By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 16 de mayo de 2012

Un territorio sin fronteras

Los grandes poetas se han parado a hacerle preguntas a la pintura para progresar en su obra.

Como afirmaron, entre otros, Lessing o Praz, la pintura necesita a la poesía porque sin ella puede verse pero no puede ser leída, y la poesía necesita a la pintura porque sin ella puede leerse pero no ser vista. La pintura le aporta visibilidad a la poesía, la poesía le aporta inteligibilidad a la pintura: un acto de ensanchamiento hermenéutico que catapulta a ambas a territorios a los que difícilmente hubieran llegado por separado. Por eso, y aunque no siempre se lleven bien, son hermanas que comparten un mismo origen y que se encaminan a un mismo fin. Conviene, en este sentido, no confundir los intentos de la emblemática tradicional, el concepto de obra total de Wagner o las propuestas de ciertas vanguardias (el letrismo, los caligramas, los collages), que cosen por el tronco a pintura y poesía transformándolas en ese monstruo de feria que solían ser los hermanos siameses, con las relaciones históricas libres que han mantenido ambas a lo largo de los siglos: lo que comparten no las hace más lentas y torpes sino más veloces, más lúcidas, más ágiles, más estáticas y mejor afincadas en lo eterno.
Prácticamente todos los grandes poetas se han parado a hacerle unas preguntas a la pintura de cuya respuesta dependía en buena medida su propia validez y capacidad de progreso como tales poetas. Además, y en unos pocos casos, ciertos poetas han combinado su dedicación a las letras con su dedicación, más o menos profesional o notoria públicamente, a la pintura y al revés, ya que muchos grandes pintores, como por ejemplo Picasso, practicaron también la poesía.
Quizás el caso más llamativo de poetas-pintores es el de Wang Wei (701-761), uno de los grandes de la dinastía Tang, el período y el lugar más feliz de la historia para ser poeta, de cuyas pinturas, por desgracia, solo nos han llegado débiles reproducciones. Sobre él dijo otro poeta, Su Dongpo: “La poesía de Wang Wei es pintura; / la pintura de Wang Wei es poesía”. Considerado el padre de la Escuela del Sur, se inventó diversas técnicas pictóricas, entre las que destaca el shuismo, un procedimiento que sugiere los colores sin usarlos (sobre un fondo blanco se van dibujando los paisajes con diversos tonos del gris) y que, por eso, mejora la perspectiva. Como poeta haría algo parecido: sus imágenes no luchan por la primacía de un color sino que colaboran todas a que lo que quede realzado sea el conjunto. Como diría Kuo Hsi (1020-1090) siglos después, con palabras que podrían aplicarse a Wang Wei, “la poesía es un cuadro sin formas y una pintura es un poema con formas”.
El mejor heredero de esta tradición en el Occidente contemporáneo fue Henri Michaux (1899-1984), que se fijó en la técnica de la pincelada única formulada por Shih T’ao (1641-1717). Según este era un no-método gracias al cual cada golpe de muñeca conseguía que el pincel pusiera un poco de orden en el gran caos que es el Universo. Michaux, que también se inspiró en los garabatos, en el arte de los niños y en los estados mentales inducidos por las drogas, realizó varias series de dibujos, entre los que destacan Captar y Mediante trazos, para buscar ese punto de ingravidez original en el que el orden y el caos intercambian sutilmente sus cualidades y que, en su caso, se condensan en insectos inclasificables, tachaduras que solo se tachan a sí mismas y líneas que se desperezan en busca de su espiral. Como poeta buscó eso mismo inventándose decenas de seres y de pueblos a medio camino entre el sueño y la lógica: seres y pueblos imaginarios sin los cuales, una vez extraídos de su imposibilidad o de su latencia, se vuelven imprescindibles de tan reales.
Antes que él William Blake (1757-1827) trató en persona con los ángeles y con esos extramundos que catalogara Swedenborg. Fue un poeta y un pintor visionario que usaba sus visiones como otros usan manos y piernas: para comer, para no caerse, para coger algo, para subir una escalera. Sus visiones no le volvieron loco, aunque sí que hicieron de él una persona bastante rara, porque no le hablaban de lo ultraterreno como tal sino de lo ultraterreno como lo terrenal por excelencia, ese espacio (mental, poético, pictórico, filosófico) donde se abrazan el cielo y el infierno para crearnos a cada uno de nosotros (y a las piedras, los ríos, etc.)
Lorca y Alberti son iconos de una etapa de la literatura española y de la propia historia de España. Lorca, que expuso en Granada en una casa particular en 1925 y en Barcelona en la galería Dalmau en 1927, muestra en sus dibujos una sensibilidad contenida que en sus poemas acaba desbordándose, haciéndose poco a poco torrencial y expansiva. Sus dibujos son íntimos, confesiones en clave de pulsiones secretas que parece estar intentando visualizar y controlar (o quizás descontrolar a la manera de su amigo Dalí), como se ve en El joven y su alma y, sobre todo, en Escena de domador y animal fabuloso, dos de sus composiciones más logradas. Por su parte, Alberti, que siempre dijo que la pintura fue su vocación primera, tuvo una larga trayectoria como pintor con exposiciones individuales en Buenos Aires, Bogotá, Roma y diversos lugares de España. Picasso, gran amigo suyo, y al que dedicó su poemario A la pintura o los grabados de Los ojos de Picasso, fue su brújula en su paso por las vanguardias, en su constante experimentación e incluso en la elección de motivos. Su pintura se autodefinía como lírica (desde sus liricografías iniciales hasta series litográficas como El lirismo del alfabeto, de 1972), pero era más bien una especie de canto nerudiano a la existencia, a lo que ocurre fuera, y una explosión de vitalidad con matices incluso épicos.
Rafael Pérez Estrada estaba siempre dibujando: en cuadernos, en hojas sueltas, en cartas personales, con lápices, con bolígrafos, con pinceles, en mesas de bar, en estaciones, en el aire. Dibujaba cuando escribía y también cuando hablaba: pintura hecha carne, un verdadero animal visual que ensancha, y hace más resplandeciente y honda, la mirada de quienes se asoman a sus imágenes escritas o dibujadas. Obispos, unicornios, ángeles, animales fabulosos: los habitantes de un territorio sin fronteras, o cuyas fronteras lindan con lo infinito, que van saltando de sus poemas a sus cuadros y al revés en una salvaje danza civilizada a medias entre El Bosco y Nietzsche (y entre Miguel de Molinos y Nureyev). Su obra plástica, que se guarda en el Archivo Municipal de Málaga, está aún por descubrir.
Sylvia Plath y Jack Kerouac, como ha podido verse en las exposiciones póstumas dedicadas a ellos en Estados Unidos en los últimos años, pintaron para deshacerse de sus demonios. En sus poemas y en sus textos en prosa esos demonios los acosan sin tregua, sin piedad, constantemente. Quizás por eso ambos se suicidaron, una con gas, el otro con el alcohol. Los dos, en efecto, pintaron para encontrarle un sentido a la existencia que perdían nada más sentarse ante la máquina de escribir: pintaron para hacer las paces con la vida, para poner en un afuera digno de confianza esa roca negra que aplastaba sus corazones. Pintaron para salvarse pero no se salvaron, una urgente pregunta (la pregunta de la salvación, la pregunta por lo insalvable) que sus cuadros nos hacen a cada uno de nosotros.

JESÚS AGUADO

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