By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 8 de agosto de 2015

López de Ayala o el figurón político-literario 5

Jacinto Octavio de Picón
Capítulo V
Después del primer triunfo
 
Por fin Ayala había triunfado; su  nombre era ya popular y a su persona llegaban las amistades  que sirven de cortejo a los vencedores. Y no sólo buscaban el trato de Ayala los que se hacen amigos de todo el que brilla, sino gentes mejor orientadas.
Los literatos, que veían en él una política, posible distribuidor de empleos, codiciaban su trato, llamándole maestro para halagarle, y los políticos, que le sabían entre los que manejan bombo y patillos, se unían a él, dándole trato de jefe por tenerle, propicio. Y éstos y aquéllos, respectivamente, no temían establecer competencia dañosa a sus carreras propias, calificándole de literato eximio  y de político preclaro, con lo que le da fama y poderío sin pensar más que repartirse una y otro. Así, los interesados propagandistas del vencedor laboraban en su beneficio aun más como esos otros que hacen a los hombres públicos propaganda gratuita.
Entre todos introdujeron a Ayala en lo que se llama por antonomasia “Sociedad". Y allí entrado, para medrar a éste en el "Gran Mundo" le auxiliaron su figura y sus maneras. Nos las describe, unas y otras, Jacinto Octavio de Picón en el estudio que hizo de Adelardo López de Ayala.
"En su rostro ovalado brillaban los ojos negros, grandes y expresivos; contrastaban con la blancura de su tez la melena negra, el recio bigote y la gruesa perilla. Era de regular estatura, andar lento y aspecto pensativo; había en sus movimientos algo de indolencia, como si su cerebro absorbiese toda la energía de su ser. Era su lenguaje pausado y grave, como si las palabras saliesen de su boca esclavas de la intención y del alcance que las quería dar su pensamiento. Sabía expresar con dulzura lo que concebía con vigor, y siendo serio a la par que afable, poseía el secreto de atraerse la voluntad ajena, ganando simpatía sin perder respeto."
Rebajando lo que de apologético haya puesto el autor de Dulce y sabrosa, quedará que Ayala tenía una presencia buena para impresionar en las reuniones, y que sabía aumentar este efecto primero de su entrada, ante los dispuestos a admirarle por su fama doble, con lo escogido de su trato, que lucía a continuación.
Fué, pues, pronto un hombre de moda buscó algo significativo en él que poder comentar. Y se encontró esto en sus fuerzas físicas que ya dijimos las poseía extraordinarias verdaderamente. Dé ellas se habló mucho, añadiendo que su natural bondad le impedía usarlas de modo dañoso.
Repetida mil veces ha sido la hazaña, de fortaleza y generosidad que realizó cierto día en el café Suizo. Discutía cortésmente con alguien, que, dejándose llevar del calor del debate le lanzó una palabra injuriosa. Ayala, agarrando el mármol de la mesa, lo alzó sobre la cabeza de su injuriador. E inmediatamente, arrojándolo a un lado, lo partió en pedazos contra el suelo, Pudo haber aplastado al impertinente y no hizo. Pero demostró que, a querer, le hubiera sido fácil hacerlo.
Otra se refería también, del género galante, como fué aquella hazaña de su paisano García de Paredes, quien arrancó una reja para entregar un ramo de flores a la dama que tras ella estaba, sin que la delicada ofrenda se ajase rozar con los barrotes de hierro.
Una noche salían del Teatro Español dos actrices, que subieron a un coche tirado por vigoroso tronco. Ayala las rogaba que no partiesen, ellas alegaban tener mucha prisa y dieron orden al cochero de que hiciese caminar los caballos.
—Los caballos no se moverán sin mi permiso
—dijo Ayala.
Y, en efecto, aunque el auriga les mandase con la voz, les incitase con las riendas y les castigase con el látigo, los caballos no se movieron. Era que el nuevo Hércules extremeño, agarrado con ambas manos a los radios de una rueda, contrarrestaba los esfuerzos del tiro.
Esto ya era más de lo que las damas podían resistir. ¡Un hombre aureolado por doble fama, que tenía, sobre sus fuerzas morales, tan grandes materiales fuerzas!... Lo mismo virtuosas señoras que inocentes señoritas se enamoraban de él.
Y él se enamoró a su vez. Con un amor contrariado y todo. No; no había de privarse de nada.
Desapareció Ayala de Madrid, donde brillaba, y se retiró a Guadalcanal ¡a obscurecerse! Bien que dejando en el lugar de sus triunfos quien pregonara aquello que le hacía interesante. Y desde el escondido pueblo escribió a éste lo que ocurría.
Más digamos quién era éste. Este era como Ayala mismo. Era el compositor Emilio Arrieta.
Ya aludimos, y más de una vez, a la amistad de Arrieta y Ayala. Pero hemos de explicar ahora cuán grande era la unión de ambos. Como hermanos vivieron durante mucho tiempo: el mismo techo les cubría; el mismo hogar les calentaba. Constituían una sola persona, hasta el punto de que, según ha contado Eusebio Blasco ocurría muchas veces la siguiente escena:
Llegaba alguien en busca de Ayala, y preguntaba:
¿Está don. Adelardo?
—No, señor —respondía el criado.
Bien que añadiendo:
—Pero está don Emilio.
A lo que el visitante no dejaba nunca de decir:
—Es igual.
Pues bien; -a este más que amigo, más que hermano; a este "otro él", le comunicó su pena en carta íntima. Carta tan evidentemente destinada a la publicidad, que Arrieta la publicó y nosotros vamos a reproducirla. Véase la clase:
 
EPÍSTOLA
A EMILIO ARRIETA
De nuestra gran virtud y fortaleza
Al mundo hacemos con placer testigo;
Las ruindades del alma y su flaqueza
Sólo se cuentan al secreto amigo.
De mi ardiente ansiedad y mi tristeza
A solas quiero razonar contigo:
Rasgue a su alma sin pudor el velo
Quien busque admiración y no consuelo.
No quiera Dios que en Rimas insolentes
De mi pesar al mundo le dé indicios,
Imitando a esos genios impudentes
Que alzan la voz para cantar sus vicios.
Yo busco, retirado de las gentes,
De la amistad los dulces beneficios;
No hay causa ni razón que me convenza.
De que es genio la falta de vergüenza.
En esta humilde y escondida estancia,
Donde aun resuenan con medroso acento
Los primeros sollozos de mi infancia
Y de mi padre el postrimer lamento;
Esclarecido el mundo a la distancia
A que de aquí le mira el pensamiento,
Se eleva la verdad que amaba tanto;
Y antes que afecto me produce espanto.
Aquí, aumentando mi congoja fiera.
Mí edad pasada y la presente miro.
La limpia voz de mi virtud entera,
Hoy convertida en áspero suspiro.
Y el noble aliento de mi edad primera.
Trocado en la ansiedad con que respiro,
Claro publican dentro de mi pecho
Lo que hizo Dios y lo que el mundo ha hecho.
Me dotaron los cielos de profundo
Amor al bien, y de valor bastante
Para exponer al embriagado mundo
Del vicio vil el sórdido semblante.
Y al ver que, imbécil, en el cieno hundo
De mi existencia la misión brillante,
Me parece que el hombre, en voz confusa,
Me pide el robo y de ladrón me acusa.
Y estos salvajes montes corpulentos,
Fieles amigos de la infancia mía,
Que con la voz de los airados vientos
Me hablaban de virtud y de energía,
Hoy con duros semblantes macilentos
Contemplan mi abandono y cobardía,
Y gimen de dolor, y cuando braman
Ingrato y débil y traidor me llaman.
Tal vez a la batalla me apercibo;
Dudo de mi constancia, y de esta duda
Toma ocasión el vicio ejecutivo
Para moverme guerra más sañuda.
Y cuando débil el combate esquivo,
“Mañana --digo— llegará en mi ayuda",
¡Y mañana es la muerte, y mi ansia vana
Deja mi redención para mañana!
Perdido tengo el crédito conmigo
Y avanza cual gangrena el desaliento;
Conozco y aborrezco a mi enemigo
Y en sus brazos me arrojo somnoliento.
La conciencia el deleite que consigo
Perturba siempre: sofocar su acento
Quiere el placer, y, lleno de impaciencia,
Ni gozo el mal ni aplaco la conciencia.
Inquieto, vacilante, confundido
Con las múltiples formas del deseo;
Impávido. una vez, otra corrido
Del vergonzoso estado en que me veo,
Al mismo Dios contemplo arrepentido
De darme un alma que tan mal empleo;
La hacienda que he perdido no era mía,
Y el deshonor los tuétanos me enfría.
Aquí, revuelto en la fatal madeja
Del torpe amor, disipador cansado
del tiempo, que, al pasar, sólo me deja
el disgusto de haberlo malgastado;
Si el hondo afán con que de mí se queja
Todo mi ser, me tiene desvelado,
¿Por qué no es antes noble impedimento
Lo que es después atroz remordimiento?
¡ Valor! Y que resulte de mi daño
Fecundo el bien; que de la edad perdida
Iluminando mi razón dormida:
Brote la clara luz del desengaño,
Para vivir me basta con un año,
Que envejecer no es alargar la vida:
Joven murió tal vez que eterno ha sido
Y viejos mueren sin haber vivido!
Que tu voz, queridísimo Emiliano,
Me mantenga seguro en, mi porfía;
Y así el Creador, que con tan larga mano
Te regaló fecunda fantasía,
Te enriquezca, mostrándote el arcano
De su eterna y espléndida armonía;
Tanto que el hombre, en su placer o duelo,
Tu canto elija para hablar al cielo.
De sentir será que los lectores se hayan saltado la tirada dé versos que antecede. Sí, sí; no digan ustedes nada... Pero escuchen lo que va a decírseles: Todo Ayala está en ese fárragoso de palabras medidas y rimadas. ¡Todo él, entero y verdadero!
Qué está el literato, claro se ve en la composición. Verso endecasílabo y octavas reales. Eran el metro y las estrofas favoritas del pomposo poeta, que empleábamos igualmente para revolucionar escolares y para llorar penas de amor. Y es que en la poética castellana no existe metro más sonoro ni estrofas más rotundas. Pero todavía hay ahí, ¡ay!, cosas mayores que la construcción del verso y su distribución acoplada. Existen las frases, los conceptos... En eso se incluye todo lo que mete ruido, desde "los primeros sollozos" de la infancia del autor hasta "el postrimer lamento" de su señor padre, bajando al tono menor de "la voz de la virtud" y elevándose al "bramar de los montes corpulentos" en calderón retumbante. Sin que dejen de encontrarse los adjetivos que los substantivos amplifican: "fiera" para la congoja, "áspero" para el suspiro, "ardiente" para la ansiedad, etc., etc. y etcétera. Está el literato Ayala en esa epístola, sí.
Y asimismo, a poco que se fije uno, halla en ella al hombre. La escribió retirado para olvidar y que se le olvidase, con el firme propósito de que se hiciera pública. Si no, ¿de dónde el medirla y rimarla con metro tan estrecho y rima tan difícil? Pero al propio tiempo, diciendo que la confiaba al "secreto amigo" y abominando de los que "en rimas insolentes" cantan sus vicios y creen que "es genio la falta de vergüenza". Farsa completa y definitiva del gran histrión que Ayala fué.
Pero diréis que falta el político, y diréis mal, Ayala no abandonaba la política ni al escribir en misiva retórica desde la soledad donde le recluyeron los desengaños del amor. Ya que estaba en la raya de Extremadura, para que no se fuera a frustrar de su "existencia la misión brillante", empezó a prepararse el distrito de Mérida. Esto ocurría al final del año 56, y al regresar, en la primavera del 57, pudo Ayala traer a la Corte un acta de diputado. No se había dormido políticamente, aunque cerró los ojos e hizo como que soñaba.
 
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid, 1932

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