En este entorno, trascurrieron los primeros veinte años de mi vida, y como si los estuviera viviendo ahora mismo, vienen a mi memoria un sinfín de aneadotas, lugares y personas que han quedado grabadas en mi mente y que recuerdo con gran cariño y afecto, pues no en vano fueron los inicios de mi existencia y en cierto modo marcaron de alguna manera mi personalidad.
Aquellos juegos de niños que se practicaban por temporadas, o aquellos partidos de fútbol organizados en medio de la calle con unas piedras como porterías, teniendo que detenernos cuando pasaba alguna yunta de mulas o alguna mujer con su espuerta de la compra.
Parece que estoy viendo a mi amigo Rafa Nieto tratando de ser como Pelito. o a Pedro Murillo capitaneándonos por las alturas del huerto del Treinta, al Lobo y Manolo el Gazpachito con sus tirachinas intentando derribar algún gavilucho de la torre. A Fefí, a su hermana Toñi, a Maria Dolores Parra, a Antoñina, a Mari Nieto, a Micaela, o a mi hermana Pepi con aquellos uniformes de color negro con cuello duro y blanco viniendo del convento acompañadas por las más mayores. Manoli la zapatota, su hermana Carmen, Mari la Pieñera, o Antonia la del zuro entre otras.
En el pilarito las mujeres cogen agua del aquel ridículo caño que a pesar de echar tan poca nunca se secaba. Allí estaban Rosario la tomilleja, Anita la piñera, Carmen la santanera, Monolita la de Pepa la polinaria Pura y Rafalita la mujer de guarrito y muchas otras con sus cantaros y sus cubos para llevar el liquido elemento a sus casas y llenar los panelones en los que lavar la ropa y las fuertes jaquetas de los hombres del campo, porque el agua corriente no llegaría hasta años mas tardes, aunque eso si, se les hizo mentira ver la fuente detrás de la puerta de sus casas y no tener que estar tanto tiempo esperando a que se llenaran las vasijas en las esquina de la calle Carretas a la sombra.
Fue al meter el agua cuando el pilarito cayó en declive pero aquella obra vino para bien e incluso descubrimos la existencia de enterramientos en el subsuelo de nuestra calle, recuerdo que salieron esqueletos humanos en gran cantidad y aquello para los niños de la época era todo un acontecimiento.
Si en algo se podía distinguir “aquella calle de Santa Ana” era en sus celebraciones y acontecimientos religiosos que llenaban de regocijo a aquellos niños que nos criamos a los pies de la iglesia en cuyo soportales jugábamos los días de lluvia o escalábamos los peldaños de la suntuosa torre desde la que dominábamos el extraordinario paisaje que ofrece todo el pueblo y sus alrededores. Como me gustaba a mí subir a la torre por aquella estrecha escalera de caracol escalando después a la azoterilla desde el interior del campanario.
En el interior del templo recibíamos la catequesis que nos impartían los domingos por la tarde repartidos por los distintos altares. Yo recibía las clases en el de San Ignacio y otros grupos en el de la virgen de Carmen o en el de San Marcos, pero siempre bajo la estrecha vigilancia de Don Manuel el cura.
Cuando llegábamos al final del curso recuerdo que nos obsequiaban con un modesto regalo pero que nos hacía mucha ilusión.
No solo era la catequesis lo que nos llenaba de satisfacción a los niños de entonces, estaban las festividades de san Crispín patrón de los zapateros y San Marcos cuyas procesiones eran el punto final de una serie de celebraciones como eran las novenas o triduos acompañados por repique de campanas que hacían que todo el barrio acudiéramos a la cuesta para disfrutar de las celebraciones, lo mismo pasaba con las novenas de la virgen del Carmen o las de Santa Ana.
En estas celebraciones todos los chicos acudíamos al templo situándonos en el coro en donde Mórente tocaba el órgano y Larita cantaba con aquella potente voz que a todos no llamaba la atención además de su prodigiosa y cuidada calva. Pero si algo nos llenaba de regocijo era cuando en alguna de estas celebraciones se hacían fuegos artificiales aquello ya era el no va mas.
Las tardes de verano daban comienzo después de la siesta, justo cuando Manuela la de la berza pasaba pregonando aquello de: ¡Hay helados, mantecados, rico helado!. Algunas veces conseguíamos saborear aquellas galletas de vainilla con una especie de natillas frías que para nosotros eran un manjar. Luego la vida volvía como por arte de magia y “aquella calle de Santa Ana” se llenaba de vida y de alegría.
Los juegos de niños y niñas predominaban por todos lo sitios y de igual manera se veían a chicas jugando a las casitas como saltando a la comba o jugando al corro de la patata mientras que los chicos lo hacíamos a la pidola, al salto del moro, a quinquilina quien esta en cima, pero todo esto no era nada cuando por circunstancias acertaba a pasar uno de aquellos carros de paja tirados por mulos que dominaban toda la calzada. Todos corríamos como gamos para colgarnos de su carga teniendo los carreros que hacernos bajar de las cuerdas que sujetaban la mercancía que sobresalía de los varales. O si no que se lo pregunten a Cachena, que más de una vez nos tuvo que dar algún cachete para no tener alguna desgracia.
Cayendo la tarde los hombres del campo se acercan con sus bestias al pilarito para dar de beber a sus animales. Entre ellos mi padre con aquellos dos hermosos jumentos que tenía y que se llamaban el Pajarito y el Pulio. Mientras del interior de las casas con sus puertas abiertas de par en par sale el entrañable ruido que las mujeres provocan con el majo y el dornillo haciendo el garapacho que ha de servir de cena a los agotados hombres que llegan tras largas horas de faena en los campos de Guadalcanal. Luego el calor de la noche hace que las familias y amigos se reúnan en las puertas de las casas para charlar y tomar el fresco mientras los chiquillos no dejamos de jugar a la luz de las tenues bombillas que iluminan las esquinas, pero hay que madrugar y llega el momento de que las madres salgan a buscarnos para que nos vallamos a la cama.
Ha pasado la feria y ha entrado el otoño, los chicos ya no andamos a nuestro vello albedrío por la calle pues hay que ir al colegio y los días cada vez son mas cortos, aunque todavía nos quedan fuerzas para jugar en la cuesta a la billarda o al trompo y si no a tirarnos por el resbaladero que da a la calle de las Minas pero el frío intenso de la Navidad hace que ya no sea tan frecuente nuestros juegos como lo eran en el verano aunque esperamos con gran impaciencia el gran acontecimiento del invierno: la cabalgata de reyes magos. Los portales de le iglesia se convierten en un Belén viviente y todos acudimos con extraordinaria alegría a dicho acontecimiento, vemos pasar ante nuestros ojos el desfile de sus majestades a quien acompañaban los campanilleros y la banda de música con Morante al bajo, Denielito con el bombo, pajita, el nene y demás músicos bajo la batuta del Niño Sebastián, también los burros cargados con paquetes de regalos que pronto encontraríamos en nuestras casas.
A la mañana siguiente todos en la calzadilla a enseñar lo que la noche anterior nos dejaron Melchor, Gaspar y Baltasar, naturalmente con una cierta envidia porque a todos nos gustaba el regalo de los demás, pero la diferencia era mínima pues casi todos coincidíamos en la caja de lapiceros de colores “Alpino” o en el plumier de madera.
En los soleados días de invierno y ya terminadas las faenas de la aceituna las mujeres se sientan en el rincón para hacer sus labores de costura o las aspirantes a matrimonio bordan en sus bastidores el ajuar que les a de servir el día de mañana. Allí estaban Carmen la zapatota, Heladia la mujer de Zuro, Angelita, Carmen la de los palomos, Carmen la del tuerto o Pilar entre otras. Mientras tanto los niños que ya hemos venido del colegio merendamos a toda prisa nuestro pan con la jícara de chocolate que previamente compramos en casa del “Tuerto” en donde también tras sacarle a nuestras madres alguna perra gorda, la gastamos en aquel bombo en el que tras introducir la moneda por una ranura esta no devuelve una boita de color tras accionar una palanca.
Aún están presentes en mi olfato los olores de aquella tienda de ultramarinos en los que se mezclaban los aromas del café torrefacto con los del bacalao, las sardinas arenques que se exhibían en aquellas grandes cajas circulares con el del atún en conserva que se despachaba a granel. El arroz, los garbanzos, las lentejas el azúcar y la sal. Todo ello envuelto en gruesos papeles de estraza por Antonio quien siempre lucia una camisa de color azul y en la oreja un lapicero que solo se quitaba cuando salía a la calle con aquella gran moto Derbi, pero sin quitarse de la comisura de sus labios la colilla de un cigarro ideal.
La primavera nos permite ver emocionadamente los desfile procesionales de la hermandades de los verdes y la del sentado en la peña, la madrugada del jueves santo. Es el preludio de lo que había de repetirse nuevamente como cada año y con gran ilusión vemos desfilar las bellas imágenes que hace estación de penitencia por el carril que discurre paralelo a la cuesta. Todo el barrio se impregna de perfume a incienso y a azahar que perdurará asta bien pasadas las cruces de mayo en la que los niños rememoramos la semana de pasión con nuestros graciosos y floreados pasos sostenidos en débiles mástiles al mismo tiempo que pedimos: "una perrita para la santa cruz”.
Con el paso de los años aquellos juegos de la billarda, el salto del moro, el trompo y otros desaparecen dando paso a las videoconsolas y demás juegos virtuales. Las mocitas ya no bordan su ajuar en el rincón de la Zapatota sino que lo compran ya confeccionado en el Corte Ingles. Las bolitas del bombo de la tienda del Tuerto ahora las vende en blister y con sabores diferentes en supermercados en los que ya no huele a sardina arenques mezclados con café y bacalao. Los panelones ya no se llenan con agua del pilarito, para eso están las lavadoras que lo hacen todo sin necesidad de refregar las jaquetas en los lavaderos, porque los hombres ya no van con mulos al campo, son los tractores los que tiran del arado.
Tampoco hay barro ni polvo ni piedras en el suelo de aquella calle de Santa Ana, su firme esta debidamente pavimentado sus aceras engalanadas con frondosos árboles. Los niños no juegan al fútbol con dos piedras como portería sino que lo hacen en buenas instalaciones deportivas. Tampoco se suben a los carros de paja porque ya estos no existen. Ahora se pueden ver gran cantidad de vehículos aparcados en sus márgenes cuando antes era un acontecimiento ver pasar los autos de Remujo, de Juanito el chofer o de Sanani.
El pilarito es el único que sigue perenne después de tantos años, su caño con su delgado chorro pero su piedra como si por el no hubiera pasado el tiempo, es el símbolo no solo de la calle sino del barrio y de todo Guadalcanal porque en el se guarda un gran pedazo de la historia de cada uno de los que nos criamos a su alrededor por eso yo lo considero como un monumento al trabajo.
Afortunadamente el progreso ha llegadlo también a la calle en la que aprendí a andar, a jugar y porque no decirlo a enamórame de alguna de las guapas muchachas que junto a mi se criaron y esto me enorgullece tremendamente, todo está mucho mejor que antes, hasta tenemos libertad. Pero en mi mente siempre estarán presentes aquellas personas que estuvieron y está en mi corazón porque mis raíces estarán siempre en el entorno de “aquella calle de Santa Ana”. (sic)
MANUEL BARBANCHO VELOSO
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