By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 19 de diciembre de 2012

Cádiz 1812 "Viva La Pepa"


Aquí yace media España, murió de la otra media

Quisiera estar en Madrid ahora, escribió la escritora inglesa Mary Godwin.
La esposa de Shelley, el gran poeta del romanticismo inglés, se refería al cambio producido en España después de que el rey Fernando VII se viera forzado a restablecer la Constitución de Cádiz. Era 1820 y el pronunciamiento militar de Riego había iniciado la efímera monarquía constitucional que hizo de España el gran enclave revolucionario de la Europa continental, dominada entonces por el orden absolutista salido de la cabeza de Metternich. Fue en estas fechas, precisamente, cuando la palabra liberal, que había adquirido su acepción política en Cádiz, durante las Cortes de 1810-1812, se extendió por todo el mundo. Y fue también entonces cuando la Constitución de 1812 se tradujo a las lenguas más importantes de Europa. Adoptado por los liberales de Nápoles y de Piamonte, calcado en Portugal, radiografiado en América, el primer texto constitucional español resonaría con fuerza hasta en Rusia, donde los decembristas de 1825 se miraron en el espejo de los diputados de Cádiz. Como reconociera el propio Shelley, España fue, entre 1820 y 1823, la esperanza y el faro político de todos aquellos hombres de acción que anhelaban dinamitar una Europa custodiada por el absolutismo de la Santa Alianza.

Un pueblo glorioso vibraba de nuevo
iluminando las naciones: la Libertad
de corazón a corazón, de torre a torre, sobre España
esparciendo un fuego contagioso en el cielo
brillaba…

Sin embargo, España ya había aparecido antes como un signo de esperanza en Europa. Shelley escribió “un pueblo glorioso vibraba de nuevo”, porque la primera ocasión en que la maquinaria militar de Napoleón había tropezado con unas fuerzas irregulares —movilizadas por un estímulo semejante al de ¡la patria en peligro!— había sido en 1808, y en España. Como recordaba Stendhal aquí, en España, había comenzado el principio del fin para los planes homéricos de Bonaparte, quien había juzgado a los españoles demasiado de prisa.
“Napoleón”, escribe, “quedó muy sorprendido. Había creído habérselas con prusianos o austriacos, y pensaba que disponer de la corte era disponer del pueblo. En cambio, se encontró con una nación”.
No puede negarse que la historia, cualquier historia, es mucho más que un ramillete coloreado de jornadas históricas. Pero tampoco que hay acontecimientos que marcan la geografía política y cultural del mundo, sucesos que no pueden ignorarse si no queremos dejar de contar la aventura de la historia. Tras dos años de acaloradas disputas, dos años de reformas febriles que sirvieron para desguazar la estructura del Antiguo Régimen, los diputados gaditanos aprobaban una Constitución. Promulgada bajo un torrencial aguacero el día de San José de 1812, fue pronto conocida como la Pepa. Mientras al otro lado de la bahía los invasores celebraban la onomástica de José Bonaparte, los patriotas echaban un pulso al rey invasor con esta nueva ley suprema, que había de consagrar la libertad frente a la tiranía, el derecho frente a la arbitrariedad.
La cohesión de las tierras de España manifestada en la guerra de la Independencia —la guerrilla es una prueba de ella— y el gran seísmo nacional de las Cortes de Cádiz demuestran que la nación ya palpitaba en el siglo XVIII, latente, gestándose en el discurso de los reformistas del despotismo ilustrado y de los hombres de letras y de acción de la generación de Quintana y Marchena, hechizados por el ejemplo de la Revolución francesa. Las referencias a un carácter nacional español determinado por la geografía, el clima, la historia o las costumbres, son muy frecuentes entre los ilustrados españoles. Si ya en el último cuarto del siglo XVII el conde de Fernán Núñez había utilizado la expresión “el genio de la nación”, avanzada la siguiente centuria proliferaron conceptos semejantes en los escritores de la Ilustración.
A partir de entonces, términos como España o Francia asumen una forma nacional y empieza a perfilarse una imagen política de esos países que se superpone a la idea de unos territorios cuyo único vínculo era el ser súbditos de un mismo rey.
Pieza clave de las democracias modernas, la libertad de expresión fue la primera de las libertades proclamadas en 1810. Y gracias a ella los inquietos diputados de Cádiz acabaron con la oscuridad de siglos de bloqueo informativo, pudieron desarrollar el primer debate político sin censura de la historia de España y afirmar los principios liberales que habrían de inspirar la Constitución de 1812. Conceptos como soberanía nacional o separación de poderes no auguraban nada bueno a los defensores del viejo orden que, como el obispo de Orense, acusaron a las Cortes de alterar de raíz la naturaleza de la monarquía española.
La Constitución de Cádiz resumía la labor legisladora desarrollada por las Cortes y recogía el diccionario político del liberalismo español. En su deseo de evitar interpretaciones contrarias al espíritu constituyente, los padres de Cádiz regularon hasta el detalle todas las cuestiones relacionadas con la vida política y los derechos de los ciudadanos. Su idea de nación quedó plasmada en el diseño de un Estado unitario, que afirmaba los derechos de los españoles en su conjunto por encima de los históricos de cada reino. “Los diputados representaban a la nación”, lo que significaba la eliminación de cualquier otra representación, regional o corporativa, lo que ya carecía de sentido en una España dividida en provincias y municipios. Los parlamentarios de Cádiz habían dado un nuevo paso adelante en el proceso de centralización política y administrativa emprendido por los Borbones. Y al mismo tiempo, con el objeto de hacer real la igualdad de los ciudadanos, proyectaban una burocracia centralizada, una fiscalidad común, un ejército nacional y un mercado libre de aduanas interiores, cimientos sobre los que la burguesía construirá la nación española, a lo largo del siglo XIX.
Sin embargo, esta nación heroica y generosa en Madrid y Bailén, anticipativa y elocuente en Cádiz, doblaba la cerviz ante Fernando VII, que volvía a España cuando aún los muertos palpitaban en la tierra, entre la esperanza ganada por la burguesía en la ciudad andaluza y la nostalgia de los privilegiados, deseosos de recuperar el mundo inmóvil del Antiguo Régimen. En los primeros días de mayo de 1814, el Borbón declaró ilegal la convocatoria de las Cortes de Cádiz, borró de un plumazo las reformas imaginadas en el papel, restauró la Inquisición y devolvió sus antiguas prebendas al clero y la nobleza. El golpe de Estado del rey felón, con su fúnebre cortejo de venganzas, comisiones militares, denuncias y patíbulos, roturó los campos y ciudades de la Península, con la sangre y la tristeza del primer gran exilio de españoles perseguidos a muerte por otros españoles. 
Había nacido el gran mito de Cádiz.
El naufragio de la Pepa en 1814 no solo constituye un hecho de la historia de España: se inscribe, en realidad, en la liquidación del tremendo conflicto que Churchill consideraba una verdadera “Primera Guerra Mundial”, y que había comenzado en 1789 con la Revolución francesa. Desde 1792, los sucesos de Francia proyectaban su onda expansiva sobre el mundo occidental, y también desde entonces comenzó a verse que sobre el favor de las masas se iba erigiendo un poder despótico, que con la Convención tuvo el signo de la agitación revolucionaria y que luego, con Napoleón, se asentó bajo la forma de un orden cesarista. El Congreso de Viena fue el intento de clausurar aquel capítulo, aunque ya estaba abierta la caja de Pandora de la modernidad política y social: lo que vendría después, en el decurso del siglo XIX, serviría para demostrar que el fenómeno no tenía vuelta atrás.
La segunda oportunidad para la Pepa llegó en 1820, cuando el malestar generado por la crisis económica y la ineficacia de los gobiernos absolutistas estallan en un nuevo levantamiento militar que encabeza el censo de pronunciamientos triunfantes del siglo XIX. En nombre de las libertades gaditanas, el general Rafael Riego se sublevó en el pueblo sevillano de Las Cabezas de San Juan y el furor revolucionario se propagó por las ciudades españolas, asediando a Fernando VII que, temeroso, se ve empujado a jurar la Constitución de 1812.
“Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. El Borbón hablaba bajo la presión de las camarillas liberales pero en cuanto pudo reclamó secretamente ayuda extranjera para eliminar las trabas al restablecimiento de la monarquía absoluta. En el Congreso de Verona la Santa Alianza decidió que una España liberal era un peligro para el equilibrio europeo y se encargó a Francia restablecer a Fernando VII en la plenitud de su soberanía. En abril de 1823, un ejército conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis cruzó la frontera por el Bidasoa y de nuevo la Constitución de Cádiz se convertía en un recuerdo y en una utopía revolucionaria.
El siglo XIX no dio a España ni grandes victorias ni grandes poetas ni grandes capitalistas industriales ni prestigiosos y refulgentes pensadores.
A cambio, dio a la sociedad española una extraordinaria movilidad dramática y una singular riqueza episódica. Como ya sugiriera Alcalá Galiano en 1871, antes de que el general Martínez Campos se sublevara en Sagunto y Alfonso XII ciñera la corona desbaratada por su madre Isabel II, aquella estaba siendo una incomparable centuria novelesca.
La historia de este periodo tiene la realidad de una pesadilla. Larra a punto de derrumbarse, “Aquí yace media España, murió de la otra media”, o Castelar invadido por el desaliento, “Aquí, en España, todo el mundo prefiere su secta a su patria, todo el mundo”, son un eco lejano de esa misma pesadilla de la que, más tarde, Ortega quiso despertar.
Desde 1814 ser liberal y español se había convertido en conspirar, pelear, sufrir destierros y cárceles y morir desengañado.
Los constitucionalistas de Cádiz se habían inventado un pueblo siempre noble y siempre dispuesto a luchar y desangrarse por la libertad. En 1831 de aquel pueblo imaginado solo quedaba el rumor de unas olas, el silencio impaciente y amargo de unos cuantos soñadores frente a un pelotón de fusilamiento. Torrijos en la playa, al alba, ante la mar bravía, como en el soneto de Espronceda y Mariana Pineda, víctima de la historia más que protagonista. Hasta su actuación en la trama liberal que habría de conducirla al patíbulo la remite a su condición marginal de mujer en el siglo XIX: borda una bandera constitucional, una actividad del cuarto de atrás del mundo de los hombres que llegado el caso se echarán a la calle.
Como el libro de Marco Polo en maravillas, buena parte de nuestro siglo XIX abunda en sombras goyescas. ¡Qué de hombres matándose en el silencio de su sordera, qué fiebre palabrera, qué desilusiones! Los generales conspiran, los sargentos se amotinan; los jerifaltes y soldados carlistas convierten la carta geográfica de ciudades y montañas y ríos en el plan estratégico de una batalla sin fin. Los curas se acuartelan y las gentes humildes persiguen a los frailes, acusados por los discursos incendiarios de las Cortes de envenenar las fuentes públicas e instigar a los cavernícolas. Larra se suicida, Donoso Cortés se vuelve reaccionario, O’Donnell patrocina vanas aventuras militares en África y Prim cae asesinado en un acto terrorista. Los ministerios del 68 se suceden alocadamente y la Primera República se desgarra con el estallido del movimiento cantonalista y los conflictos sociales. Todo había comenzado en el sueño de libertad de Cádiz…, pero el mito se convirtió muchas veces en la verdad del mañana.


Fernando García de Cortázar es director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad 
Revista Mercurio

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