By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 16 de julio de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 1

Vida, obra y milagros de una excepcional perra de caza

Quiero hacer un homenaje con varias entradas en este blog al entrañable maestro D. José F. Titos Alfaro, por su intuitivo respeto a la naturaleza y que tanto le debemos nuestra generación de Guadalcanalenses.

A mi hija Pepita Adoración, que tanto cariño mostró siempre por los animales, y, en especial, por su preciosa perrita "Tina", esta humilde Historia que, precisamente, cuenta La Vida de uno de estos tan hogareños y entrañables amigos del hombre: Mi “DIANA”, una perra de caza de la raza “bracco alemán”.

MIS PRIMEROS CONTACTOS CON "EL CAPITÁN PÁEZ" (1)

Conocí al Capitán Páez en Guadalcanal. Un primoroso y acogedor pueblo de La Sierra Norte de Sevilla este Guadalcanal. Fue allá por la década de "los sesenta", si bien ya algo "espigadilla" la tal década. Por aquellos entonces, yo había sido destinado a este luminoso pueblo, como "propietario definitivo" - mi primer destino como tal - a una de aquellas Escuelas Unitarias que, dicho sea de paso, estaban dando sus últimos coletazos de camino a Los Grupos Escolares de la E.G.B. Páez, por su parte, - unos años mayor que yo, pero también bastante joven –estaba enrolado, como Capitán, en La Legión en Igni, Provincia Española, por aquellos años..
Cada año, como visceral cazador que era este militar, soñaba con la apertura de "La Veda" como en un "santo advenimiento", para solicitar su correspondiente y reglamentario permiso y, con él en el bolsillo, acudir a ese paraíso de Caza Menor que siempre fue Guadalcanal, para gozar, escopeta en ristre, patrullando bancales, eriazos, lindazos y jarales, en busca de los "caramonos", de las "gitanonas" y, en especial, de las "patirrojas".
Aún vivía en él, no obstante, el único hermano de su esposa, por lo que para sus vacaciones cinegéticas, tenía más que asegurado, no ya un cómodo hospedaje en su sentido más académico, sino todo un cálido hogar, que, en este caso, lo sería en su sentido más humano. Páez, además, era hijo de este blanco y luminoso pueblo de Sierra Morena, y aunque desarraigado, físicamente, de él, tiempo hacía ya, junto a su más allegada familia, siempre vibró con entusiasmo, dentro de su corazón de hijo agradecido y, por supuesto, bien nacido, ese innato sentimiento de amor y gratitud al pueblo que le viera nacer, sintiéndose, asimismo, orgulloso de que, en él, vieron la primera luz también, hombres tan ilustres como el audaz y aguerrido marinero Ortega Valencia, descubridor de una remota Isla, allá perdida en medio del Pacífico, hoy tan famosa por el histórico evento de una de las más famosas batallas de la Segunda Guerra Mundial, y a la que, en honor a su pueblo, la llamó "Guadalcanal"; o como, por ejemplo también, el insigne dramaturgo y político de altos vuelos, Adelardo López de Ayala, o el excelente poeta de nuestros días Andrés Mirón, (q. p. d.) amén de otros muchos muy ilustres hombres, siendo todos ellos honor y orgullo de Andalucía y - ¿cómo no? - de España toda.
José María, que así se llamaba el aludido guadalcalanense, se hospedaba – repetimos – en casa de una de sus hermanas, cuyo esposa era panadero y molinero por más señas, el que, desde el primer día, prácticamente, en que yo me personara en mi Escuela, para empezar a ejercer mi bendita vocación de Maestro, que no sólo excelsa profesión, con su afabilidad y simpatía de buen vecino, dio pie a que, rápidamente, comenzara a nacer una gran amistad entre nosotros, pues tanto la Tahona como el Molino, en los que, a su vez, tenía su hogar, se encontraban colindantes a mi Escuela, y en algún que otro recreo escolar, - que lo era en plena calle - solía salir el buen hombre en busca de mi compañía, para echar un cigarrillo, al tiempo que se tomaba un pequeño respiro en su arduo trabajo, a una con el que, tanto mis alumnos como yo, nos estábamos tomando en el nuestro.
Llevaba pues todas las papeletas para cruzarme en el camino del Capitán Páez, totalmente descocido por mí. Eso por una parte, pero es que, por otra, El Capitán y yo también compartíamos todos los números de la rifa, para iniciar una sincera y fraternal amistad, así como para poderla, no ya mantener, sino reactivar en nuestros posteriores encuentros de un año para otro, ya que nuestra amistosa unión quedaría sellada por el indisoluble y sugestivo lazo de nuestra común pasión por la caza, así como por nuestro también común amor a la Naturaleza.
Ya en nuestro primer encuentro, nos confidenciaríamos, mutuamente, estas nuestras aficiones sin reticencias ni estafas, y sí, por contra, en su más espléndida desnudez. Y así – como bien digo - siendo yo un apasionado a La Caza Menor, en especial, él también lo era, y como para él, también era para mí esta intrigante afición a la escopeta, algo así como un rito, casi como una religión, y es que venerable era la devoción que le profesábamos.
Pero es que además y un tanto al margen de cuanto vengo diciendo, desde muy pronto, me fui dando cuenta de que Miguel - que éste era el nombre de pila del Capitán - era un hombre con mucho talento y, sobretodo, profundamente humano. Era, incluso, en su proceder cotidiano y hasta en los detalles más insignificantes, de una ponderación tal, que llegaba hasta impresionar. Hasta en su endémica seriedad, casi rayana a la adustez y férrea disciplina militar, este hombre resultaba, sorprendentemente, elegante. El Capitán Páez, en definitiva, era una excelente persona. Terminé por sentirme muy orgulloso de que me contara entre sus amigos, así como por poderle contar yo también entre los míos.
Quede pues todo lo referido como un homenaje de gratitud y afecto a tan singular amigo, y, al mismo tiempo, como circunstancial prólogo de la Historia que nos proponemos contar, puesto que en este excepcional hombre, precisamente, tiene sus raíces.
Yo, debido a mis sacrosantas devociones escolares, que no obligaciones a secas, sólo podía gozar de mis cinegéticas recreos, obviamente, los Domingos y Fiestas de guardar, con permiso siempre además, por supuesto que sí, de los agentes atmosféricos, pues durante el Otoño y el Invierno - tiempos de la cacería - solían presentarse días por esas sierras en que los vendavales y nubarrones muy capaces eran de poner patas arriba a todo un mastodonte de mil demonios. No fue el caso de aquel feliz Domingo de finales de Octubre – primera de nuestras salidas a campo con la escopeta en amistad y compañía - pues hizo un día realmente espléndido, sabiendo que calificar de "espléndido" a un día en estas Sierras de Andalucía, significa que la luz y el color se desbordaban a raudales por doquier, esto es, por todo su cielo y por todos sus horizontes y lontananzas.
Ese radiante Domingo.- Reitero.- era la primera vez que salía de cacería en compañía del Capitán. Nuestra incipiente amistad comenzaba a echar raíces, y quise sorprenderle con invitarlo a "un cazadero" de lujo.
Eran los tiempos en los que los grandes terratenientes del lugar veían cómo sus fincas caían, imparablemente, en picado, debido a la filoxera, a la peste africana, a los sueldos por las nubes y, por el contrario, los precios por los mismos suelos, a las hipotecas, a los impuestos y, sobre todo, a la pertinaz sequía, que venía castigándonos a todos en demasía, desde hacía unos años ya, así como "a los dos mil y un envenenados rayos más que "achicharraran" a Satanás", según solía decir el irrepetible Don Paco. Y fue entonces cuando empezaron a vislumbrar la salvación que, de forma tan providencial, se les empezó a ofrecer con el "boom" en que comenzaba a explosionar la cacería y en los muy altos precios que tomaban, en especial, las perdices en los ojeos comerciales.
Providencial salvación esta a la que comenzaron a asirse unos y otros con las premuras del que en ello les va la vida, y así comenzaron a nacer cotos y más cotos, en los que las pesetas, sorprendentemente, seguirían cayendo del cielo como en otrora, pero ya no en forma de lluvia, sino en forma de perdices abatidas por las escopetas de los más potentados cazadores, económicamente hablando, claro, como eran los del poderoso mundo de los bancos, los de las más famosas y prósperas empresas y de los más grandes complejos financieros, e, incluso, colándose entre estos también como de rondones, afamados hombres de las Artes, de las Ciencias, del Deporte y hasta de la Política.
Uno de estos cotos, en los que Guadalcanal fuera líder y modelo, fue el que yo consiguiera para aquel luminoso Domingo de Octubre, poniendo, por cierto, en un verdadero aprieto a su propietario que, por tener una deuda conmigo por cierto favor, que no viene ahora al caso, me tenía dicho que si, algún día, deseaba hacer una escapadilla al Coto, que allí lo tenía a mi entera disposición. Estaba totalmente seguro, aunque sólo fuera por aquello de que "entre calé y calé no cabe la buenaventura", de que aquel su ofrecimiento era sólo de "boquilla", pero, en fin, a los pocos días, pensando en "el alegrón" que, con ello, le podía dar a mi nuevo amigo El Capitán Páez, hice que me lo había creído y, haciendo, asimismo, de tripas corazón, me presenté, como he dicho, al no mucho tiempo de su promesa, ante "el cotista" de marras con mi solicitud en los labios, recordándole su ofrecimiento El permiso, aunque claramente "a la trágala", se me concedió, sin estar exento, por otra parte, de todo un mar de condiciones. A saber: El tal permiso era totalmente intransferible. Sólo para mí y para un sólo acompañante, con nombre y apellidos. Que no podíamos comenzar a cazar antes de que se presentara "el Jurado," para indicarnos la zona, cuyas lindes había que respetar, de todas a todas, y que, asimismo, una vez terminada la cacería, no podríamos salir del coto, sin que el Guarda nos contara las piezas abatidas, aunque en esta ocasión y por especial deferencia hacia mi persona, no tuviéramos que abonarlas. Que no tenía ni que recordarme que sólo "a lana", o sea, sólo a liebres y a conejos, puesto que las perdices, como bien sabía yo, eran sagradas y, como tales, intocables. Que...
Con todo y con ello, "el peazo alegrón", que no una simple alegría que, con el tal permiso en el bolsillo, le diera a mi electo acompañante, fue de las de "no te menees", pues si bien no la exteriorizó de forma claramente manifiesta, por aquello de su consustancial seriedad y comedida sobriedad, yo tenía la total y absoluta certeza de que, por dentro, estaría saltando como un gitanillo con unas alpargatas nuevas. Fue, exactamente, lo que sucedió, pues cuando el Sábado, a esto del atardecer, nos reunimos en El Casino, para programar nuestra cacería del Domingo, pude ver cómo El Capitán, sin grandes aspavientos, cierto que sí, se transfiguraba de súbito ante mi noticia a guisa como lo hiciera Cristo en el Monte Tabor, con perdón.
Quedamos en que le esperaba en casa a los primeros cantos de los gallos, pues a pesar de que "el cazadero" no se encontraba a demasiado distancia y de que iríamos en mi "Lanzallamas" - que es como el bueno de "Pituto" me bautizara a aquel "Seitas", que me costara pagarlo sangre, sudor y lágrimas - no queríamos perdernos ni un solo minuto en tan propicio día. Sabíamos además que allí había conejos y liebres "como por un tubo," y que los morrales, al no mucho tiempo de comenzar a cazar, los podríamos tener a tope, pero es que además, en esta tan excepcional correría cinegética, puesto que grandes amantes de la Naturaleza éramos también    -como ya he dejado apuntado por ahí - llevábamos en el alma la adjunta avaricia, tan grande o más que la de nuestros posibles lances cinegéticos, de no dejar escapar ni un instante, ya desde el mismo amanecer, en poder gozar de los bellísimos parajes que rodeaban La Ermita de La Santa Patrona de Guadalcanal, “La Santísima Virgen de Guaditoca”, lugar de nuestro destino. Quedamos, asimismo, en llevarnos sólo a mi "Judit", una podenquilla esta, canela y lucera, que era toda una divinidad, sobretodo, echando conejos a la escopeta, y no sólo rastreando el tomillar y el monte bajo, sino perdiéndose gateando bajo las más espesas junqueras y los más enmarañados y prietos zarzales, si es que, en otras prestaciones caceriles, no se mostraba tan solícita y avezada.
Por la abundancia de caza, nos bastaría con ella. Después podríamos comprobar que hasta nos sobraría.
En efecto, a las primeras claras del Domingo, ya estaba yo preparándome en casa a la espera de mi acompañante.
Cuando llegó lo tenía todo, prácticamente, a punto - sólo me
quedaba atarme los borceguíes - y en ello estaba, cuando sentí, levemente, colarse por la puerta de casa, cual mañoso y furtivo ladrón, pues le había dejado dicho que le dejaría la puerta entornada, para que no tuviera que usar el picaporte a horas tan tempranas, no fuera a despertar a mi Rafael, que con sólo unos meses de edad, debería estar durmiendo en su cuna, sonrosado y angelical como un querubín, bajo la atenta y maternal vigilancia - ¿cómo no?- de su amorosísima y celosa madre.
Como el que va pisando sobre algodones, se fue en mi busca y, después de musitarme el saludo de rigor, esperó a que terminara mi faena, contemplando un bonito canario bronceado, que comenzaba a dar señales de vida, después del largo sueño de la noche, allá en su jaula, adosada a la pared, justamente, por encima de donde yo me encontraba atándome las botas, en tanto que, con una muy significativa mímica, me daba a entender que era toda una momería de pajarín y que le encantaba, y entonces yo ni me lo pensé, me incorporé y con palabras quedas también y sobre la marcha, le dije que, cuando volviéramos de la cacería, se lo podía llevar, jaula incluida. Que no se preocupara, porque tenía repuesto. Que, incluso, tenía anidando dos parejas allá en el corral, en una espléndida canariera, al amparo de la acogedora providencia de una parra. El Capitán se limitó a iluminar el rostro con no sabría describir qué sobrio gesto de complacencia y agradecimiento, y, de momento, así quedó la cosa.
Ya en La Ermita, un sol recién nacido y como asomándose pudoroso por entre los picachos perdidos de tan bravíos parajes, nos saludó radiante, aunque con la candidez y ternura de un infante. Sacando los bártulos del coche, se presentó "el Jurado" que, excediéndose en amabilidad, nos dio la bienvenida, dándonos a elegir, a renglón seguido, "el cazadero" entre varias zonas, si bien nos recomendó aquel más cercano, atravesado por un arroyo de verdegueantes y densas junqueras, y que pasaba lamiendo los muros de La Ermita en la que nos encontrábamos, no sólo por ser de pasos muy afables, sino por ser bastante querencioso para los conejos e, incluso, para las liebres. Nos recordó que, una vez concluida la cacería, le esperáramos allí mismo junto a La Ermita, para contabilizarnos las piezas abatidas, aunque no
tuviéramos que abonarlas, según le había dicho El Señorito. Y con un castizo "hasta más ver", nos deseó feliz día de cacería y se marchó.
Estudiamos la estrategia a seguir allí sobre el mismo terreno, y decidimos coger el arroyo, yendo a la par y cada uno por sendas márgenes, y con "La Judit" por medio. Las muchas escarbaduras en sus "clareos" y terrenos aledaños, así como la abundancia de "echíos" y otros muchos rastros, nos evidenciaban que lo que el Guarda terminaba de decirnos, era totalmente cierto.
En efecto, nuestra cacería, ya en sus primeros pasos, empezó viento en popa y a toda vela, y hasta tal punto que, al poco, concertamos ir seleccionando los lances más difíciles, llegando a permitirnos el lujo, incluso, de pasar como de puntillas junto alguna que otra liebre encamada, para no levantarla de su cómodo cubil, y es que - y en "buenahora" lo digamos -para nosotros, en la cacería, siempre primó bastante más la calidad de los lances, que la cantidad de piezas abatidas. Para nosotros la cacería – gracias sean dadas a Dios - sólo era una diversión, que no una necesidad como en aquellos otrora lo era para muchos padres de familia de bolsillos de una muy penosa penuria.
Claro que, por otra parte y porque todo hay que decirlo, también tuvimos que sufrir lo nuestro, viendo cómo las perdices se nos "arrancaban a huevo", teniéndonos que conformar con el simulacro de encararnos la escopeta, para que todo quedara en el fantasioso e iluso sueño de un disparo, y a todo esto, luchando con la incontenible tentación de apretar el gatillo, pues siendo hombres de palabra, como indiscutiblemente lo éramos, bien sabíamos que, además de la prohibición expresa del Señorito sobre las patirrojas, se había dejado caer también, que si éramos vencidos por alguna tentación, preferiría que lo fuera por la de matarle una oveja o, incluso, una vaca, antes que una perdiz.
Muchos y muy bellos lances podría contar de tan inolvidable día de cacería, pero me voy a limitar sólo a uno que, por extraño e insólito, bien pudiera tomarse como una de esas fantasías que, con más frecuencia de lo que sería de desear, suelen aflorar en la boca de algún que otro escopetero, y que ha llevado a la gente a atrochar por medio, tildando a todos los cazadores, sin distinción, de ser los más mentirosos de cuantos en el mundo han sido y serán.
Vimos una liebre que gazapeaba con pasmosa parsimonia por allá, a media costera de una loma apenas mateada. La distancia para el disparo de cualquier escopeta era, a simple vista, inalcanzable. Imposible de todas a todas. La distancia no la podía saber exactamente, pero calculé muy así por encima, que bastante más de cien metros, sin duda alguna.
-¿Qué vas a hacer?.- Repenticé sorprendido, al ver al Capitán apretándose la culata de la escopeta contra el hombro y acomodando la cara a ella, al tiempo que apuntaba inmóvil y como calculando la distancia, a la que tan lejana gazapeaba.
-Voy a ver el alcance del caño izquierdo con munición del cinco.- Le oí susurrar, sin dejar de acomodarse la del doce y en vibrante tensión
-!Imposible! !Qué disparate!.- Exclamé incontenible.
No me dio tiempo a decir nada más, pues el disparo sonó, yéndoseme los ojos, instintivamente, a la lejana liebre que, aunque totalmente ajena al tiro, hizo, sin embargo, una extraña y leve “mojiganga”, y sin cambiar de rumbo, continuó con su parsimonioso gazapeo, hacia la planicie, que arrancaba de la base de la loma que ella llevaba y la que clareaba entre algún que otro desperdigado y solitario matojo, por lo que, al encontrarse tan despejada, pudimos seguirla con la vista, si bien con la mano de visera, hasta que la pudimos ver detener su tranquilo paseo junto a uno de aquellas solitarios tomillos. Esperamos a ver si seguía su camino, y viendo que se hacía esperar en demasía, pensamos que se había encamado al amparo del matojo. Sin perder la referencia y por pura curiosidad, nos fuimos acercando hasta que, una vez que la tuvimos a tiro, pudimos verla junto al tomillo como encamada. Intentamos arrancarla "hucheándola", pero, viendo que no respondía, comenzamos a tirarle unas piedrecitas, no sin antes echarnos una amigable apuesta, para ver quién de los dos la podía abatir una vez que estuviera en plena carrera. "Pero que si quieres arroz, Catalina", porque la "orejona", al parecer, tan cómoda y feliz
debía encontrarse allí encamada, que ni aunque le hubiese caído al lado El Everest. Por fin, llegamos hasta ella, y claro que se encontraba cómoda y feliz allí como encamada, y tanto, que hasta estaba dispuesta a quedarse allí por los siglos de los siglos, amén. El lejanísimo disparo del legionario, ante su propio asombro y, aún más ante el mío, la había matado.
Quede pues aquí en esta especie crónica, como extraña anécdota y como botón de muestra de aquellas mis primeras correrías cinegéticas con el que llegaría a ser uno de mis mejores amigos, El Capitán Páez, y volemos al día de vísperas de la apertura de La Veda del siguiente año, que es donde realmente se encuentra el punto de arranque de la Historia de aquella excepcional bracca alemana, que es a lo que, en definitiva, estamos comprometidos. Comencemos pues con
nuestra Historia, deseando de todo corazón que nuestros lectores que gocen tanto en su lectura, como en escribirla he gozado yo.

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

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