By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 20 de junio de 2012

El pensamiento se plasma con arte y concisión

El aforismo es, así, una brecha, no un cierre o una clausura del saber...

...Las sentencias, las máximas, los proverbios, los aforismos… La tradición nos presenta una amplia gama de fórmulas expresivas, de géneros chicos en los que el pensamiento se plasma con arte y concisión. El autor se ciñe, se constriñe: escribe con brevedad y eficacia retórica. Porque, en efecto, los géneros chicos son escrituras condensadas, sentenciosas, apodícticas y económicas. Aleccionan o sorprenden: sin la argumentación que precede o sin el razonamiento que sucede. Son la última expresión.
Del pasado histórico nos vienen dos grandes fórmulas: los proverbios y los aforismos. Por su brevedad, por su sonoridad, por su aserción, pueden ser leídos en voz alta y recordados. Pocas líneas que resumen una enseñanza o que expresan una incertidumbre. Tratan del hombre, de las creencias, de la vida y de la muerte; y suelen tener un sentido moral.
En la Antigüedad y después, los proverbios fueron el pensamiento popular que condensaba y fijaba enseñanzas tradicionales, prescripciones colectivas. Se basaban en el sentido común, en la evidencia incontestada de las cosas. Los proverbios eran, así, aserciones prácticas de doctrina. Cada perla era la cuenta de un collar. Había un todo conocido —esa doctrina—, el todo del que el proverbio era un detalle.
Hoy, por el contrario, predominan los aforismos taxativos que bajo formas lapidarias niegan lo evidente o lo acostumbrado. ¿Ocurrencias, boutades? Desde la época moderna, quienes cultivan el género chico suelen buscar la paradoja con el ánimo de provocar al lector, reclamando de él su complicidad. El aforismo es, así, una brecha, no un cierre o una clausura del saber. Es fragmento del que ignoramos su conjunto, esa totalidad a la que podría pertenecer.
Alguien tiene una idea. Siente necesidad de pronunciarla y de retenerla. Felizmente dispone de papel, un cuaderno, un billetito en el que anotarla. Queda enunciada, fijada. Ya tiene forma. El pensamiento está a salvo. Pero inmediatamente quien escribe descubre que lo dicho es inferior a lo deseado, que lo anotado no es un calco de aquella cavilación. Puede que solo sea una birria. Lo inexpresado es solo potencial: tiene mucho futuro y tiene mucho prestigio. Si no se escribe, no se malogra; y así quien permanece en el silencio siempre podrá creerse capaz o mejor de lo que realmente es, dueño de esa cavilación que no tiene forma. Pero una vez plasmada la idea, el resultado decepciona. Por eso, el autor reincide con otra formulación, con otras palabras: al hacerlo altera lo pensado. ¿Qué pensamiento?
Una parte fundamental de la vida se nos va sin vivir el presente. Nos pasamos horas y horas adelantando el futuro en silencio: meditando sobre el porvenir, razonando, conjeturando, atribuyendo sentido a las cosas que todavía no han acaecido. Nos pasamos mucho tiempo exhumando lo consumado y ya inerte: recordando lo que nos sucedió o creemos que nos sucedió, con el significado que tuvo o que ahora tiene para nosotros. Nos pasamos la vida observando lo que justamente ocurre o creemos que ocurre.
De  pronto tenemos una urgencia: sobre un cuaderno, sobre una libretita, queremos anotar un dato que enjuiciamos. El resultado es una idea, un exabrupto, un dolor o una alegría. Nos basta con una frasecita, pero necesitamos decirla con toda la precisión de que seamos capaces. Es un pensamiento que nos identifica, que revela o expresa el yo, esa valoración que hacemos de algo que nos concierne. Y hemos de hacerlo en pocas líneas: con la brevedad a que nos obligan el soporte y el tiempo, escribimos esa idea. Tenemos únicamente un atadijo de papel y unos pocos minutos: la vida se nos va en ello y no queremos que se nos desvanezcan la ocurrencia, la vivencia. Por tanto, nos demoramos solo lo fundamental. Y la anotamos. La releemos y, al margen de que refleje mejor o peor lo que teníamos en la cabeza, descubrimos que tiene ritmo y hasta una rima insospecha. Descubrimos que tiene principio y final, incluso una disposición circular. Descubrimos, en fin, que tiene los términos exactos.
Es una idea suelta. En todos los sentidos de la expresión: ha sido evacuada y además no tiene continuidad necesaria. De hecho, a esa cavilación finalmente liberada que ya tiene forma y enunciación no le falta de nada, y al releerla una y otra vez olvidamos cuál fue el pensamiento inexpresado. Precisamente por eso, al releer esa idea incluso en voz alta, las palabras se vuelven insustituibles: con ambigüedad o precisión dicen lo que dicen, lo que tienen que decir. Cuando la forma verbal es irremplazable, entonces es que ha cobrado una belleza sonora. Casi es un canto irrepetible.
Estamos ante un género chico, sí, pero también grande. Le ocurre como a un poema. La palabra es la que es, siempre precaria e insuficiente, pero los versos son todo lo que son, medidos y relacionados: hay imágenes o enseñanzas que resultan de esa combinación y de esa disposición. Un poema no puede ser resumido o parafraseado sin malograrlo. Un aforismo tampoco puede ser abreviado o glosado. Por principio es fugaz; y lo precario y lo literal de su expresión no admiten alternativa: si se la buscamos, reescribiremos el aforismo y el resultado será otra sentencia distinta. Eso es lo que hacen quienes practican el género, este género chico, agrandar la escritura añadiendo nuevos aforismos hasta formar florilegios, compendios que pueden tener hilo conductor o elementos comunes: textos más o menos amplios que pueden leerse intermitentemente y con interrupciones, con desorden.
La tradición nos enseña que el aforismo se cultiva para delatar o manifestar todo tipo de estados o juicios. Por un lado, la expresión del yo ante el mundo, la indagación de un individuo que se sabe perteneciente a la humanidad y que a la vez se ve distinto; por otro, la valoración de ese mundo y de la conducta individual. Un observador y un juicio moral: eso es lo que predomina en el género. Alguien que sabe las reglas, que sabe lo que sus mayores hicieron, que sabe cuál es el sentido colectivo que se da a las cosas, pero también alguien que ve lo insólito, lo inaudito, lo paradójico de la vida y de sus normas.
¿Y cuál es el resultado? El pensamiento corto, sin espesor, sin cuerpo. Es curioso: contamos hoy con numerosos medios que dilatan la expresión y que multiplican los soportes, pero en plena modernidad tecnológica hemos ido a parar a la escritura perecedera y discontinua, más o menos chispeante, más o menos instructiva de los tiempos clásicos: pocos, poquísimos caracteres con espacio; la escritura de siempre, la que se inscribió, por ejemplo, en aquel atadijo de papeles, la que se consumó en el género del aforismo. Acumulamos datos que nos sobrepasan y dictaminamos con pocas referencias. No tenemos una razón olímpica y nos valemos de una mente precaria, siempre limitada. Y nos pronunciamos o eso intentamos: expresamos lo que queremos decir y a la vez expresamos nuestro yo, la identidad que precisa ser dicha. Aunque sea malamente.
Estamos como al principio de los tiempos: necesitados de decir, de observar y de anticipar, de sopesar; y de manifestarlo grave, irónica o brevemente: el tiempo apremia y el soporte no aguanta. A ese resultado decepcionante y operativo es al que hemos llegado. Nos hemos pronunciado. ¿Y luego? Luego nos morimos: nos quedamos sin habla y sin expresión, sin soporte, sin cuerpo. Todo se nos queda chico.

Justo Serna

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