By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 20 de febrero de 2016

Adelardo López de Ayala o el figurón político-literario 19

General Malcampo
Capítulo XIX
Paz y aventura

Y ya fué feliz Ayala, con dicha que había de durarle hasta la muerte. Un poeta ha dicho que:
Hay plumajes que cruzan el pantano y no se manchan
y cualquier zoólogo puede explicar que hay pieles para las que el lodo constituye balsámica untura. Ambas condiciones se dan en la especie humana, que no es sino una de tantas especies animales. Tuviese la primera o la segunda condición —nosotros creemos que ésta— Ayala, entre el barro restaurador vivió siempre venturoso.
No había de combatírsele más. El ataque de que le hizo objeto Sardoal fué único. Se consideraba al nuevo fiel de Alfonso XII como una de las fatalidades de la Restauración. Y con él transigieron amigos y enemigos.
Del Rey abajo. El propio hijo de Isabel II encargó que la pluma infamadora de su madre fuese la destinada a cantar los éxitos que obtenía. Y a petición del Monarca, Ayala redactó la alocución que leyó Alfonso XII ante las tropas reunidas en Somorrostro a la terminación de la guerra contra los carlistas. Es un curioso documento que merece copiarse íntegro.
Decía así don Alfonso con palabras de Ayala, o Ayala por boca de don Alfonso, que "tanto monta":
"Soldados: No puedo alejarme de vuestra presencia sin manifestaros la profunda gratitud de mi alma. Merced a vuestro esfuerzo ha sucedido a la proclamación de mi nombre, primero, el predominio de vuestras armas; después, la terminación de la guerra civil.
"Vuestras virtudes militares han restablecido la paz y me han alcanzado el título más glorioso a que puede aspirar un Monarca.
"Cuando ayer, en tierra extranjera, contemplaba, lleno de angustia, la discordia y la ruina de España, sólo me consolaba el considerarme en todo punto ajeno a tanta desventura. Hoy aquel triste consuelo lo habéis convertido en inmenso júbilo, dándome ocasión de remediar desgracias acontecidas en mi ausencia, y de enjugar lágrimas que, gracias al cielo, no han corrido por causa mía. Debo a la Providencia el haber permanecido lejos del mal, y a vosotros, la pura satisfacción de haber contribuido a su remedio.
"Gracias, soldados. Grabados quedan en el corazón de vuestro Rey los rudos sacrificios de que habéis dado tan constante ejemplo en la presente guerra. Dios hará que no sean estériles para el bien. Su recuerdo no se apartará nunca de mi memoria; él me estimulará constantemente a cumplir como bueno los altos deberes que la Providencia me ha confiado, y mantendrá viva mi fe en el porvenir de la patria, que bien merece y puede alcanzar un poco siquiera de bienestar y sosiego la que es madre de tan honrados hijos; y harto demuestran los recientes sucesos que las enconadas pasiones, contrarias a la salud de la patria, no han infeccionado el corazón del pueblo español, que, afortunadamente, en los grandes conflictos aparece siempre, como hoy en vosotros, valeroso y sencillo. lleno de abnegación y de bravura, sensible a los estímulos del pundonor y de la gloria, y enriquecido, en fin, de todas las cualidades que forman soldados dignos de este nombre y capaces de garantizar el progreso y la prosperidad de las naciones.
"Mejor asunto merecían vuestras proezas que el funesto que os ha dado la guerra civil. Horrible guerra en que el golpe que se da y el que se recibe, todos, causan dolor: desgracia superior a todas, y que, para mayor amargura de vuestros corazones, sólo España le ofrece ya en el mundo frecuentado teatro.
"Espero en Dios que no ha de repetirse, y si común ha sido la pena, los beneficios de la paz que habéis conseguido alcanzan en cambio a todos los españoles, y a ninguno debe humillarle la derrota, que, al fin, hermano del vencedor es el vencido.
"Soldados: Los ásperos trabajos que habéis soportado; las continuas lágrimas que vuestras honradas madres han vertido; el triste espectáculo de tantos compañeros que gimen en el lecho del dolor, o descansan en el seno de la muerte, todos estos males, aunque espantosos y por todo extremo lamentables, quedan reducidos al espacio de una generación; pero fundada por vuestro heroísmo la unidad constitucional de España, hasta las más remotas generaciones llegará el fruto y la bendición de vuestras victorias.
"Pocos ejércitos han tenido ocasión de prestar un servicio de tal importancia. Tanta sangre, tantas fatigas, merecían este premio.
"Soldados: Con pena me separo de vosotros. Jamás olvidaré vuestros hechos. No olvidéis vosotros, en cambio, que siempre me hallaréis dispuesto a dejar el palacio de mis mayores para ocupar una tienda en vuestros campamentos, a ponerme al frente de vosotros y a que en servicio de la patria corra, si es preciso, mezclada con la vuestra, la sangre de vuestro Rey."
Al regocijado espíritu de los lectores dejamos el comentar esta alocución, en que el ex desterrado Príncipe se alegraba de haber permanecido ausente, con las frases del que le hizo ausentarse siguiendo a su madre al destierro, y en que el principal autor de la Revolución y ministro de Amadeo hacía declamar al nuevo Rey por los dolores que la guerra desatada con el movimiento, liberal .y la proclamación del de Saboya provocó.
Y volvamos al objeto del capítulo. Ayala era dichoso en puesto preeminente y sin que nadie le combatiera. Contra su misma gestión ministerial no se alzaban voces.
Varias veces, claro está, ya en el Congreso, ya en el Senado, fué interpelado sobre los asuntos de Ultramar; pero lo fué con toda, cortesía y t do respeto, empleándose para ello esos torneos de fineza que constituyen las partes de las sesiones parlamentarias dedicadas a "ruegos y preguntas".
Por lo demás, la tercera etapa de la vida ministerial de Ayala fué tan equivocada como la primera y segunda. En Ultramar seguían las cosas tan mal como siempre y aun el ministro las empeoraba todo lo posible. Así, por ejemplo, autorizó al general Malcampo para que encendiese una nueva guerra, marchando a combatir contra los moros de Joló.
En la isla de Joló no se nos había perdido cosa ninguna. Siempre fué independiente, bajo el gobierno de sultanes, con su población musulmana. Cierto que de Joló partían barcos piratas; pero lo mismo ocurría de otras muchas islas de los diversos archipiélagos próximos y de todo el vecino litoral chinesco. La misma razón había, pues, para ir a conquistar Joló que para emprender la conquista de Malasia y de China. Sobre que, naturalmente, no conquistamos Joló ni mucho menos.
El pretexto para la expedición fué que un sultán de Joló, muchos años antes, reconoció- la soberanía de España, comprometiéndose a tener enhiesta la bandera española. Y. hacía cinco años, su sucesor, porque se le hubiese estropeado el lienzo rojo y gualda o porque se cansase de ver esos dos colores tan chillones, dejó de enarbolar nuestro pabellón. Nadie se preocupó por eso ni nadie de eso se ocupó siquiera; pero, al cabo de un lustro, el general Malcampo juzgó que debía vengar tal injuria.
A Ayala le pareció muy bien. Autorizó una expedición que costó sangre y dinero. Se obtuvo, según el ministro dijo en el Congreso, "gran gloria para el general Malcampo y para España". Y fueron construidos un fuerte y una factoría en Joló, que nunca sirvieron para nada. Esto, de momento. Luego se perdieron la factoría y el fuerte, siguiendo la piratería jolones como siempre. Pero se pasó el rato.
También siguió pasándose el rato en Cuba, con la insurrección ya hecha crónica, y en Puerto Rico, donde iba fomentándose el descontento. Cánovas del Castillo, partidario de gastar en las luchas coloniales "hasta el último hombre y la última peseta", apoyaba a Ayala en su política intransigente. Y como en el Gobierno, Cánovas,  más .que presidir, imperaba, y como en las primeras Cortes de la Restauración contra Cánovas no había quien alzase la voz, Ayala tan a. gusto. Seguía su sistema funesto para la conservación de las colonias, bien respaldado por el que todo lo podía y sin que nadie se atreviera a oponerse en serio.
Además, Ayala no era hombre que sintiese sus ideas con esa enorme fe a la que ninguna concesión satisface y cualquier contrariedad exaspera. Contento de gobernar, gobernaba a su modo mientras esto podía hacer, y cuando no podía gobernar así, pues gobernaba de otro modo, tan tranquilamente. Por ejemplo, la República había abolido la esclavitud. Según recordaréis, Ayala fué el portavoz de los que contra el proyecto clamaron desesperados. Y llegó a decir que "eso sería para España la mayor desgracia posible: una ruina y una vergüenza. Pero al volver a ser ministro de Ultramar y encontrarse con que los esclavos habían sido declarados libres y la libertad había quedarles, lo hizo sin pena. ¡Qué sin pena! Lo hizo honrándose de hacerlo... Palabras suyas son éstas: "El Gobierno actual ha tenido la honra de realizar la ley de abolición de la esclavitud."
Dos años casi completos fué ministro así, plácida y venturosamente. Y al dejar de serlo no sufrió el dolor del despido ni el golpe de la caída. Empeorado el estado de su salud, abandonó voluntariamente la cartera, en la que no se le dio siquiera substituto. Un compañero, el ministro de Gracia y Justicia, Martín de Herrera, quedó encargado de la firma de Ultramar. Ayala permanecía, pues, siendo como miembro honorario del Gabinete.
Y podía ocuparse de cuidar su dolencia, y dedicarse a lucir y figurar, sin trabajos ni fatigas y con influjos y glorias. Le fué dado entonces el placer de contribuir a la boda de Alfonso XII, apoyando la elección que éste hizo de novia. Y obtuvo la satisfacción, al cabo, de ver sentar en el trono de España a una hija de Montpensier. Ahí debieron de colmarse las aspiraciones del nuevo alfonsino y antiguo montpensierista.
La Revolución de Septiembre y el golpe de Estado de Sagunto hacían más que darse la mano: se casaban. Y si de esto no se alegraba. Ayala, después de los contrayentes no sabemos quién podía alegrarse más. De aquella luna de miel, rayos luminosos y dulces gotas correspondían de derecho a nuestro biografiado.

Luís de Oteyza
Vidas Españolas e Hispano-Americanas del Siglo XIX

Madrid, 1932

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