By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 20 de diciembre de 2017

El mundillo de la jaula 13



El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 13

Capitulo 17

El excepcional como generosísimo puesto de “los monjes”, que allá en La Tebaida me diera el que ya era toda “su señoría”, El señor jorobado de Villar del Rey, no tardó de correr por el pueblo como reguero de pólvora ante la admiración de muchos y ante la envidia de otros tantos, si es que no bastantes más. Con la misma rapidez, aunque ya en una actitud muy distinta, también corrió por el pueblo a los pocos días, otro de mis “puestos”, pero como el reverso de la moneda al que fuera el de “los monjes”. La mayoría de los pajareros, como puestos previamente de acuerdo, comentaron que si El Chepa se había escapado de tan trágico accidente, sólo había sido, sencilla y simplemente, porque aún no tenía sus días cumplidos. Algunos sin embargo, con ese sentimiento y espontaneidad con que se suelen expresar en las desgracias los que se consideran buenos amigos, se limitaron a afirmar que el soberbio reclamo que era El Chepa, además de haber nacido con la buena estrella de ser “el fuera-serie” que era, la diosa “Fortuna”, necesariamente, tenía que protegerlo de forma especial, no permitiendo que se fuera al otro barrio por un desafortunado y fortuito desaguisado así porque sí.
Yo, de todas maneras y sin ponerme al lado del uno ni del otro bando, me voy a limitar a contar lo que acaeció, tal cual.
Por vayan ustedes a saber ahora qué urgente e ineludible arreglo de papelotes en eso de la burocracia, ese Sábado no pude salir al campo con mis reclamos por la mañana, pero sí lo pude hacer por la tarde, si bien arreando que es tarde, pues fui a terminar con aquellas burócratas cumplimientos con la hora del puesto pisándome los talones.
Para ganar tiempo, a la vez que almorzaba, (por cierto, que tragando como los pavos) le pedí a mi secretaria pajarera, mi entrañable hijita Pepita Adoración, que me fuera encapillando al Chepa y poniéndole la esterilla a la jaula.
Menester este que ella, a pesar de sus pocos años aún, hacía como toda una consumada maestra, pues desde que el pájaro, tomando el sol allá en la terraza del piso, pusiera de manifiesto, de forma tan manifiesta como sorprendente, la enorme simpatía que sentía por aquella tan angelical chiquilla, ella era la que, bien en mis brazos, bien de la mano o bien por ella misma, conforme se iba haciendo mayorcita, le echaba de comer, le reponía el bebedero e, incluso, le ponía la sayuela y la esterilla al muy caprichoso Reclamo, una vez que me decidía sacarlo a dar el puesto.
Pues bien, ese día, una vez en el campo y con todo a punto, vaya sorpresa que me pillé, al quitarle la sayuela a la jaula, pues vi que el que en ella aparecía, en vez del Chepa, era El Tarta, que, por cierto, por esos entonces, ya estaba un tanto subido de tono en esos de los edad, encontrándose en los mismos umbrales de la senectud y, por lo tanto, con la jubilación llamando a la puerta. La cosa, sin embargo, no pasó, en un principio, de una pequeña contrariedad, pues además de que una equivocación la tiene cualquiera, tampoco, en esta ocasión, era tan grave como para tener que apechar con unas consecuencias tan descomunales como para tener que darse un chocazo contra uno de los peñascos, que por allí había. Más aún y por el contrario, después de lo que sucediera
en aquel tan siniestro puesto, cuánto agradecería aquel tan providencial error de mi angelical y primorosa hija, ya que fue como la mano salvadora y providencial, para el que tanto cariño y simpatía le había tomado, desde el primer instante en que la conoció.
El Chepa, en efecto, ese día escapó de la muerte, aunque a costa del pobrecito del Tarta. Y es que si no exactamente aquello que comentaran mis buenos amigos, una vez que se
enteraran del accidental desafuero, acerca de la providencia de la diosa Fortuna, yo preferí pensar en eso que se dice por ahí de que, a veces, Dios nuestro Señor, escribe con renglones torcidos.
Total, dejémosnos de más “palabrerías”, y vengamos al caso.
Aunque algo contrariado ante aquel inesperado cambio de protagonistas, me vine a conformidad, pues ya se sabe aquello de que al no haber pan, buenas son tortas.
El Tarta, una vez desposeído de la sayuela y allá sobre el pulpitillo, no tardó en salir, como los buenos, buscando guerra con aquellos sus simpáticos tartajeos, y rápidamente se le puso al aparato el que por su cascado vozarrón debía ser un “cácarro” de padre y muy señor mío. Y, en efecto, en sólo unos instantes, pude ver recortarse su figura de semental en la cúspide de un peñascón que sobresalía entre el monte a no mucha distancia.
Como con jactanciosa desvergüenza y un tanto socarrón comenzó a contestar al del pulpitillo, entrelazando curicheos, pitas y reclamos, pero con tan manifiesta apatía y falto de expresividad, que ya, desde los primeros instantes, me pude apercibir que se trataba de un “retracón” que, como desengañado de la vida, estaba haciendo un papel como por estricta obligación, que ni remotamente porque lo sintiera en sus más íntimas entretelas. Era como una fría, inexpresiva e inmóvil momia.
No dejaba de observarle, pensando a mi vez, que aquella tan extraña actitud de aquel “peazo de carne sin bautizar”, debía venir provocada por muchas causas. Quizás las llamadas que, a lo lejos y en tono de regañina y amenaza, le hiciera “la parienta”, llamándolo al orden. Tal vez, que, avezado en mil y una batallas en su ya larga vida, en circunstancias similares, estaba más que desengañado de aquella “engañifa” de los pajareros, si es que no, en alguno de sus muchos celos, viera morir a la que, en esos momentos, era su esposa. Acaso podía ser también que se tomara a chufla aquel extraño tartajeo del intruso retador. ¡Vayan ustedes a saber el por qué de la actitud de aquel “vivo muerto” ante los retos del Tarta!. El caso era que, fuere por lo que fuere, el muy apático morlaco, ante aquella su actitud, daba la impresión de estar como clavado con no sabría decir cuantos tornillos en la cúspide de aquella roca, porque darle que darle al pico, pero al muy pendón no se le veía la menor intención de mover una pata y como diciendo a su vez, que a aquel trapo iba a entrar tu puta abuela, señor Tarta.
No fue tampoco mucho el tiempo que hubo de pasar, para que el payador del pulpitillo pudiera darse cuenta que aquel monolito, por inamovible, insulso y falto de energía, no estaba dispuesto a dar un paso así se lo mandara el Santo Padre de Roma Y claro, el bueno del Tarta, que tampoco necesitaba que cualquier eventual contratiempo fuera de los de excepción, para cerrar la tienda y aquí se acabó la presente historia por hoy, pues se puso a acicalarse las plumas a la dulce templanza del pre-primaveral solito, y vaya usted mucho con Dios, señor cácarro amojonado.
Ante tan insípida y anodina situación y no viendo solución alguna, yo no tuve otro remedio sino que optar por imitar a mi pobre Tarta. Así que procuré buscar la mejor posición en el tollo, para tomar el templado solito también, a la vez que encauzaba mis ojos como mejor podía por encima del tollo hacia este o aquel horizonte, para entretenerme contemplando esta o aquella panorámica de la sierra, cosa que para un irredento quijote como yo, no quedaba muy mal del todo en tales circunstancias. Cierto, por otra parte, que sin perder la esperanza del todo de que algún “campesino o campesina”, pasara más o menos cercano, y le diera por decir que aquí estoy yo, y El Tarta, por su parte, le correspondiera respondiéndole   que  “aquí está también un servidor, para lo que usted desee”.
Pero no. Lo que nos despertó al uno y al otro de aquel nuestro apacible y paciente “dejar-pasar-el-tiempo”, si es que no y a su vez, esperanzados en algún casual y posible lance, fue un repentino y estruendoso “chuzazo” que algo o alguien daba contra el pulpitillo, en tanto un pavoroso como escandaloso picheo del Tarta brotaba de él como alma que intenta escapar del infierno. Me incorporé repentinamente y pude ver que un perro garabito y asilvestrado tenía la jaula del Tarta en el suelo y entre las patas, intentando meter el hocico en ella con las malas ideas de vendimiarse al inquilino.
Con la velocidad del rayo y con los nervios en quinta marcha, pude coger la escopeta y lanzar dos disparos de intimidación al asilvestrado perro, el que con el rabo entre la patos escapó entre el matorral descompuesto y pegando alaridos, y eso que no le tiré a dar, pero, que con la urgencia que exigía el momento, quizás algún plomillo revotado se
dejara sentir en sus carnes.
Con las mismas, me tiré fuera del tollo y corrí presuroso a socorrer a mi pobre Tarta que, como un arrebujo de plumas dislocadas, aparecía en la jaula por allí tirada entre la maleza del monte. Lo saqué de ella con el tacto y mimo que requería el deplorable estado en que, ya a primera vista, se encontraba, y que, una vez en mis manos, no tuve que llegar ni a la más mínima inspección veterinaria, para ver que, aunque seguía vivo y muy vivo, una de las alas la tenía partida por las axilas, en tanto que ambas patas se le zarandeaban como colganderos cencerros.
Lo acomodé lo mejor que pude en el morral, para el camino de vuelta, con la idea de, tan pronto llegara a casa, dejarlo lo más cómodamente posible sobre la mullida arena en uno de los terreros, sobre la que, por cierto - ¡pobrecito mio! – quedaría sin inmutarse y tal cual lo dejara. El pobre animal si se movió. Al día siguiente, tan pronto me eché fuera de la cama, me fui directamente a echarle un vistazo, y me encontré con lo que yo ya me tenía más que tragado ya desde el momento en que lo sacara de la jaula y lo viera hecho un muñeco del pim,pam,pum, con los huesos destrozados. Aún estaba caliente, pero ya cadáver y exactamente en la misma posición en que yo lo dejara al anochecer del día de autos.
Aunque yo, en vida, lo calificara, como a su compañero El Dulcineo del Pedroso, de “vaquilla de media obrá”, la verdad era que si no se presentaba el siempre tan imprevisto contratiempo que con tanta frecuencia se suele presentar en esta modalidad cinegética, su comportamiento era el de todo un “toro" de “obrá completa”, que nada de aquello otro de “vaquilla de media obrá” por lo que, fue en ese momento, cuando me apercibiera que mi calificación pecaba, sin duda alguna, de injusta.
¡Qué cariñoso y agradecido fue siempre el bueno del Tarta!
¡Cuánto me afectó aquel inexplicable accidente!
Sin embargo, bendita equivocación la de aquella angelical hija mía, pues si, en vez del errado sustituto, hubiera sido El Chepa el muerto, el que en estos momentos está escribiendo, cuanto menos, tendría por todo el cuerpo “las siete cosas”. Y es que hay que reconocer que los pajareros somos egoistas en grado sumo, si es que no exigentes de forma descompasada.
Si alguno de mis muy pacientes y estimados lectores no sabe qué es esto de "las siete cosas", que solemos decir los andaluces, le diré que se trata de un dolor, bastante más lacerante y peligroso, que un torazón o que aquel famoso dolor "miserere" que decían nuestros abuelos.


©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12

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