La boda de Carlos V e Isabel de Portugal en Sevilla
Sevilla fue el escenario de uno de los acontecimientos más
importantes de la biografía personal del Emperador: su matrimonio con la
princesa Isabel de Portugal, que se celebró en el Alcázar el 11 de marzo de 1526.
Según el cronista Alonso de Santa Cruz, «por causa de ir a visitar el Reino de
Andalucía», determinó Carlos V hacer su casamiento con Isabel de Portugal en la
ciudad de Sevilla.
Cuando Carlos llegó a España, en su primer encuentro con las
Cortes castellanas, éstas le piden que se case con una princesa española y lo
mismo le piden los comuneros de la Santa Junta de Avila. Así, piensan los
castellanos, se favorecería la hispanización del nuevo monarca que, nacido y
educado en el extranjero, aparecía como un extraño a los ojos de sus nuevos
súbditos españoles. Esta aspiración de sus vasallos se verá cumplida cuando
concierta su matrimonio, después de largas negociaciones, con Isabel, hermana
de Juan III de Portugal, a la sazón su cuñado por estar casado con su hermana
pequeña Catalina.
Esta boda con su prima, que con 23 años estaba en condiciones de darle un heredero, permitía
conciliar sus necesidades económicas como Habsburgo con los deseos de las
Cortes castellanas de 1525. La dote de Isabel era muy atractiva para las
maltrechas arcas hispánicas: 900.000 doblas de oro mientras que Carlos otorgaba
a su futura esposa en calidad de arras 300.000 doblas. Para ello tuvo que
hipotecar las villas jienenses de Ubeda, Baeza y Andújar, signo evidente del
deterioro de la economía. Además, continuaba la política de los Reyes Católicos
de alianzas matrimoniales con la dinastía Avís portuguesa.
Cuando llegó la dispensa pontificia, el 1 de noviembre de
1525, ya que Isabel y Carlos eran primos carnales como he dicho -Isabel era
hija de María, hija de los Reyes Católicos, y Manuel I el Afortunado de
Portugal- y tenían que contar con la autorización papal para contraer
matrimonio, se celebraron las ceremonias de esponsales por poderes, que
hubieron de repetirse el 20 de enero de 1526 por insuficiencia de la dispensa
llegada de roma.
Diez días más tarde, la ya Emperatriz emprendió viaje a
Sevilla, pues se había concertado que el encuentro tuviese lugar allí. Una
comitiva enviada por Carlos y compuesta por el duque de Calabria, el arzobispo
de Toledo y el duque de Béjar, fue a recibir a Isabel a la frontera de
Portugal. Entre Elvas y Badajoz tuvo lugar la ceremonia de entrega, el
miércoles 7 de febrero. De allí se organizó un complicado y nutrido cortejo
que, a través de Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla, el Pedroso,
Cantillana y San Jerónimo, llegó a Sevilla, haciendo su entrada solemne el 3 de
marzo. Ortiz de Zúñiga describe así el recibimiento que le hizo la ciudad:
Salieron pues, los señores del Senado y regimiento de
Sevilla a recibir a Su Magestad la Emperatriz, muy rica y lucidamente vestidos,
con el señor asistente don Juan de Ribera y el ilustrísimo duque de Arcos,
alcalde mayor de Sevilla. Salieron asimismo los muy reverendos señores del
cabildo de la iglesia de Sevilla, y los egregios colegiales del insigne colegio
de Santa María de Jesús; los caballeros y escribanos públicos, ciudadanos y
mercaderes naturales y entrangeros, muy costosos y galanes, a mula y a caballo".
El encuentro con la representación de la ciudad se efectuó
en la puerta de la Macarena, donde se había erigido un arco triunfal, y otros
seis que marcaban el camino hasta el centro de la ciudad. La multitud se
agolpaga al paso de la comitiva, tanto en la calle como en los balcones de las
casas. Y así, flanqueada por una gran muchedumbre, la Emperatriz se dirigió al
Alcázar, donde quedó alojada.
No menos solemne fue el recimiento que la ciudad dispensó al
Emperador cuando llegó a Sevilla ocho días más tarde. Entró también por la
Macarena y pasó bajo los mismos arcos triunfales hasta llegar a la Catedral; se
apeó en la Puerta del Perdón. Allí, en un rico altar, de rodillas, juró el
emperador guardar la inmunidades de la Santa Iglesia. La música entonó el Te
Deum laudamus y un coro de niños lo fue cantando hasta la Capilla Mayor, donde
había otro sitial y almohadas en que se arrodilló el emperador. Dichos en el
altar los versos y oración por el arzobispo, lo acompañaron hasta la puerta de
la lonja, donde habían pasado el palio y caballo, y entró en el Alcázar. Tras
un primer y breve encuentro volvió el emperador ya engalanado y se desposó con
la emperatriz por palabras de presente por manos del cardenal Salviati en la
cuadra de la Media Naranja, el actual Salón de Embajadores.
A las doce se aderezó un altar en la cámara de Isabel. Dijo
misa y los veló, a pesar de ser sábado de Pasión, el arzobispo de Toledo.
Fueron los padrinos el duque de Calabria y la condesa de Odenura y Faro, según
aclara el profesor Gallego Morell. Acabada la misa, pasó el emperador a su
aposento: en tanto estaba «en su cámara, se acostó la emperatriz, é desque fué
acostada, pasó el emperador á consumar el matrimonio como católico príncipe».
Con humor, como siempre, lo cuenta el bufón imperial Francesillo de Zúñiga:
"Las fiestas en la ciudad con motivo del acontecimiento
duraron varios días, aunque menos grandiosas de lo que se preveía; se dijo que
por la Cuaresma y por el luto por la reina de Dinamarca, hermana del Emperador.
Hubo justas y torneos en la plaza de San Francisco, y también fiesta de toros y
juegos de cañas en el mismo lugar. Las celebraciones se suspendieron con motivo
de la Semana Santa. El día 13 de mayo salió la Corte de Sevilla con destino a
Granada, visita especialmente importante para aquella ciudad, pues daría origen
a la creación de la universidad granadina.
Parece que los cónyuges quedaron rápidamente prendados. En
Granada, Carlos ordenó plantar unas flores persas que se convertirán en uno de
los símbolos peninsulares: los claveles. En esta estancia granadina Isabel
quedó embarazada. El parto tuvo lugar en Valladolid, el 21 de mayo de 1527,
naciendo un niño que sería bautizado con el nombre de Felipe. Cuentan las
crónicas que, deseosa de guardar la compostura, Isabel ordenó que apagaran
todos los candelabros de la sala, tapándose el rostro con un ligero paño para
evitar que los asistentes apreciaran el dolor en su rostro. La reina contenía
como podía los gritos y la comadre que la asistía recomendó que soltara toda la
tensión del momento gritando, a lo que Isabel contestó: "No me digas tal,
comadre mía, que me moriré pero no gritaré".
Fuentes: Bibliografía (Factos de una boda real en la Sevilla del Quinientos. Estudio y Documentos.
Mónica Gómez-Salvago (universidad de Sevilla 1998)
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