Montar
un arco con un «chupón de olivo»... y como no jugar a la pelota
GUADALCANAL,
!Qué distante quedas en el tiempo, y qué próxima
te encuentro en la memoria! Porque sigues siendo un presente cuajado
de imborrables vivencias que perduran en mi mente a través
los años, recuerdos de toda una vida transcurrida entre la
blancura de tus encolados muros, la suave brisa de su inconmensurable
PALACIO o las agrestes Sierra del Viento, del Agua, donde en las
primaverales tardes subíamos en busca de hinojos o «quinquis»,
o nos entrabábamos en las cuevas naturales de la Serenita
(junto a la Piedra de Santiago, en la nuestros asombrados ojos
comprobaban la huella en forma de casco de caballo, que según
nos contaban, había dejado el brioso corcel del mismo
Santiago), portando suelas de alpargatas encendidas que, a modo de
teas, alumbraba tenuemente sus angostas paredes, inundándolas de
fantasmagóricas figuras, y que solía terminar con
alguna que otra madura en nuestros humildes atuendos o en nuestras
propias carnes; son tantos y tantos los recuerdos que a veces agolpan
en sucesión de imágenes que desfilan
inenterrumpidamente por mi mente y que en la mayoría de las
veces ponen una amarga nota en mi semblante, haciendo que alguna
subrepticia lágrima brote de los ojos al volar el pensamiento
en el túnel del tiempo hasta la época de mi niñez
y adolescencia.
Eran
aquellos tiempos duros, llenos de vicisitudes, pero tenían la
fragancia de esa inocente edad que todo lo ve, bajo el prisma del
color rosado de los pocos años. Nuestros juegos eran
sencillos; eran como nosotros. Jugábamos a la billarda, al
aro, a guardias y ladrones y, ¡cómo no!, a la pelota.
Pero cuando regresábamos a nuestras casas lo hacíamos
contentos, cansados, pero contentos; no había problemas
psíquicos, llegábamos hambrientos y dispuestos a
terminar con todo cuanto de comer hubiera, que, desgraciadamente para
muchos, no era todo lo que hubiera sido de desear por nuestros
progenitores.
No
sé si los niños guadalcanalenses seguirán
jugando a los mismos juegos que nosotros jugábamos, pero si no
es así, si les ha invadido la superabundancia de juegos
prefabricados, lo siento por ellos, porque con esa abundancia de
medios han ganado en comodidad, pero seguro que han perdido en
inventiva, porque ya no irán a buscar ruedecillas a la vía
del ferrocarril con las que fabricarse un rústico patín
que ruede a las mil maravillas por las empinadas calles de ese bello
pueblo.
Ya
no cogerán, seguramente, «gaviluchos» que criar
con saltamontes o residuos del matadero; ya no habrán de
montar un arco con un «chupón de olivo»... En una
palabra, ya no tendrán que agudizar su ingenio para nada,
porque todo está hecho y al alcance de los sufridos bolsillos
de los padres...
Pero
habría que saber si con todas estas cosas son más
felices que éramos nosotros en aquella época, con todas
nuestras necesidades; es difícil, porque si todas las
comparaciones son subjetivas, en este caso sería imposible
establecer un paralelismo entre dos tiempos distintos en todo. La
evolución en el entorno que nos rodea no podría haber
dejado a la niñez al margen de ella, pero yo, desde estas
líneas evacuativas del pasado, me permitiría aconsejar a
esos niños guadalcanalenses que no desaprovechen el inmenso
tesoro de ese pueblo; que correteen esas benditas Sierras; que suban
hasta lo más alto de sus cúspides hasta extenuarse, y
cuando lo hagan, compro la inmensa sensación de paz que
produce infinitamente superior a jugar con un sofisticado «robot»,
o el modelo más estilizado de un «Mercedes», o a
fumarse uno de esos «porros» tan en boga en el momento.
El sentirse en contacto directo con la madre Naturaleza será
siempre superior a toda otra clase de diversión, y, al mismo
tiempo, le hará sentirse desligado de este materialismo que
nos inunda día a día, y que si no ponemos remedio nos
llevará a la destrucción de los valores humanos y, cómo
no, del propio hombre.
Antonio
Benítez
Revista de feria 1981
Revista de feria 1981
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