce del día con un farol encendido buscando lo que no encontró.
Lo recogieron en un carro y lo llevaron a Burguillos, distante dos kilómetros de la noria, en donde le aplicaron inyecciones antitetánicas y antigangrenosas.
Cuando se despertó, estaba en la estación de Mora de Toledo en viaje a Alcázar de San Juan, en cuyo hospital estuvo varios días; de allí a Quintanar de la Orden. Cuatro meses después a Bétera (Valencia), en donde se incorporó .a una nueva unidad militar, y de este lugar a Tarrasa.
En el verano de 1938 fue condecorado y sus amigos le ofrecieron un aperitivo.
Sorprendido —no lo esperaba— y emocionado, dio las gracias como pudo, y dijo: «Si alguien hay que merezca esta distinción, es mi amigo Ramón Torres Aguilar, que siendo casi un niño, se portó como todo un hombre». Alguien tomó nota y le prometió que lo seria.
Pasó mucho tiempo, anduvo dando bandazos por la vida: campos de concentración en Francia y otros lugares, en donde puso de moda una canción que, entre otras cosas, decía:
«España, qué lejos estás.
Yo te llevo en mi memoria,
no volveré a verte más;
Pero yo he escrito un renglón,
con sangra en tu historia,
luchando por tu libertad».
Hay quien dice que el andaluz es el español que más malamente soporta el exilio, y yo creo que es verdad, por dos razones: Los que por cuestiones excepcionales tuvieron que abandonar la Patria, llevaban una vida de inseguridad que les hacían añorar el bien perdido y, por esta razón, no eran nada más que trasplantados, los otros, los que por cuestiones económicas tuvieron que dejar sus hogares pensaban y siguen pensando, que si las mismas condiciones se dieran en su país, regresarían de inmediato.
Cuarenta años después, Carlos volvió a su Patria. La primera visita que recibió fue la de su amigo Ramón Torres. Se fundieron en un abrazo interminable, hablaron de muchas cosas, se contaron sus viras mutuamente Y llegaron a la cuestión de las condecoraciones. En efecto, el amigo Torres obtuvo la suya, por la cual cobraba una pequeña cantidad. El pobre Baeza nunca cobró ni una perra gorda…
Cándido Valdés
Revista de Feria 1981

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