By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 30 de enero de 2013

Monarquía y Estado Constitucional

Constitución política de la Monarquía española

El tránsito de la Monarquía Absoluta al Estado Constitucional en España, a diferencia de lo que ocurrió en Inglaterra o Francia, padeció un déficit de legitimidad que perturbaría inevitablemente su evolución posterior.

Toda operación constituyente exige un ajuste de cuentas con el pasado como paso previo de la definición del proyecto de futuro de la que pretende ser portadora. Y la forma en que se hace ese ajuste de cuentas marca insoslayablemente la definición del proyecto de futuro. Esto ocurre en todo proceso constituyente. Baste como ejemplo el nuestro de 1978. Todavía sigue gravitando sobre nosotros la forma en que se hizo, durante la Transición, el ajuste de cuentas con la España de las Leyes Fundamentales del general Franco. De ahí la intensidad del debate sobre la llamada memoria histórica, en el que todavía estamos inmersos y al que todavía le queda bastante recorrido.
Ahora bien, resulta obvio que, cuando la operación constituyente de la que se habla es la primera en la historia de un país, como ocurre con el proceso que dio origen a la Constitución de Cádiz, el ajuste de cuentas con el pasado tiene una dimensión distinta, en la medida en que se trata de un ajuste de cuentas con todo el pasado preconstitucional, que en España, como en los demás países europeos, supone un ajuste de cuentas con siglos de historia.
Quiere decirse, pues, que la operación constituyente originaria de un país es el resultado de una Revolución con mayúsculas, independientemente de que la Revolución sea el resultado exclusivo de la propia evolución interna del país o haya en su génesis una influencia externa, como ocurrió en España con la Revolución Francesa primero y la invasión napoleónica después. La irrupción de la Constitución en la historia de un país establece una frontera entre épocas históricas. En Europa la Constitución es lo que separa la Edad Moderna de la Edad Contemporánea. Supone el tránsito de una sociedad definida por la desigualdad jurídica y la consiguiente falta de libertad personal para la inmensa mayoría de los habitantes del país a otra articulada en torno al principio de igualdad, en la que los individuos son definidos como ciudadanos, es decir, como sujetos jurídicamente iguales y personalmente libres.
En ese tránsito la forma en que se hace el ajuste de cuentas con el pasado preconstitucional resulta decisiva para toda la historia constitucional del país. Si el deslinde con el pasado no se hace de manera inequívoca, el Estado Constitucional resultante padece un déficit de legitimidad que perturba inevitablemente su evolución posterior. Esto es lo que ocurrió en España en el tránsito de la Monarquía Absoluta al Estado Constitucional, a diferencia de lo que ocurriría con otras dos grandes Monarquías europeas de la Edad Moderna, Inglaterra y Francia.
Los tres países tuvieron que hacer un ajuste de cuentas con sus Monarquías para transitar hacia el Estado Constitucional, pues Monarquía y Estado Constitucional en cuanto expresiones de formas políticas son radicalmente incompatibles. Cada uno lo hizo a su manera. Pero con una diferencia fundamental: Inglaterra y Francia liquidaron la Monarquía como forma política en el proceso de transición hacia el Estado Constitucional. La primera mantuvo la Jefatura del Estado monárquica, pero hizo descansar la legitimidad del Estado en el principio de soberanía parlamentaria. Francia suprimió la Jefatura del Estado monárquica e hizo descansar la legitimidad del Estado en el principio de soberanía nacional. Sus historias constitucionales han estado presididas desde entonces por unos principios de legitimación con vocación democrática.

En España el ajuste de cuentas no se hizo de manera inequívoca. La Constitución de Cádiz afirmó el principio de soberanía nacional. Esa fue su gran aportación a la historia constitucional española, ya que sin un principio de legitimidad de esa naturaleza no puede iniciarse siquiera la construcción de un Estado que pueda denominarse propiamente constitucional. Pero la afirmación de ese principio no se hizo contraponiéndolo de manera inequívoca al principio de legitimidad monárquica. Lo hizo con un cierto grado de ambigüedad. A diferencia de lo que ocurrió en Inglaterra y Francia, el constituyente de Cádiz no consideró que el ejercicio del poder podía extenderse a la Monarquía en cuanto forma política y que el mantener o no una Jefatura del Estado monárquica era una opción que estaba a su disposición. De ahí que la Constitución de Cádiz fuera aprobada como “Constitución política de la Monarquía española”. No de la Nación española, sino de la Monarquía.
La Constitución de Cádiz fue ambigua en el punto más decisivo de toda operación constituyente originaria: en la definición del lugar de residenciación del poder. Y de ahí el pulso permanente a lo largo de toda nuestra historia constitucional hasta 1931 entre el principio monárquico y el principio de soberanía nacional como principios legitimadores del poder del Estado. Pulso que, como es sabido, se decantó durante la mayor parte del tiempo a favor del principio monárquico, aunque sin hacer desaparecer por completo la sombra de la soberanía nacional.
Esta es la razón por la que el constitucionalismo español del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX ha sido un constitucionalismo de tan baja calidad y con tantas desviaciones autoritarias. Hasta 1931 España no ha sido propiamente un Estado Constitucional, sino una Monarquía Constitucional. La lógica del sistema no era la de la Constitución sino la de la Monarquía.
Aunque desde 1931 el principio monárquico ha dejado de ser utilizado como principio de legitimidad del Estado, la ambigüedad de Cádiz en lo que se refiere a la indisponibilidad de la Monarquía para el poder constituyente del pueblo español ha seguido proyectándose sobre nuestra historia constitucional. Buena prueba de ello es lo ocurrido en nuestro último proceso constituyente de 1978.
A pesar de que la Monarquía había sido restaurada por el general Franco tras un golpe de Estado contra un Gobierno democráticamente constituido y tras una guerra civil y varias décadas de dictadura brutalmente anticonstitucional, la sociedad española no tuvo la fortaleza suficiente para que en el debate constituyente pudiera plantearse el debate sobre la forma monárquica o republicana del Estado, teniendo que renunciar de facto a extender el ejercicio de la potestad constituyente a la Monarquía. Salvo en las dos experiencias republicanas, en ningún otro momento de nuestra historia el pueblo español ha considerado que su poder constituyente podía extenderse a la Monarquía.
Esto viene de Cádiz. Por eso todos los ciclos constitucionales de nuestra historia han empezado con una crisis de legitimidad de la institución monárquica. En 1808 con la abdicación de Carlos IV en Napoleón; en 1833, con la muerte de Fernando VII sin descendiente varón; en 1868, con la expulsión de Isabel II tras la Gloriosa; en 1931, con el exilio de Alfonso XIII; y en 1975-77, con el pacto entre todos los partidos políticos que posibilitó el proceso constituyente tras la renuncia previa a debatir sobre la Monarquía antidemocráticamente restaurada.
La Constitución de Cádiz fue una suerte de milagro. Que la España de comienzos del siglo XIX fuera capaz de dar a luz un texto de la calidad de dicha Constitución es sorprendente. Pero, lamentablemente, no pudo más que superar de manera muy incompleta el peso de nuestro pasado preconstitucional. La presencia política de la Monarquía en nuestra fórmula de Gobierno nos lo recuerda todavía.

JAVIER PÉREZ ROYO.- Revista Mercurio

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