De viajantes en la Sierra Norte y sur de Extremadura en los años cincuenta del siglo XX

La memoria,esa función
cerebral exclusiva de nuestra especie, no deja de asombrarme en
aspectos como el que da origen a este texto. Por eso me he preguntado
muchas veces: ¿por qué recuerdo en su integridad sin el
mínimo fallo, con el paso de los años, , las décimas
“Cuentan de un sabio …” de Calderón de la Barca y
“Admirose un portugués…” de Nicolás Fernández
de Moratín, y de una cantinela guasona, que recitaban los
viajantes en la Tienda de mi Padre hace casi 60 años, sólo
puedo reproducir, y mal, una línea o verso?. En estas cuitas
me hallaba cuando se me ocurrió acudir al Santo Buscador –
intuirá el probable lector que no me refiero a San Antonio de
Padua, sino al cibernético San Google – que mire Vd. por
donde,tampoco me resolvió el problema, ya que si bien me llevó
a un foro de un ciudadano de la vecina Fuente del Arco, le pasaba
igual que a mí, pues sólo reflejaba la frase “En
Llerena está la cosa buena”, que como veremos más
tarde no era la exacta, y por supuesto al texto le faltaba casi todo,
para estar completo.
De repente se me ocurrió
telefonear al antiguo colaborador de mi Padre, exitoso empresario ,
gran amigo y excelente persona , que se llama Eduardo Saavedra
Moreno. Cuando le conté el motivo de mi llamada, él que
ha dedicado toda su vida al comercio, no tardó ni un segundo
en repetirme el dicho, que circulaba por entonces en boca de los
sufridos miembros del gremio de los viajantes que visitaban nuestra
comarca.
La pequeña
historia es la siguiente. Había un viajante con ínfulas
poéticas, que necesitaba que su empresa le remitiera fondos y
se los solicitó a su jefe con el siguiente telegrama en verso:
En Alanís,
negocio no conseguí
Cazalla,
está que
estalla,
Constantina,
está que
trina,
En Guadalcanal,
na,
mande fondos a
Llerena,
por si está
la cosa buena .
La respuesta del jefe,
también por vía telegráfica , y que no se hizo
esperar, fue la siguiente:
Devuelva usted las
maletas
y váyase a
hacer puñetas
no quiero viajantes
poetas.
Penoso trabajo el de
aquellos viajantes, gente dicharachera e ingeniosa que sobrellevaba
con humor una dura profesión, que comportaba prolongados
viajes en trenes arrastrados con máquinas de va porque lo ponían
a uno perdido de carbonilla, cargados de maletas, y que les obligaba
a pasar casi toda la semana lejos de la familia en las pensiones de
los pueblos.
A decir verdad, aquellos
viajantes algunos de cuyos nombres recuerdo (Martínez,
Ossorio, Ramos .…, etc.), además de ser enormemente
simpáticos tendían a considerarnos “catetos” por el
mero hecho de ser de pueblo, -(en Madrid donde escribo, los castizos
dicen ahora “pardillos”) -y a veces no dudaban en practicar el
fino arte del vacile con los paisanos de la Sierra. Sobre un vacile
practicado por un viajante publiqué, hace 18 años, en
la Revista de Feria de 1991, el texto que reproduzco a continuación,
firmado con un seudónimo que era un homenaje a mi Padre,
José María Álvarez Medina, más conocido
como Pepe el de la Tienda. La anécdota sucedió en la
Barbería, que estaba situada en la Plaza, entre un viajante
sevillano y Manolo Escote Gallego inolvidable amigo de mi padre y
mío. La titulé “Cuernos en la barbería”,
pero igual hubiera valido “El viajante viajantado” y decía
así:
CUERNOS EN LA
BARBERIA
Yerra el lector si
supone, por el título de estas líneas, que el asunto se
refiere a una infidelidad conyugal consumada en una peluquería,
que en Guadalcanal, donde ocurrió la historia, se denomina con el
vocablo cervantino cuando se trata del establecimiento de
caballeros.
Los hechos ocurrieron
una tarde de verano de los años 1950. Fueron
protagonizados por ese singular y entrañable guadalcanalense
llamado Manuel Escote, y por un viajante, cuyo nombre ni conocemos ni
hace al caso. Baste saber que era sevillano, chaparrito
y vacilón. El escenario fue la barbería de Manolo, sita en la
impar plaza de España de Guadalcanal, frente a la estatua de A.
López de Ayala, aquel que temía "más al olvido que a la
muerte". Serían las prime ras horas de la tarde en las que la
tranquilidad de la plaza, mientras los naranjos agrios aguantaban
impávidos la canícula, era absoluta.
La barbería,
como la tenía puesta Manolo, se diferenciaba muy poco de las de
otros pueblos de Andalucía. El detalle distintivo era una
hermosa cornamenta de ciervo, que había en la pared que
quedaba a la derecha de la puerta, y que cumplía la
utilitaria misión de perchero. Se trataba de las astas de una pieza no cobrad
a por Manolo, sino de un regalo que le había hecho uno
de sus hermanos* aficionado a la caza mayor, ya que nuestro
protagonista, empedernido cazador, lo era de las especies pequeñas
que abundan en nuestro término.
Aquella tarde Manolo,
después de haberse levantado de la siesta, abrir la
barbería, y haber leído el ABC, daba cuenta del crucigrama de Cova
con la facilidad acostumbrada.
De pronto la cortina
dejó entrar la luz de la plaza, y una voz netamente
sevillana irrumpió en la estancia.
--Buenas tardes,
maestro. Aquí vengo, a ver si me hace Vd. un buen arreglo.
Manolo, al mismo
tiempo que se levantaba del sillón giratorio en el que se
encontraba, contestó:
--Buenas tenga Vd.
Veremos lo que podemos hacer.
El cliente se acomodó
en el sillón del que Manolo acababa de levantarse. Manolo
le aplicó el paño blanco, y tras ajustar el respaldo a
la altura del cogote, empezó su faena, extendiendo jabón con la
brocha sobre el rostro de su desconocido cliente. Éste,
que ya había reparado en los hermosos cuernos que adornaban
la pared de enfrente, no pudo reprimirse las ganas de vacilar
con Manolo, y con la entonación ambigua que el caso
requería, pausadamente dijo:
--Maestro, digo yo que
buenos cuernos tiene Vd..... aquí.
--Mire Vd. qué
casualidad -respondió Manolo sin inmutarse mientras continuaba su
cometido-precisamente son del último viajante
que pasó por aquí, que se los dejó olvidados.
El viajante, tras la
sorpresa de la respuesta, encajó el golpe con
deportividad. En Sevilla, en más de una ocasión tomando
unas copas con amigos
de su gremio, decía que había que andarse con cuidado
con alguna gente de pueblo, porque había algunos,
como el barbero de Guadalcanal, que no se cortaban un pelo.
PEPE SHOPSON
Madrid, Julio 1991.
*Isidro, empleado
jubilado de TVE, autor del libro “Vivencias y convivencias con la
caza” recientemente publicado.
La cantinela del
telegrama y la coña marinera de los cuernos son de una fecha
que no puedo precisar, pero temo no equivocarme mucho si afirmo que
se produjeron entre 1945 y 1950. Comprenderá el lector que en
aquellos tiempos en que “España era una unidad de destino en
lo universal”, la única forma posible de abordar los
problemas sociales era mediante el humor, en su
variante más
genuina, el cachondeo celtibérico.
Por la misma fecha, un
escritor neoyorkino, hoy famoso tanto por la calidad de sus textos,
como por la que después fue su exuberante esposa, -el avisado
lector habrá adivinado que me refiero a Arthur Miller (1915
-2005) – estrenaba el 10 de febrero de 1949 en el Teatro Morosco de
Nueva York, su famosa obra “La muerte de un viajante” con Lee J.
Cobb en el papel del protagonista, el viajante Willy Loman. Desde
ese día no ha dejado de representarse en todo el mundo,
habiendo quedado como una de las obras maestras del teatro
norteamericano moderno.Recuerdo, hace ya bastantes años, haber
asistido en el Teatro Bellas Artes de Madrid, a una representación
dirigida tal vez por José Tamayo, en el que ese pedazo de
actor llamado José Luis López Vázquez,
interpretaba el papel del viajante y que poco tenía que
envidiar a la maestría del actor americano antes citado.
Cuando escribo estas líneas se repone una vez más en
Madrid, en una versión del director argentino Mario Gas.
Las razones por las que
en la misma fecha se abordaba, en dos lugares separados por miles de
kilómetros, la figura del viajante en claves tan opuestas,
humorista aquí y trágica en Nueva York, son tan obvias
que me abstengo de comentarlas.
Madrid Julio 2009
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