Como el Guadiana mismo -aquí se oculta, allí
aparece- así es la vida de Luís Chamizo, sujeta siempre a un movimiento
pendular que le lleva de la fama al silencio, del éxito al fracaso.
En los primeros días del año 1943 -momento en que
comenzamos nuestra evocación- Chamizo se nos presenta, por decirlo con palabras
de Machado, "pobre, cansado, pensativo y viejo". Se ha
disipado en su espíritu la ilusión que antes le impulsara a acometer las más
ambiciosas empresas literarias y en los ojos le asoma el velo del hastío. El
corazón abierto por los dolores de la aún cercana guerra civil, ajada el alma
por un mar de dudas y acosado por imperiosas necesidades económicas, Chamizo se
ve obligado a trasladar su residencia a Madrid. Y tras la ventanilla del
ferrocarril, que de Guadalcanal le lleva a la
capital, contempla el poeta las tierras extremeñas, ateridas por el frío
invernal. Ante sus ojos desfilan en loca carrera ondulados altozanos, suaves
parameras, bosques de encinas, robustas y humildes, símbolo y blasón de toda
una gloriosa raza; regatos, esquilas, paz, silencio... Extremadura, su
Extremadura, queda definitiva y dolorosamente atrás. Partir es morir un poco.
Poblaban la mente de Chamizo los perfiles de un
Madrid arnichesco que él conociera y viviera, todavía "último rincón
romántico de Europa", a caballo entre la gran urbe cosmopolita y el franco
lugarón manchego. Una ciudad que hoy reía con los lances licenciosos del duende
la Montera ,
para llorar mañana la muerte de doña Emilia Pardo Bazán. Un pueblo llano y
hospitalario, que a Chamizo le dispensó la más cordial de las acogidas cuando
en el año 1921, publicó el poeta su "Miajón de los Castúos".
El éxito alcanzado por la obra rebasó todas las previsiones, agotándose las dos
primeras ediciones en un plazo inferior a quince días. Madrid vibraba con
aquellos versos cuajados de aires rústicos, en un ansia de recuperar aquellas
esencias propias que ya empezaba a perder. Que Madrid, antes que Corte, fue
siempre y por encima de todo, Villa.
Veintidós años han transcurrido desde esos días
de gloria, hasta esta desapacible jornada de 1943, en que Luís vuelve a la
capital. El poeta se hospeda en el Hotel Gibraltar, y de allí partirán sus
paseos mañaneros, perdido entre callejas y plazuelas, en las que parecen cobrar
cuerpo sus nostalgias. Son todos itinerarios presididos por la añoranza y el
recuerdo: Travesía del Conservatorio número 14, su primer aposento madrileño;
Instituto Cardenal Cisneros, donde el poeta cursara parte de su Bachillerato;
calle ancha de San Bernardo, sede de la Universidad Central
en la que, con diversa fortuna, estudió la carrera de Derecho, y calle de la Madera Baja , la más
entrañablemente guardada en el corazón del poeta. En ella -años atrás- existió
una pensión en la que Luís vivió largas temporadas. Regentaban la misma dos
ancianas a quienes Chamizo convertiría en las primeras lectoras madrileñas de
sus poemas. Algo de su propio ser se encerraba en aquel barrio, apellidado Latino.
Algo que no quería perder. Y por ello decide alquilar un modesto piso en la
cercana calle del Escorial quince, en el que residirá hasta su muerte. A
escasos metros de su hogar tiene el suyo Antonio Reyes Huertas, con quien le
unió de antiguo una sincera amistad.
La vida cotidiana del poeta es sencilla, humilde,
casi ascética. Por la mañana se levanta temprano y gusta de escribir hasta la
hora de incorporarse a su puesto en el Sindicato Nacional del Espectáculo.
Tiene Luís entre manos la elaboración de una obra teatral para la que ya ha
encontrado un título: Ellos y nosotros, drama autobiográfico que por desgracia,
fue destruido tras la muerte de Luís sin que sus hijas pudieran hacer nada por
evitarlo.
No gusta. Chamizo de frecuentar los ambientes mundanos,
y ama apasionadamente el recogimiento hogareño. Ello no es óbice para que acuda
puntualmente a todos los estrenos teatrales que se celebran en la capital. De
siempre el teatro fue una pasión para Chamizo, quien los sábados de nueve a
doce de la noche suele asistir a la tertulia del Café Pombo.
Un doloroso suceso, la muerte de su madre, viene
a sembrar de amargura el ánimo de Luís. Doña Asunción Triguero Bravo expira en
Guareña el día 13 de agosto de 1943.
A ella dedicó Luís Chamizo su primer poema, cuando aún
no contaba ocho años de edad, y con su fallecimiento, el caudal poético de
Chamizo queda seco. A partir de ahora se abrirá un largo silencio literario,
antesala dramática de la muerte.
Un proyecto singular ocupa al poeta en los
últimos años, meses ya, de su vida: la creación de una pequeña escuela de
recitación, en la que el mismo poeta desentrañaba los secretos declamatorios de
sus poemas.
El Chamizo decidor de sus composiciones, ha sido
poco estudiado, a pesar de que su labor en este campo fue extensa y fructífera,
según los testimonios conservados. Hay a este respecto un significativo
artículo que Arturo Gazul publica en el Hoy y en el que puede leerse:
"Un recital de Chamizo en cualquiera de
nuestros pueblos, tenía la rara virtualidad de desarmar nuestro feroz
individualismo y de unirnos e identificarnos en una especie de comunión
emocional. La voz del poeta era la voz ancestral de la tierra y a su conjuro
las almas se fundían en una sola alma y los corazones en un solo corazón".
Gracias a aquellas clases, Luís consigue reunir
un grupo de entusiastas de su obra, que con afán encomiable se entregan a la
nada fácil recitación de las rapsodias castúas. Y Chamizo, como el más hábil de
los maestros, se sirve de todo tipo de resortes pedagógicos de entre los que,
por más frecuente y singular, destacaría la utilización de las suertes taurinas
para el adiestramiento de gestos y aires de su alumnado. Y así no era extraño
que los versos de "La
Jilandera ", "La Juerza
d'un queré" o su magnífica "Nacencia",
surgieran en un marco bordado de verónicas y chicuelinas.
De todos sus discípulos -verdaderos hijos en el
corazón del poeta Luís Chamizo- honra a dos con el regalo de su amistad total.
El primero, Manuel Pano, catalán de nacimiento, pero extremeño de corazón, por
quien Luís siempre sintió un especial cariño. Al propio Pano encomendaría
Chamizo el prólogo que habría de encabezar su libro Vibraciones, colección de
poemas en castellano del vate guarenense que nunca vieron la luz en vida del
poeta. El segundo de aquellos alumnos es Carlos Pérez Alonso, a quien Luís
siempre calificó como el más dotado de sus discípulos y en quien el poeta
encarnó sus ansias nunca colmadas de tener un hijo varón. El sería el
compañero, lazarillo a veces del poeta, que caminaba ya al final de su vida.
En el mes de agosto de 1945 se le presenta a Luís
una otitis que le ocasiona fuertes dolores. Aconsejado por sus familiares acule
a la consulta del doctor Tapia quien le diagnostica la dolencia, aplicándole un
tratamiento que en principio ataja el mal. Mas la infección, secretamente,
continuará su paso. Chamizo soporta el dolor con resignación. Son estos días de
profunda tristeza, que quedan bien reflejados en un documento hasta hoy
inédito, y que tuve la fortuna de hallar en el archivo personal del poeta. El
documento en cuestión es un dictado que Luís hace a la menor de sus hijas,
Asunción, y que por mor de las circunstancias, se va a convertir en un
verdadero testamento literario. Dice así: "Yo era feliz. Tenía veinte
años. Me sonreía la vida. Todo un mundo de ilusiones y esperanzas se abría a mi
paso. Mis versos eran famosos en todo el mundo. Hasta de Japón llegaron cartas
ensalzando mi obra. Todo cayó y todo murió. Cuando yo deje de existir me harán
la justicia que no me han hecho todavía".
El dictado lleva fecha del día cinco de diciembre
de 1945.
Las últimas fuerzas de Chamizo se agotan. El día
dieciocho de diciembre sufre un desvanecimiento, lo que le obliga a postrarse
en cama de la que ya no volverá a levantarse. Una voraz septicemia se ha
apoderado de su cuerpo.
Luís Chamizo entra en agonía en las primeras
horas de la noche del día 24 de diciembre. Momentos antes de fallecer un fraile
mercedario de la cercana iglesia de la Buena Dicha , le administra los Últimos
Sacramentos.
En la madrugada del día 24 de diciembre, con el
corazón repleto de Extremadura y el nombre de su madre en los labios, expiró.
Fuera el aire se poblaba de un rumor de zambombas y sonajas y en la pequeña
alcoba en que reposaban los restos del poeta parecían oírse estas palabras: "Cuando
yo deje de existir me harán la justicia que no me han hecho todavía".
Escrito por Basanta Reyes, Antonio
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