By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 24 de marzo de 2012

El milagro de la palabra y el inmenso poder de la imaginación

Vivir del cuento

"Cada vez que leo a Cortázar tengo la sensación de que lo extraño se torna familiar. Lo imposible, factible".

Creí, durante muchos años, que Julio Cortázar era argentino. Así que un día volé a Buenos Aires para perseguir sus huellas por los distintos lugares en los que había vivido. No suelo interesarme por las biografías de los escritores que admiro, prefiero leer su obra e imaginarme su vida. Sin embargo, crucé el Atlántico para buscar la presencia de Cortázar. Pero solo encontré la figura de Borges por distintos sitios, alguna noche coincidí con él y Alfonsina Storni en el café Tortoni. También estuve sentado a su lado en el restaurante La Biela. Otro día estreché la mano de Ernesto Sabato en el Parque Lezama, los vecinos del barrio de San Telmo le dedicaban una placa frente al bar Británico donde escribió Sobre héroes y tumbas. Pero no encontré ni rastro de Cortázar. Era el año 2004. Volví a cruzar el océano para ir a visitarlo al cementerio de Montparnasse con la intención de estar lo más cerca posible de él. Al fin, lo encontré con una botella medio vacía de vino y una copa encima de la lápida donde estaba escrito su nombre y las fechas más importantes de su vida. No sé por qué cuento todo esto. Quizás porque Julio Cortázar me enseñó a jugar a la rayuela para conseguir el mundo, si quería ganar era imprescindible tener acierto, puntería, y guardar el equilibrio.
Me llamó la atención que Julio Cortázar y yo coincidiéramos en algo tan curioso como que los dos escribimos la primera novela a los nueve años. Él la acabó en 1947 y yo en 1963. Esa es la diferencia de edad que existe entre nosotros, que existirá siempre, aunque él haya muerto. Ahora consulto la primera página del libro de la editorial Sudamericana Todos los fuegos el fuego y descubro que lo conocí literariamente hace cuarenta años. Aquellos cuentos hicieron despertar mi curiosidad por aquel hombre, a la vez próximo y extraño, que se detenía en los detalles más íntimos de la vida cotidiana. Desde entonces, nada para mí carece de interés. Vivo en un piso 15 y a menudo me entran ganas de perseguir y capturar ese pelo que se ha colado por el desagüe del lavabo. Cuando voy en coche y me veo envuelto en un atasco, me acuerdo de “La autopista del sur”. Me fijo en los conductores y los ocupantes de los demás vehículos, les pongo nombre e invento sus vidas. También me detengo en los actos rutinarios que realizamos a diario y pasan inadvertidos, como el simple hecho de subir una escalera. Desde que sigo sus pasos, me he convertido en el protagonista de mis propias ficciones. El héroe de papel que apadrinó aquel escritor que nunca llegué a conocer personalmente, aunque estuve con él, en cuerpo y alma en el cementerio de Montparnasse. A fin de cuentas, Cortázar me indicó que no tiene que haber distancia entre el escritor y el lector, la realidad y la ficción, la vida y la muerte. Cada vez que leo sus historias tengo la sensación de mirar a través de un calidoscopio que cambia de dibujo y de color, se dispersa y concentra, huye y regresa. Lo extraño se torna familiar. Lo imposible, factible. El milagro de la palabra y el inmenso poder de la imaginación. Dijo en cierta ocasión que los temas le elegían a él, le caían encima de golpe como el coco de una palmera, pasaba algo que lo llevaba a escribir. El sueño hecho realidad. Me contagió su afición a los viajes y las mudanzas. El valor de la creación espontánea, libre e imprevisible. Cortázar se dedicó a vestir las sombras que siempre nos acompañan. Me cambió la vida. Me enseñó a vivir del cuento.

JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA

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