By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 31 de enero de 2018

El mundillo de la jaula 16

El Chepa
Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 16

Capitulo 20
Me había encontrado casualmente, por las calles de Sevilla, con un viejo amigo de andanzas de caza, que, por ser montero, por esencia, y pajarero, por accidente, y yo, por el contrario, pajarero, por esencia, y montero, por accidente, solíamos coincidir sólo en alguna que otra cacería, aunque de tarde en tarde, y hasta de turbio en turbio.
Me invitó a tomar un cafetito en grata compañía. Era por  esos días en que, en tanto las monterías se encontraban dando sus últimos coletazos, la cacería del pájaro terminaba de empezar. Mientras tomábamos nuestro humeante café, me desbordé contándole grandezas de mi Chepa. El también me habló apasionadamente de sus monterías.
Estando a punto de dar por finalizada aquella nuestra casual y amigable reunión, me salió diciendo que le encantaría darle un puesto al que, según yo, era tan extraordinario y fenomenal reclamo. Que llevaba ya un par de años siendo el Presidente de un coto que, por encontrarse tan escondido y que por estar exclusivamente dedicado a la caza mayor, en eso de las perdices estaba, prácticamente, virgen. Que se encontraba allí, como coronando el afamado y enorme coto de Las Jarillas, y que para llegar a él, había que atravesar este enorme coto de punta a punta.
-¿El Cubillo...?.- Le interrumpí de súbito.
- Sí. El mismo. ¿Lo conoces?
-¿Cómo no?.- Le contesté.- Allá en el término del Pedroso.
El Cubillo no es que sea Las Jarillas, pues es infinitamente más pequeño, pero bajo el punto de vista puramente cinegético, tampoco le va a la zaga. ¡ Soberbio coto, sí, señor!
Hace unos años estuve monteando en él. Fui invitado por un buen amigo, al que, a su vez, le unía una gran amistad con el dueño, que, por aquellos entonces, vivía en Cazalla de la Sierra.
Por cierto que, al rastreo de la rehala, junto al voceo y "hucheo" de los perreros, menudo revuelo de perdices se armó por aquellos “montarrales”. Desperdigadas por acá y por allá en plena montería, aquello era un gallinero.
-Cierto.- Ratificó.- ya que sigue siendo exactamente igual.
¿Te parece bien que vayamos para allá con los pájaros, aunque sólo sea un día?
-¿Y tú qué tal estás de reclamos?
-Mal.- Me contestó con sequedad y como poniendo cara de asco.- Ya sabes que a mí, esto del pájaro, es cosa que no me apasiona en demasía. Me gusta, sí, pero sin pasarme en demasía de la raya.
-¿Entonces...?
-Ya te lo he dicho.- Acudió a contestarme decidido.- Me has dicho tantas y tan extraordinarias alabanzas de ese tal Chepa, que me has puesto los dientes de a vara. Aunque sólo sea por ver tan excepcional campeón, me gustaría darle un puesto.
Entendí entonces que la cosa iba en serio, y me quedé un tanto pensativo e indeciso. Y es que eso de prestar mi Chepa…..era algo que me ponía a parir.
-¿Los dos en el mismo puesto, no?.- Le salté diciendo, de pronto, como procurando curarme en salud.
-Como quieras.- Me contestó con poca convicción.- Pero, claro, dos en un mismo puesto, siempre supone una gran incomodidad, ¿no crees?
-¿Cuándo?.- Le pregunté convencido y sin pensármelo más.- Eso sí, debes tener en cuenta que ha de ser un Sábado o un Domingo. La Escuela no me permite que pueda ser otro día.
-Pues...- Se quedó mirando al techo y como echando cuentas, y, al fin, me contestó.- Hoy es Miércoles, pues el Sábado próximo.
¿Te parece bien?
-Si Dios quiere, se dice.- Le bromeé.
-Por descontado.- Aceptó, amigablemente, mi broma.- Te llamaré el día anterior para concretar.
En efecto, el Sábado me recogió a horas bastante tempranas en su Land Rover, e endilgamos en busca del Cubillo.
Mi anfitrión, contando con El Chepa para uno de los puestos, llevaba sólo un pájaro, del que me dijo que ya tenía sus años y que, sin ser un fuera serie, tampoco era un mochuelo. Que solía comportarse aceptablemente, y que, por lo menos, le servía para matar el gusanillo cada celo.
Yo llevaba al que había sustituido al Tarta que, como bien sabemos, murió, heroicamente, en acto de servicio, y al Dulcineo, que ya iba teniendo sus años también.
A la altura de Cantillana, el día comenzó a apuntar, instante en el que, dejando la carretera que, en Lora del Río, se bifurca para Córdoba y para Constantina, tomamos el desvío para El Pedroso.
En su inicio, empezaron a aparecer las primeras estribaciones de la sierra, y que, conforme íbamos ascendiendo en aquel nuestro constante serpenteo, se iban haciendo más y más indómitas y montaraces. Su belleza en aquel dulce amanecer me parecía indescriptible, pues aquel tan indómito oleaje de monte, pinos y encinas parecían, a través de tan tenue luz, como monstruosos gigantes, que aún seguían durmiendo como en cuclillas. Cuando tomamos el descarnado carril de Las Jarillas, el culebreo, en nuestra ascensión, se hizo constate, en tanto que el matorral se iba haciendo más salvaje y primitivo. Algunos parajes, en especial, me llegaron a dar la sensación de que, por selváticos y prietos de maleza, debían tener jabalíes como toros, si es que no "venaos" como elefantes. En uno de estos apretados matorrales, por cierto, pudimos ver emboscarse una cochina, conduciendo una camada de cinco o seis rayones que me dieron la sensación de ser un grupo de atemorizados y sumisos presos con aquel su pijama de carcelarios.
En algunos tramos los conejos se nos cruzaban por el carril como relampagueantes y fugaces sombras, en tanto que, durante todo el camino, los pajarillos forestales jugueteaban retozones en las jaras que crecían, en total libertinaje, en las cunetas del carril y que casi rozaban las ventanillas del coche a su paso. En más de una ocasión también, pudimos ver algunos pegujales de ciervas que, relativamente cercanas y con la cabeza enhiesta y en tensión, miraban el paso del coche que roncaba serpenteante, perseguido por una nubecilla de polvo. Ya bastante encumbrados, unos “varetos”, tres o
cuatro, cruzaron el carril de un salto y como relámpagos, y casi rozando el Land Rover, al ser sorprendidos, tal vez, en plácido sesteo, tras cualquier denso borbotón de matorral de los muchos que escoltaban el carril.
Nuestro día de cacería no podía empezar más campero y delicioso, acomodados tan plácidamente en tan seguro vehículo y embebidos en las inefables bellezas de tan asilvestrada naturaleza en el siempre tan grato amanecer de la sierra, y que a mí, en particular, siempre me llenaron todos y cada uno de los rincones de mi corazón de campero.
Espeluznantes barrancos, con la cabecera más o menos cercana al carril, se descolgaban bravíos ribeteados de lujuriosas adelfas, en tanto que las abulagas y las coscojas, como arropadas por ellos, eran las reinas y señoras de sus abruptas laderas, en las que la luz del sol parecía chorrear.
Aquellos tan jubilosos augurios, no fueron, sin embargo, el anuncio del feliz día de pájaro, que íbamos soñando, y es que, quizás, nuestro sino, aquel día, estuviera marcado por aquello que se dice de los gitanos que nunca quieren buenos principios para sus hijos, pues el día, en cuanto a lo meramente cinegético, fue una total y amarga decepción, por lo que me limitaré a escribir como una reseña a vuela pluma de él, y aquí se acabó la presente historia.
El accidental pajarero optó por el puesto de luz, para disfrutar de aquel excepcional campeón que, ante mis apasionadas loas, allá en la cafetería de la Calle Sierpes, tantas cosquillas le debieron hacer. Le ayudé a montar el tollo, si bien es cierto que, más que por la ayuda en sí, lo fue por la solapada intención de aprovechar tan oportuno momento, para irle recordando hasta la saciedad y siempre un tanto temeroso de dejar aquella joya en sus manos, las mil y una recomendaciones de un obseso, que quiere evitar a toda costa cualquier posible daño, físico o psíquico, en un reclamo que vale las Minas de Potosí.
El paraje elegido bien podía ser el soñado por el más visceral de los pajareros. Una especie de hondonada, suavemente alomada, que, entre retamas y chaparros como anárquicas macetas de adorno, verdegueaba a guisa de un idílico rincón del paraíso. Lugares estos muy querenciosos, por otra parte, para las bravías perdices de la sierra, ya que, por lo general, son muchos más amantes de los parajes no demasiado encabritados y, más o menos, despejados, que de los que son una enmarañada jungla de promiscuo y espeso matorral, por la obvia razón de que, además de que en ellos suele haber menos depredadores, siempre tendrán mayores posibilidades de poder ver algún posible peligro y asimismo, "coger el olivo", para escapar de él. Así se lo dije a mi anfitrión, con la idea de infundirle más esperanzas y gozo. Le deseé, por fin, suerte, y allá endilgué en busca de otro paraje en el que ubicar mi tollo. Procuré quedarme, con toda intención, lo suficientemente cerca como para poder oír los posibles disparos que pudiera tirar, sin que me dieran lugar a equívocos, y así poder gozar a su par, imaginándome e intuyendo cada una de las faenas del Chepa, en cada uno de los diferentes lances.
En el siempre solemne silencio de la sierra, los disparos, como a intervalos cronometrados, llegaron a mis oídos con tal nitidez que, a pesar de mi prudencial distancia, no parecía sino que eran disparados a sólo a escasos metros de mis pies.
Seis llegué a contar, y yo, entre tanto, que no cabía en el pellejo, allá acuclillado en mi tollo, imaginándome, más que lo que aquel amigo cazador pudiera estar gozando, que El
Chepa, lejos de dejarme por embustero, le estaba demostrando, "in situ", todo cuanto yo le había predicado de él y, hasta, tal vez, en más alto grado.
¿Mi puesto...? ¡ Coser y cantar! Le debí pisar el terreno de lleno a una collera y, como además, el cazadero estaba virgen, allá se me presentó el matrimonio a la carrera, a los primeros reclamos del “Dulcinea del Pedroso”. Ya digo, aquello fue un "decir amén", por lo que “El Dulcineo” no tuvo que sudar en su trabajo ni tanto así, sin embargo, una vez abatida la fácil collera e intentó buscar un nuevo lance, el campo empezó "a pintar en bastos", por lo que el del pulpitillo, siguiendo su habitual actitud, echó marcha atrás y que allí cantara mi abuela, creí entender que me decía. En esta ocasión, no obstante, no me pesó, pues me facilitó aún más que, relegara, definitivamente, a un muy segundo lugar nuestro puesto, y así pudiera concentrarme más y mejor, soñando en el del Chepa.
-¿Qué...?.- Me apresuré a preguntarle a mi anfitrión, tan pronto le vi asomar en busca del coche, junto al que yo ya le esperaba, viendo que su actitud, lejos de la que yo me esperada, era, sorprendentemente, la de un hombre alicaído y apagado. Como habrás podido comprobar.- Insistí anhelante.- el pájaro no es un cualquiera, a pesar de lo que, a primera vista, pudiera parecer, con esa su deprimente estampa de descalabrado enano “azurrunado”.
-Calla, hombre, calla.- Reaccionó, llegando a mí, aunque aún cabizbajo y como avergonzado.- El pájaro, sí, toda una figura de lujo, pero el que ha sido un auténtico maleta he sido yo. Siento una tremenda vergüenza el tener que confesártelo, que es, inconcebible, el que un tío, que maneja la escopeta y, aún más, el rifle, como tú sabes que yo los manejo, y que está harto de abatir bichos imposibles, haya tirado siete perdices, "al parandón", y se me hayan ido prácticamente todas...
Eso… eso es algo que no tiene nombre! Cobrar, cobrar…sólo he cobrado una que, por cierto, dejé fulminada. Las seis restantes que he tirado se me han ido a criar, aunque bien es cierto que dos de ellas escaparon a trancas y barrancas, después de que las tumbara el tiro y se dejaran un plumerío de mil demonios en el suelo.
-¿Qué me dices...?.- Exclamé como creyendo que me estaba bromeando.
-Lo que te digo.- Ratificó, sin levantar los ojos del suelo y como compungido.- ¡Te juro. Alzó la voz!, de pronto, y, como terriblemente enrabietado.- que no volveré a colgar un pájaro en mi puta vida, pues tengo tal “cabreo” que estoy hasta por cagarme en la madre que me parió!
Quise animarle, disimulando lo que pude y procurando quitarle, por supuesto que un tanto farisaicamente, hierro a la cosa, pero era tal su decepción y aún más el enfado que tenía encima, que aquello era, poco menos, que lo de la cuadratura del círculo.
Y aquello acabó como según dicen que acabó el rosario de la aurora, pues, estando en pleno día, cogimos el Land Rover, y, marchando, que es gerundio, hacia Sevilla, y con el rabo entre las patas.
No hubo manera de poder convencer a tan abatido cazador, para que nos quedáramos para el puesto de la tarde. Le tiré por todos los sitios posibles, pero que si quieres arroz, Catalina. Por cierto que, cuando le dije, ya como última opción, que allí había parajes como para repetir un nuevo puesto de otras seis o más perdices y, por supuesto, con El
Chepa, al que no le importa repetir, el buen hombre casi se me enfadó, diciéndome que qué es lo que pretendía con ello, humillarle aún más de lo que estaba...? Que nos podríamos ver tan amigablemente, como hasta entonces, y siempre que a mí me diera la gana, pero que, por favor, no le volviera jamás ni a mencionarle siquiera la cacería del “pájaro.“

©José Fernando Titos Alfaro

Nº Expediente: SE-1091 -12 

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