"El malditismo
interesó siempre a Umbral, que lo reflejó en su obra y
asimiló en gran medida la figura"
Lector de Baudelaire, Rimbaud, Verlaine,
Wilde o Proust —no un maldito, pero sí un dandi— y
otros autores que, en su opinión, unieron en su obra
—o en su vida— dandismo y malditismo, Umbral se pregunta
qué es un poeta maldito. Como escritor enfrentado a la
sociedad burguesa, su aparición o no depende de la
situación económica de esa burguesía, lo
que explica la difícil existencia de poetas malditos
en España. En Amar en Madrid pasa revista a
los presuntos malditos madrileños, “porque alguno
hay”, pero en todos los casos señala su relativa
adscripción a la figura. Valle-Inclán se acerca
bastante “a ese concepto francés de maudit,
pero en España no hay sensibilidad ni temple para esas
cosas”. A Alejandro Sawa, “ciego y subversivo”, le
faltaba talento literario. A Baroja le aparta del malditismo
el ser un provinciano irredento: “tenía una
panadería y eso es definitivo para descartarlo”,
etcétera.
En Lorca, poeta maldito, Umbral
testifica y profundiza en una concepción del
malditismo, casi como un elemento del subconsciente, de la
más profunda intimidad del poeta, que determinará
la actitud externa de su existencia: “Solo a partir de una
frivolidad incorregible puede haberse entendido como maldito
al poeta, al artista que desordena su vida y se tambalea por
las esquinas de la Historia. Para el arte y la conciencia
burguesas, maldito es el que no se integra en la sociedad de
esa manera convencional que la sociedad exige”. Y más
adelante: “El concepto de maldito solo puede nacer de un
entendimiento profundo del mal entronizado en un hombre o en
una obra, en su obra”. Esa entronización supuso,
obviamente, el descubrimiento de la belleza del Mal y por
tanto la glorificación del mismo, con satanismo
incluido. Recordemos la pregunta retórica de
Baudelaire en el “Himno a la belleza” de Spleen e
ideal: “¿vienes del cielo o surges del abismo /
oh Belleza? Tu rostro infernal y divino, / vierte
confusamente la felicidad y el crimen…”. Una atracción
casi erótica hacia el mal, que Umbral denominará
“la voluptuosidad del pecado”.
La exaltación de la belleza del Mal
supone un “arraigo estético y humano en los poderes
demoníacos o, cuando menos, daimónicos”,
escribe Umbral a propósito de Lorca, un adentrarse en
las zonas oscuras del subconsciente, frente, en muchos casos,
a una actitud externa que lo camufla (la actitud vital del
dandi, por ejemplo) y que provoca en el poeta un
desdoblamiento de personalidad, que puede llevarle a la
angustia o el miedo. Lo biográfico pasa a ser la
constitución externa del maldito, un signo relevante a
veces de que la sociedad castiga al individuo
distinto, que no se integra en su seno: el asesinato
de Federico, la cárcel de Verlaine o la negación
del genio incomprendido de Valle-Inclán, en el que no
se supo ver más que su “extravagancia”.
Es también, dentro de esa amplia
reflexión umbraliana sobre el malditismo que
constituye su libro sobre el poeta granadino, donde Umbral
señala como grandes y, al fin, posibles malditos
españoles a Larra, Valle-Inclán y el mismo
Lorca. A ellos, como es sabido, dedicó sendos
estudios: el citado Lorca, poeta maldito (1968),
Larra. Anatomía de un dandy (1965) y, tras
algún texto anterior, Valle-Inclán. Los
botines blancos de piqué (1998). ¿Cuál
sería el determinante biográfico que llevó
a estos malditos españoles a sentirse extraños,
distintos, en la sociedad que les rodea, y que provocará
esa señalada distorsión de personalidad? A
Larra pudo marcarle su condición de hijo de
afrancesado, con el rechazo que debió sentir aquel
niño que volvió de Francia sin saber el
castellano. Un extraño en el mundo burgués
y mediocre que le rodeó, hasta hacerle vivir entre los
límites contrapuestos de su profundo amor a España
y ese sentirse diferente a un país que mató la
esperanza en su corazón y puso en sus manos la pistola
del suicidio. Lorca, tras la imagen de su encantadora y
alegre presencia, vivió la tragedia, entonces, de su
homosexualidad. Y Valle-Inclán, el dandi provinciano,
se defendió tras la máscara de sí mismo
que creó, cuidó y mantuvo toda su vida.
A propósito de Darío, escribe
Umbral: “Rubén es un posible poeta maldito —complejo
familiar y de raza, complejo de feo, furor sexual y
dipsomanía, verlenismo, angustia económica,
desdoblamiento perpetuo entre lo apolíneo y lo
dionisíaco—, que se frustra como tal maldito para
lograrse —o malograrse— como embajador”. ¿Fue
también Umbral un maldito malogrado? En Retrato de
un joven malvado recuerda los lejanos días en que
su posible malditismo fue una actitud vital aún no
transfundida en literatura: “Hubo un tiempo en que yo
quería vivir a contracorriente, ser un mentís
al Universo. Es cuando se anhela la inversión, el
suicidio, la autodestrucción, el terrorismo, cualquier
forma de negación, cualquier actividad al margen de
los ciclos naturales […]. Un día descubrí
que, mejor que la locura sexual o el suicidio, mejor que la
renuncia a la familia o la destrucción, la literatura
venía a completar esa actitud al margen”.
Todos recordamos el cuidado atuendo
—dandismo— de Umbral, configurando a ese hombre/texto que
el escritor ha señalado en aquellos autores de finales
y principios de siglo —del XIX al XX— que, como los
románticos, tenían que forjarse una leyenda o,
en su defecto, “una cabeza”. En esa línea Umbral
se caracterizará —máscara o imagen— por
aquellos especiales abrigos entallados, con cuello de garra,
las chaquetas cruzadas, las camisas rosas —en épocas
en que no eran habituales—, los chalecos y la inconfundible
bufanda. La imagen asumida la cuidará al máximo.
Por ejemplo, en Un ser de lejanías, comenta
su negativa a adoptar diversas posturas ante un fotógrafo:
“Eso no es Umbral. Hay que estar siempre haciendo Francisco
Umbral”. Pero esta actitud fue eliminándose al
transcurrir los años. Y en 1999 escribirá sobre
una serie gráfica que están haciendo: “Pienso
luego, a solas, que esta es la imagen que me gustaría
dar de mí ahora mismo, de vuelta de la provocación,
el reto o la agresión estética. […] Una
imagen donde, me reconozcan o no los demás, me
reconozca, por fin, a mí mismo”.
Pero penetremos más allá de
las máscaras sucesivas umbralianas para ir, como él
quería, a lo que podemos averiguar acerca de aquel
abandonado —¿totalmente?— malditismo interior, el
que puede hacerle dudar, incluso, de la propia imagen creada.
Recordemos las condiciones que Umbral achacaba a Darío,
otro maldito frustrado. Primero, el sentirse rechazado,
distinto, dentro del panorama social coetáneo. En
Umbral es evidente que fue una situación que tuvo que
sufrir, y mucho, en su condición de hijo ilegítimo,
de hijo de madre soltera. El tema obsesivo de la madre es, en
cierta medida, una respuesta a la injusticia vivida: “…madre,
vives en mí con toda tu sangre valiente de mujer
sola”. En Los cuadernos de Luis Vives, declarará
que en ese constante volver sobre la figura de la madre no
sabe si hay “tanta devoción materna como imagen
literaria”. Análogo proceso de literaturización
sufre la aún más difícil situación
de la ausencia de un padre, a quien le sustituye simbólica
y literariamente un uniforme de húsar escondido en un
armario, y para quien forja una literaria e increíble
biografía en Los helechos arborescentes. Pero
no todo es derivar hacia la literatura una difícil
situación de infancia y adolescencia, que pudo motivar
su vinculación a un temprano malditismo. Razones de
exclusión de una integración social, que él
ha estudiado —y casi sentido como propias— en las
motivaciones de los poetas malditos.
Porque hay, posiblemente, una perenne
angustia en Umbral, que le llega de ese fondo del
subconsciente, y que él centra en un miedo que
confiesa en ese diario de intimidad que es Un ser de
lejanías, en unos largos párrafos
inolvidables. Miedo, ¿a qué? No lo sabe pero
declara: “El miedo está en mi vida, en mi no/vida”.
Y en esta situación, en que Umbral se desdobla entre
el ser angustiado de su interioridad, y el vitalista y
triunfador escritor, abierto a todas las sensualidades, es
cuando tal vez pudiera empezar a gestarse el libro que,
definitivamente, le aleja de todo malditismo: Carta a mi
mujer, escrito entre el otoño de 1985 y julio de
1986, publicado póstumamente en 2008 y dirigido a
María, como receptora de la carta. Pero ese María,
se sustituye como ritornello entrañable por
la palabra amor, amor, amor, Maríamor, maríamor
(con mayúscula o con minúscula). Y es,
efectivamente, una carta de amor, que constituye un homenaje:
“Uno de los últimos que puedo hacerte ya. Y un
penúltimo intento por fijar en mí (y/o en el
libro) el lirismo de una vida, la tuya, que es el espectáculo
callado del ser incendiado lentísimamente por el
tiempo”.
Maríamor es, en el libro, la
muchachita provinciana que conoció y amó y la
esposa que, tras tantos años, está poniendo paz
en su vida: “Aquí te tengo, amor, allí te
tengo”. El poeta —sí, el poeta— convierte casi
en símbolo de sus vidas el viejo Citroën GS que,
ya derrumbado, pero existente, persiste, salvado de la
destrucción, en su garaje: “María, maríamor,
nuestro larguísimo eterno matrimonio me ha transmutado
en un citroen GS, y quiero morir como él”. Es decir,
acogido al reposo, al silencio de Maríamor, “ese
silencio tuyo, laborioso [que] llena toda la casa y toda la
vida de confianza y reposo”. Maríamor es “una
referencia concreta, segura, salvadora”, y el poeta apela,
sin nombrarlo, a Dickens, y escribe: “Tu sueño, bien
entrada la mañana, es el grillo del hogar que pone un
cimiento leve y consistente a mi vida, María”.
Rubén Darío perdió su
frustrado malditismo cuando escribe: “Francisca Sánchez,
acompáñame”. Umbral creo entender que lo
perdió también definitivamente cuando le dice a
Maríamor, en palabras de un verso de Neruda: “Para
sobrevivirme te forjé como un arma”.
Mª del Pilar Palomo
Revista Mercurio
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