By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 6 de agosto de 2016

Relatos de caza a la luz del candil 4

Una cacería el “El Quejigal” (5) primera parte

Ese año también, como ya venía siendo costumbre en él, El Capitán Páez se presentó en su pueblo desde “Sidi Ifni”, puntual como un "Longines", el día de vísperas de la apertura del periodo hábil de caza. En esta ocasión, sin recaderos por medio, fue él, en persona y al no mucho de haber "aterrizado" en casa de su hermana, el que se me presentó en La Escuela, y que, después de lo visto, más que por el apremio de saludar a un buen amigo, después de largos meses de ausencia, fue como para desembuchar una incontenible enhorabuena, que le bailaba en el corazón, por las excepcionales dotes y virtudes de las que, según tenía oído y más que ratificado en las pocas horas que llevaba en el pueblo, hacía gala la cachorra que me regalara, y así, desde el instante mismo en que apareciera en la puerta, comenzó a decirme, a la par que avanzaba hacia mi mesa con los bazos abiertos en actitud de estrecharme en un amigable abrazo, que no me podía ni imaginar la alegría tan enorme y la satisfacción tan sumamente grata que sentía, por el gran acierto que había tenido en la elección de la cachorra. Que por lo visto y como bien profetizara yo en su momento, había sido especialmente dotada por la diosa de la caza, la divina Diana. Que ya le tenía dicho algo, al respecto, su cuñado José María, en alguna que otra llamada telefónica, pero que, sorprendentemente, desde que, aquella misma mañana, pusiera los pies en Guadalcanal, no había dejado de oír, de unos y de otros, que "la perra, que le regalara a Don José Fernando, era el no va más en todas y cada una de las prestaciones, que un perro de caza puede ofrecer al más exigente de los cazadores".
-No lo dudes.-Acudí a contestarle con el orgullo, ostensiblemente, reflejado en la cara, a la vez, que le expresaba mi más sincero agradecimiento.- Cuando la veas "metida en harina," tengo la más absoluta certeza de que te vas a quedar con los "güevos colgando", como tu cuñado me dijera, profetizando la valía de la perra.
Uno de mis alumnos, cuyo pupitre se encontraba casi pegando a mi mesa, me debió oír, pues cuando me di cuenta de la palabrota que, de forma tan espontánea, se me terminaba de escapar, pude notarle que, con mirada de picaroncillo, buscaba a hurtadillas a algún cómplice que le apoyara en aquel morbo, que "el taco" del señor Maestro le terminaba de suscitar. Como subrepticiamente y a modo de paréntesis dentro del diálogo que mantenía con el militar, procuré arreglar el desaguisado, y, haciendo un inciso, me dirigí al pícaro alumno, y le dije que los Maestros, por muy Maestros que fuesen, no son dioses, sino humanos, y que, como tales, también suelen meter la pata, alguna que otra vez, hasta el mismo corvejón. Y el chaval, ante mis imprevisibles e inesperadas palabras, se limitó a agachar la cabeza, quedando, a su vez, más serio que la bragueta de un guarda.
La Sesión Escolar estaba a punto de concluir, por lo que no tuve grandes remordimientos de conciencia, por robarle los escasos “minutejos” que quedaban, así que di por concluidas mis lecciones, cerré La Escuela y me fui, en la grata compañía del amigo, recién llegado desde tan lejos, a tomar una copita antes de acudir al almuerzo. La mayor parte de este nuestro tiempo se lo llevó el panegírico que le sermoneara de la "diosa" que me regalara, si bien, como en un inciso, también  intercalamos en él todos nuestros proyectos referentes a la cacería del día siguiente. Todo estaba, prácticamente, concretado, y así hice especial hincapié en referirle "el cazadero" elegido y a los compañeros con los que iríamos.
Con alguno de ellos, por cierto, nos encontramos allí en el Bar, por lo que, entre otras cosas, pudimos confirmar la inclusión definitiva del "legionario" en el grupo, después de haberle dejado un tanto al aire, por si no llegaba a tiempo o por si optaba por otros planes.
Los compañeros, además de ser muy buenos amigos de ambos, eran todos ellos grandes y afamados cazadores. Estoy por decir que se trataba, nada más y nada menos, que de la "flor y nata" de los escopeteros de Guadalcanal: Nicasio "El Labriego", Patricio “El Trepe”, Curro "Mataliebres", Cato "Robaníos", Currillo "El Zocato" y quizás algún que otro más que ahora no recuerdo. Todos ellos, parecían llevar en la sangre, como aquellos primitivos cazadores de La Prehistoria, las más envidiables virtudes del auténtico y más genuino cazador: espíritu de sacrificio, el saber pisar por el monte, el instinto y la astucia de un viejo zorro, la estrategia de un sagaz guerrillero y la rapidez de un rayo en el disparo.
Creo que es el puntual momento de confesar, al respecto y para que el demonio no se ría de la mentira, que ni El Capitán ni yo llegábamos a tanto, por lo que nos sentíamos entre ellos como segundones y casi de relleno, aunque jamás como estorbos o simples comparsas, como para hacer el más espantoso de los ridículos.
El singular y muy dicharachero "Don Paco", tal vez,  hubiese dicho, al respecto, aquello de "cada gente con su gente, y los burros con los gitanos", pero tampoco era el caso.
Esto por un lado, pero como por otro, la costumbre por aquellos lares era "ir a zurrón individual", cuando se cazaba "en cuerda", y no a "un solo zurrón", pues adelante y, como decía aquel, al que Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga.
"El Quejigal", nuestro electo "cazadero", por encontrarse allá "en el quinto coño", aparte de estar comunicado sólo por escarpadas veredillas ovejiles de montunos vericuetos, nos obligaba a tener que ponernos en camino bastante antes de que amaneciera.
A la llamada del despertador, salté de la cama como un gamo, y me fui directamente hacia el balcón a inspeccionar el cielo a través de los cristales. "Al trasluzón" y como entre blancos y andarines vellones de algodón, pude ver titilar las estrellas. Fue el preciso momento además en que el gallo lorigado, que mi adorable esposa cuidaba como rey de sus gallinas en el corral, tocaba diana con aquel tan gallardo "kikirikí" que, por ser especialmente bizarro y arrogante, parecía haberle salido de lo más profundo del alma.
Pensé que los compañeros podían adelantar la hora de la  llegada, y me apresuré a dejarles la puerta de la calle entreabierta, para evitar que tuvieran que echarle mano al picaporte. Y es que el llamador de aquella mi casa era el de un Castillo Medieval. Un sólo aldabonazo, y más que suficiente para despertar a un muerto, que no sólo a mi esposa y al ángel, de nombre Rafael, que a su lado dormía plácidamente.
Otras veces no, pero miren ustedes por donde, esa madrugada, mientras ponía en orden mis bártulos, me vino a la memoria, caprichosamente, algo que yo tradujera del latín, no recuerdo bien si de Horacio o de Virgilio, siendo aún estudiantillo de Bachillerato. Estos peregrinos y extraños caprichos de la memoria, a veces, tienen "su gracia".
Y es que aquello "del "venator" (cazador) abandonando a la tierna esposa en el tibio lecho del amor...", a mí, convertido ya por aquel entonces en un pícaro pollo zancón, me sonaba a.....pues a eso, a entelequias de bucólicos poetas. Pero, esa mañana, después de tantos años, tuve que rendirme a la evidencia. El vate latino tenía más razón que un santo.
¡Esta dichosa afición...!
Tuve que convencer a mi amorosísima y muy hogareña esposa, para que no se levantara a calentarme ese, al parecer, imprescindible buchito mañanero de café, porque......¡ qué va, mujer, que con un buen "lingotazo" de aguardiente peleón de “Zalamea La Real”, ya está "el tío" "que echa leches por esos andurriales".
La Diana, aquella "braca" irrepetible que me trajeran de la mismísima Alemania como singular presente, con sus papeles en regla y en avión, debió ventear desde el corral, ya suelta de su collar, mis cinegéticas intenciones, y, mientras preparaba los bártulos, no dejaba de arañar la puerta, gimoteando impaciente e incontenible su afición.
Cuando con el morral a las espaldas, la canana a tope apretada en la cintura y "la del doce" enfundada sobre el hombro, me disponía a acudir a la puerta, sabiendo que mis compañeros estaban al caer de un instante a otro, intuí que alguien se colaba en el zaguán con el tacto de un avezado ladrón, al tiempo que adivinaba que le bisbiseaba una especie de amenaza a un perro, prohibiéndole la entrada. Me fui rápidamente a su encuentro, y, en efecto, se trataba de Nicasio "El Labriego" que, al verme, le faltó tiempo para darme "los mu güenos días nos dé Dios", con voz apagada. Le pregunté con un gesto por los demás. Y como en confidencial confesión al oído, me contestó que, para evitar ruidos y posibles molestias a horas tan tempranas, ya iban "p´alante" en busca de las afueras, donde nos esperaban.
Entre tanto, tras la puerta del corral, La Diana, convencida, definitivamente, de que el día de caza era un hecho irreversible, arreciaba sus gimoteos y su impaciencia, así que, cuando le abrí, explosiva y “lametona”, se me enredó entre los pies, exteriorizando incontenible su desbordada felicidad. No me dejaba dar paso y tuve que reñirle, simulando severidad. Ella, por contra, me miró con tanta dulzura como humildad, y, derrengada como una esclava empalagosa, se lamió los hocicos y "gimió" como una niña caprichosa. Sólo tuve que señalarle con los ojos la dirección de la calle, para que escapara hacia ella como una flecha.
"Crispín", "el garabito" blanquinegro de Nicasio, que nos esperaba en la calle, corrió a su lado, y, después de olisquearla entre amable y desconfiado, repentizó alegres carrerillas a su alrededor como invitándola al juego, mientras que yo me restregaba la nariz al sentir que me la afeitaba, como a traición, una gélida brisilla norteño que se rizaba en un leve temblor, en algún esporádico yerbajo arrinconado en las aceras, al ritmo que parecía marcarle una tenue neblina "meona", que se cernía a ras del suelo.
-¡Malo.- Susurré como para mis "adentros" y casi inconscientemente, añadí.- menuda faena nos puede jugar el "hijoputa" de este “galleguiño” de los infiernos!
Me dio la impresión que "El Labriego" no se quiso dar por enterado, así que, desentendiéndose de mis palabras, escondió las orejas entre el cuello levantado de la pelliza, y echó a andar tras el explosivo jugueteo de los perros.
Las calles dormían en tan mudo y solemne silencio, que el escarbo de uñas de los perros sobre el empedrado, daba la sensación de un espurreo de gravilla, en tanto que el profundo y acompasado taconeo de nuestras botas parecía una profanación. Alguna lucecilla moribunda, colgada en el farol de alguna que otra esquina, parecía agonizar por momentos.
Y por allá, por las repinadas crestas de las sierras de "Los Retamales", asomando por lo alto de los tejados como tras un cristal esmerilado, se podía intuir la lontananza de un cielo con grandes claros, en los que las estrellas parpadeaban acrisoladas y como jugando "al escondite" entre los peregrinos nublados.
Caminaba ensimismado junto a Nicasio, oyéndole las sentidas loas que me iba haciendo sobre "los cazaderos del Quejigal", cuando de pronto, "Crispín" repentizó una carrerilla nerviosa y hostil en dirección a un gato romano que, crispando el lomo primero, y escapando "a calzón sacao" después, se coló, como una centella y con el perro en los talones, por debajo de un portón leproso de un corralón en ruinas, en tanto que La Diana, familiarizada, al parecer, con nuestros domésticos gatos, me miraba como diciendo, que no comprendía la beligerante actitud de aquel loco persiguiendo a un animal tan hogareño como lo era él mismo.
Prácticamente en "las afueras" ya, dimos alcance al resto del grupo, en el que, en efecto, como ya me advirtiera "El Labriego" en el camino, también se encontraba, Bartolo "El Sacristán", invitado por su primo Currillo "El Zocato", con el que se encontrara, casualmente por la noche y muy a última hora, en El Casino, como queriéndome justificar con ello el cambio de parecer que tuvieron que tomar, a raíz de esta invitación, de cazar "a un sólo zurrón", haciendo, por una vez, una excepción especial.
"El Moro" y "La Linda", los dos castizos conejeros cruzados en ibicenco de Curro "Mataliebres”, así como "El Peralito", el astuto zorrero de Cato "Robaníos”, "La Chula" de Bartolo "El Sacristán" y "El Pringues" y "El Panete", que les prestara al Capitán su cuñado José María, tan pronto ventearon a nuestros perros, corrieron en loca desbandada a su encuentro con amenazadores, pero poco sinceros ladridos.
Una vez reunidos, todo quedó en pacíficos olisqueos como de reconocimiento, y.....adelante y como amigos de toda la vida.
"El Chispa", sin embargo, al providencial amparo de su amo, Currillo "El Zocato", apenas si se atrevió a lanzar unos ladridos, dando la sensación que los lanzaba por el sólo hecho de no querer ser menos que los demás, al tiempo que, por su atiplado y ridículo tono, lo delataban, inequívocamente, como la nimiedad del enteco can que era.
A muy poca distancia de las esquinas del pueblo, nos echamos fuera de la carretera y empezamos a atajar por pedregosos y zigzagueantes caminos de bestias que, conforme se iban encabritando, iban degenerando más y más en veredillas de vericuetos imposibles, que nos obligaban a caminar en fila india. A veces y por tramos, más o menos largos, perdían incluso “el alberizo” color de su serpenteo bajo el matorral, en tanto que el jadeo de nuestras fantasmales sombras, en la penumbra de la madrugada, se hacía más y más patente. No obstante, aureolados de lleno por nuestro gozoso y desbordante anhelo, menudo guirigay de gallinero nos llevábamos por aquellos repechos con las jaras golpeándonos el pecho, porfiando llevar la batuta con esta o aquella sorprendente anécdota caceril o este o aquel espectacular lance de nuestra vida de escopeteros, aunque siempre, eso sí, con las palabras entrecortadas por la asfixia.
El único que no decía ni esta boca es mía, era Bartolo, y es que el buen hombre, aparte de que la Sacristía - ya que Sacristán era - se debía prestar poco para entrenamientos deportivos, tenía toda una señora "andorga, " que ni el "Canónigo" más “morrilludo” y hermosote. Y claro, allá iba nuestro hombre gateando como a “chuparrueda” y, más que como debía, como podía.
Las primeras claras del día nos cogieron ya muy “cumbreros”. Fue a esas horas, precisamente, cuando, al pasar junto a un bosquecillo de álamos, me llamó la atención el rumor de avispas de sus hojas semiagostadas, e, instintivamente, se me escaparon los ojos hacia el cielo. Y entonces, con un significativo gesto de mala geta, le quise dar a entender al "Trepe" que el cielo se nos podía malear y tenernos todo el santo día como una sopa. Pero "El Trepe", después de echarle un vistazo por encima a los chopos y fijar sus ojos en los nublados, me dijo, con total convicción, que "noniles". Que nada había que temer. Que sólo se trataba de la natural brisilla mañanera de la sierra, y que los cuatro nublillos que vagaban desperdigados por el cielo, por inocentes e inofensivos, "no traían ni la meá de un gato".
Frasquito "Mataliebres" terció, y no sé a cuento de qué, comentó que, siempre que iba a salir de cacería, le pasaba lo mismo. Que, por la alegría que le entraba por todo el cuerpo, sentía como una especie de nervioso hormigueo, que no le dejaba pegar ojo en toda la noche. Nos dijo exactamente – lo recuerdo letra por letra - que "dormía menos que el gato de una posá". A "Robaníos" le cayó en gracia el dicho y, riendo,
"se meaba las patas abajo". En efecto, el tiempo no sólo nos respetó, sino que hasta nos benefició, ya que los nublillos más que andarines entre los claros del cielo, nos mitigaron los rigores de un sol, que todavía en Octubre, suele quemar en Andalucía como las parrillas de San Lorenzo.
Los pajarines forestales, ante nuestros pasos, empezaron a relampaguear juguetones entre el matorral, mientras que el canto de los gallos cortijeros se iba espaciando más y más, siendo, a su vez, reemplazados por "los reclamos de cañón" de algún que otro perdigón que, perdidos por aquellos montaraces parajes, se iban haciendo, cada vez, más asiduos.
Eran los precisos instantes en que, coronando, por fin, aquellas interminables y pronunciadas laderas, dimos vista a los bravíos cerros del Quejigal. Realmente, el que, por antonomasia, era El Cerro del Quejigal, se encabritaba allá enfrente, desafiante e imponente, en tanto que, en su entorno, se extendían otros cerros de "coronos" más suaves y laderas más afables, y en cuyas faldas se intuía que el monte clareaba entre alguna que otra estrafalaria encina centenaria que, esporádicamente, se elevaban en ellas como fantasmagóricas sombras.
Entre nosotros y aquellos bravíos parajes, aún se extendía una especie de dehesa que llaneaba en suaves y amplias ondulaciones, en las que convivían en promiscuidad, a modo de exuberantes macetones e, indistintamente, las retamas, las chaparreras, los acebuches, los quejigos, los lentiscos, las madroñeras y siempre, como incordiando entre ellos, las aulagas, las jaras, los jaguarzos, los tomillos y los romeros.
Repinados en las puertas de este teso y con la aureola del sol en el horizonte, anunciando su inminente nacimiento, decidimos tomarnos un respiro, al tiempo que montábamos, definitivamente y ya con "el cazadero" ante los ojos, nuestras estrategias cinegéticas.
Nuestro jadeo era patente, y todos, siguiendo el ejemplo de Páez, comenzamos a hacer profundas inspiraciones, rebotando, a la vez, los brazos en cruz hacia atrás a lo gran gimnasta, como queriéndonos meter entre pecho y espalda aquellas inmensas y solitarias lontananzas, que se intuían en la tenue claridad de la alborada.
Viendo a algunos de los perros que como no pudiendo refrenar por más tiempo la fuerza de su pasión por la caza, comenzaban a rastrear inquietos entre los matojos y peñascales más cercanos, mi Diana me miró con impaciencia contenida y, como esperando mi permiso de un momento a otro, para ponerse a imitar a sus compañeros.
"Nada nuevo bajo el sol," me dije, oyendo a unos y a otros tramar sus propias estrategias, y me distraje mirando al "Chispa" que, sentado sobre las patas traseras, siempre al lado de su amo, parecía estar en la actitud de todo un atento y muy interesado oyente. Una monería de “gozquecillo”, desde luego que sí, pero me parecía tan poca cosa, que hasta llegué a pensar que el solo hecho de haber podido alcanzar aquellos elevados parajes, y más pensando que, por lo común y siguiendo el ejemplo de los demás perros, los habría subido fuera de vereda y atrochando entre el monte, era ya, no sólo toda una heroica gesta, sino todo un sorprendente prodigio.

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

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