By Joan Spínola -FOTORETOC-

By Joan Spínola -FOTORETOC-

Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 1 de octubre de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 12

....Y de mi entrañable Diana, nunca jamás se supo 10

A partir de aquel accidente del que, gracias a la buena estrella de mi Diana, no sólo escapó de la muerte, sino que quedó como el lujo de perra de caza que siempre fuera, decidí llevármela a casa, definitiva e inapelablemente, procurando evitar con ello un nuevo desaguisado, en el que, tal vez, no pudiera correr el mismo y tan feliz desenlace. Lo hice, no obstante, con todo el dolor de mi alma, después de habérsenos ofrecido, como en bandeja de plata, tan cómodo y acogedor aposento, pues sabía que para aquel explosivo ciclón, que era la perra, una terraza con tan escasas dimensiones como la de mi Piso, tenía que resultarle, necesariamente, un permanente martirio, ya que ni punto de comparación podía tener, bajo ningún aspecto, con aquel alegre, luminoso, arbolado y tan espacioso patio del "Almotamid." Pero aún así, lo preferí, pues no quería ni sospechar siquiera que a mi queridísima perra me la pudiera matar uno de los muchos coches que solían pasar lamiendo, prácticamente, las mismas vallas del Colegio, por el ramal que, saliendo de la Carretera General de Cádiz, conducía a las zonas de recreo que había a orillas del Río Guadaira, no sin antes ramificarse en una red de complicados senderillos, que conducían a las muchas Casas de Campo que por aquellos descampados se alzaban.
Recuerdo con especial emotividad que, al día siguiente de haber sido operada después de haber sufrido el amargo trago del atropello la que era tan querida amiga para grandes y pequeños del todo El Grupo Escolar, tan pronto como llegué al Colegio, los niños, en especial, a guisa de una bandada de gorriones hambrientos, acudieron a mí y allí arremolinados en mi entorno, comenzaron a porfiar preguntándome por la Diana, y ante los que yo, todo eufórico y feliz, tuve que levantar la voz para que me pudieran oír dentro de aquel guirigay de voces atipladas que me tenían -Sigue tan cariñosa y alegre como siempre.- Les grité.-
Como si nada le hubiera pasado!. Gracias a Dios, no sólo se encuentra totalmente fuera de todo peligro, sino toda ilusionada por recuperarse del todo, para seguir jugando con sus amiguitos del "Almotamid," así como para continuar queriéndolos con la bondad y ternura que siempre los quiso.
Casi ni me dio tiempo a terminar, pues, de repente, sonó un aplauso tan atronador como explosivo, durante el que pude ver, incluso, cómo una angelical chiquilla de los primeros Cursos, perdida entre aquella bandada de gorrioncillos piones que, enternecedora y dulce, intentaba esconder una lágrima que, rezaguera, le asomaba en sus ojos de ángel.
La amiga de los niños del " Almotamid," no obstante, no sólo no volvió a pisar el soberbio y encantador patio del que también podía considerar como su Colegio, pues, al margen de mis muy temerosas precauciones, el Curso ya iba de paso y, al concluir, después de haber estado dos años en él, pedí traslado al "Paulo Orosio," allá en la Barriada del Cerro del Águila, con la idea de ir acercándome, en lo posible y año tras año, a mi hogar.
Antes de seguir adelante y aunque nada tenga que ver con la presente Historia, me veo como obligado a hacer aunque sólo sea un pequeña evocación de este mi nuevo Centro Escolar, y que más "de obligado cumplimiento", lo es "de obligado sentimiento". ¿Que por qué digo eso de que nada tiene que ver con la presente Historia...? Pues, sencilla y llanamente, porque la protagonista de ella, lejos de lo que hiciera en el "Almotamid," en éste, ni el honor le cupo de
pisarlo.
Este Colegio - y en cuanto al edificio en sí me refiero – ya era harina de otro costal en relación al que terminaba de dejar, porque además de encontrarse materialmente atrapado por la densa selva de Pisos de tan populosa barriada, se le podía ver con toda evidencia que, al margen de estar bastante avejentado, también se encontraba un tanto achacoso, si bien es verdad que estaba, paradójicamente, totalmente aislado del "mundanal ruido" de la barahúnda que lo atrapaba, por unas altas tapias, coronados con fuertes mallas de alambra, y que circundaban todo sus espacio, que era de una extensión más que respetable, en cuyo centro geométrico se erguían las dos plantas de la larguirucha construcción de tejados a dos aguas y con funcionales y vetustos ventanales.
El plantel de Profesores que me encontré en él, por el contrario, no parecía sino que había sido seleccionados entre los mejores en la más rigurosa de las votaciones. Tanto por su laboriosidad, por su responsabilidad, su saber hacer e, incluso, por su tan vocacional inquietud, hicieron que me sintiera orgulloso de mi profesión y, a la vez, envidiable vocación de Maestro de Escuela. Magníficos todos y cada uno de ellos, tanto como profesionales como por buenos compañeros, lo cual no quiere decir que pudiera faltar el garbanzo negro de siempre o casi siempre de la excepción que confirma la regla. Y es que por allí andaba también un personaje, de sexo femenino y con tipo de tubo de crema dental, de cuyo nombre, por razones exclusivamente inconfesables, y nunca jamás personales, no quiero acordarme.
Ni uno solo era aficionado a la escopeta, por lo que, bajo este concreto aspecto, con la iglesia habíamos topado, Sancho amigo. Pero como no sólo del pan de la escopeta vive el hombre para distraer, entre otros ratos, los del recreo escolar, como en el caso que nos ocupa, pude dar con otro pan para darle vida a nuestros ratos de ocio en La Escuela, cuál era el de la otra de mis grandes pasiones, la Literatura, compartiéndolos con uno de mis nuevos compañeros en especial que, como yo, también era un gran enamorado del arte de las letras. Como si hubiéramos llevado estampada en la frente esta nuestra común devoción, fuimos como delatados, mutuamente, ya el primer día que nos conocimos.
Rafael Borondo Espejo, que este era el nombre de pila del referido literato, si de tejas abajo, era un celosísimo y amantísimo padre de familia numerosa, de tejas arriba, era un convencido y ferviente enamorado del fundamental Mandamiento de Cristo, o sea, el del fraternal amor entre todos los hombres, que, por supuesto, no es "el de dar", sino "el de darse", por lo que en ese su arte del buen y del bien decir, era un auténtico poeta místico, y es que, claro, no debemos olvidar aquello que dice que "de la abundancia del corazón, habla la boca."
¡Qué Sonetos, Santos Dios, los que escribía este excelente Maestro, capaces todos ellos, no sólo por la belleza y armonía con que estaban escritos, sino por la teología y profundos sentimientos que en cada uno de los versos fluía, de conmover al más insensible de los mortales en esto del arte de la pluma y hasta de obligar a mirar al Cielo al más renegado y empedernido ateo en eso de las ideas transcendentales!
Tres años de mi vida que enterré en aquel bendito Colegio, y que me dejaron marcado, por descontado, que para bien, en esto de mi Magisterio para los restos de mi vida.
Y esta es, así muy por encima, la referencia de aquel mi nuevo Colegio y de los compañeros que tuve la suerte de encontrarme en él, y que, aunque un tanto someramente, quede ahí dando fe de aquellos mis Cursos como Maestro del "Paulo Orosio" y como ineludible deber del hombre agradecido que creo ser.
Siguiendo pues con la Biografía de nuestra excepcional Diana, hemos de decir que durante mis años de Profesor en "El Paulo Orosio," por supuesto que seguimos escapándonos, si es que en nuestro camino no se nos cruzaba algún problema de fuerza mayor, allá a más de cien kilómetros de la Capital, que es la distancia a que se encuentran las bellísimas Sierras de Guadalcanal, así como a algún que otro "cazadero" al que, más o menos esporádicamente, éramos invitados por nuevos amigos, lógicamente, sólo los fines de semana y los días "feriados", que es como llaman los chilenos a los festivos. Y la perra - no lo duden - excepcional como siempre. Digo más, después de encontrarse días y más días, allá en casa como maniatada en la terraza, que ya no en el soberbio patio del Colegio de Almotamid, teniendo como tenía la sangre tan explosiva, cuando se veía en el campo, con todo el cielo y toda la tierra por delante, más que un torbellino, era un desmadrado ciclón con figura de perra "bracco alemán".
Quiero recordar un caso con el que, por estos años, me topara de una forma tan curiosa como inesperada, estando el periodo hábil de caza en sus postrimerías, y en el que, por esquilmados los "cazaderos" ya a esas alturas, nuestras correrías cinegéticas empezaban a gotear, por lo que nuestras escapadas al Parque de Los Príncipes se hacían más asiduas, con la idea de poder suplir en algo, al menos, nuestro entrenamiento campero. Pues bien, en una de estas nuestras salidas de retozo y recreo, dentro de nuestras limitaciones, claro, por las glorietas, jardines y el césped del Parque, al mismo desembocar de la ajardinada plazoleta, que se extiende ante nuestro bloque de pisos, y llegar a la acera de la calle, un coche de gran lujo y que parecía espejear su flamante estreno, de pronto, pegó un frenazo y paró justo a nuestro lado, en tanto el conductor, un señor ya algo maduro y con aspecto de caballero de los de la antigua usanza, asomando la cabeza por la ventanilla, me llamó la atención con protocolos de caballero, diciéndome que la perra, nada más que por la estampa que presentaba, debería ser un encanto para la escopeta. Y yo, sorprendido y fingiendo una humildad más falsa que el mismo Judas, me limité a contestarle con un gesto indefinido de cara que, como mucho, reflejaba una indiferencia, que ni fría ni caliente, sino todo lo contrario.
Se debía tratar - pensé en un principio - de un buen aficionado a la caza, pero es que, aún no siéndolo, seguro que cualquiera podía haber quedado impresionado igualmente, si es que no hipnotizado, por aquella incontenible vigorosidad, aquel frenético poderío y aquella armoniosa elegancia con que perra tan agraciada solía aparecer tirando impaciente de mí, cogido a la correa de su collar, en la acera, y es que después de tirarse horas y más horas, tal vez días, conteniendo el volcán de su sangre como en una pequeña jaula, debería llevar aquel su tan elegante y señorial poderío elevado a la enésima potencia.
Impresionado o no, el caso fue que aquel desconocido señor, aparcó de mala manera el flamante y lujoso automóvil y como si de una emergencia se tratara, y, escapando de él, me invitó a acudir a tomar una copa en el Bar que teníamos exactamente a lado. Indeciso, le insistí que si se trataba de sólo una copa y con el tiempo justo para que pudiera ver y admirar a la perra, que se la aceptaba, pero que sólo una. Que perdonara, pero que llevaba el tiempo más que contado, para que el animal pudiera desahogar en el Parque el incontenible vicio de corretear que, innatamente, le recorría por las venas, ya que llevaba dos o tres días, prácticamente, encarcelada en la jaula que para ella debía ser la terraza, aunque, como bien podía ver, el tal recreo, lógicamente, lo tuviera que hacer atada al collar, ya que las palomas la enloquecían y que, de dejarla a sus anchas, menuda ensalada podía organizar cazando palomas, incluso al vuelo.
-Pida usted por ella.- Se me dejó caer de pronto, ya ante la barra y con nuestra respectiva copa de manzanilla sobre el mostrador.
Era lo que menos me podía esperar, por lo que, totalmente sorprendido, me quedé sin saber qué decir. Entonces se metió la mano en el bolsillo y, sacándose una billetera que, a modo de cepo de alambre, atrapaba un buen manojo de billetes, y la dejó, totalmente decidido, sobre el mostrador, al tiempo que me decía que fuera contando y que lo que hubiera. Que, en aquellos momentos, se había quedado sin ahorros y que aquello era de cuanto podía disponer, puesto que venía precisamente de recoger y pagar el coche que terminar de aparcar, y que, como bien podría haber observado, se trataba de un coche nuevo flamante.
-No, no.- Me apresuré a contestarle.- En el mundo no podría haber dinero que me la pudiera pagar, y más que por lo que la perra pudiera valer por sí misma, por el valor que, sentimentalmente, representa para mí. Se trata del regalo de uno de mis mejores amigos, además del inconmensurable cariño que le he cogido en los muchos años que ya lleva a mi lado. Por favor, guárdese el dinero, rogándole además que no se vuelva a molestar en reiterarme su oferta ni una sola vez más.
Mi desconocido comprador vio que la cosa iba totalmente en serio, y entonces, poniendo cara de resignación, parece ser que se conformó con agacharse sobre la perra, al tiempo que la acariciaba y la miraba con la delicadeza y admiración del que está ante una obra de arte de incalculable valor.
De todas maneras quedamos en que, antes de que se cerrara el periodo hábil de caza, me invitaría a echar un rato y sólo un rato, ya que al único "cazadero" que me podía llevar, no daba para más, y que era una pequeña finquita de su propiedad, que tenía en el término municipal de Burguillos, pues, desde el mismo instante en que le echara el ojo a la perra, se le había metido entre ceja y ceja el capricho de verla rastrear, y, si había suerte, parar y cobrar, ya que perra de tan electrizante mirada y de tan bella estampa, tenía que ser para un buen aficionado a la caza, como él era, el no va más. Que la finquita, además de pequeña, tenía muy poca caza y aún menos encontrándonos a final de temporada, pero que lo de menos, en este caso, era lo de poder echar alguna que otra pieza al zurrón, sino que, como terminaba de decirme, ver cómo cazaba animal de tal fogosidad y de tan preciosa estampa.
El hombre, por lo menos, había sido sincero, pues a los dos días tan sólo de aquel nuestro casual encuentro, me llamó por teléfono, a esto del anochecer, recordándome lo que me había prometido, y que si yo lo quería y no tenía otros compromisos, me recogería por la mañana, sobre las nueve, en la puerta del Bar.
Y, en efecto, al día siguiente, mi desconocido amigo me recogió en su flamante coche, todo puntual, donde habíamos quedado, y allá nos presentamos en su pequeña finca de Burguillos, con la escopeta y, por supuesto que con la Diana por bandera.
"El cazadero", como bien me confesara su dueño, era muy poca cosa, por lo que no hubiera dado para mucho más del “ratejo” prometido, aparte de que la impresión que, a primera vista me diera, era la de que allí, casi ni “el ratejo” siquiera, puesto que se veía con toda evidencia que allí todo el pescado estaba más que vendido. Cobramos un solo conejo, y sin disparar ni un solo tiro, pues la perra, como se dice por ahí de un tal "Juan Palomo", ella se lo guisó y ella se lo comió.
Quiero decir, traduciendo el famoso dicho popular, que la perra venteó el tal conejo perdido allá en las profundidades de unas espesas y resecas junqueras que estaban hechas un agostado “emplasto” en una de las márgenes de un arroyo reseco, y que para poder dar con él, hubo que entrar bajo ellas "a rastra barriga" hasta quedar materialmente enterrada. Mi anfitrión, cuando vio salir a la perra de aquella parva de juncos resecos con el conejo en la boca, me miró y, como en un su perra, como yo le dijera, no había, en efecto, oro que la pudiera pagar, sentimentalismos o sentimientos al margen.
El último año de los tres que pasara en "El Paulo Orosio", casi no pude salir de cacería por razones profesionales que no vienen al caso, y pensé que mi perra, ya con más de diez años encima, no le debía importar en demasía, ni le debía afectar tampoco tanto, como si hubiera estado en sus años mozos, eso de tirarse encerrada tan largos intervalos sin salir a patear esas sierras y a desfogar toda la lava que en su sangre hervía.
Desde luego que los años no pasan en balde y que, por lo mismo, la perra ya no era aquel volcán en erupción que fuera siendo más joven, pero casi, casi. La perra nació para ser un incontenible torbellino y un torbellino incontenible seguiría siendo mientras viva, pero, claro, a pesar de todo, tanto los volcanes como los torbellinos los hay de distintos grados, aunque sin dejar de ser nunca, por descontado que sí, volcanes o torbellinos. Traigo tales metáforas a colación, porque confiando por ese tiempo, en que la perra, acostumbrada al escaso espacio de la terraza, por un parte, y de que ya estaba en las mismas puertas de la tercera edad, por otra, casi ni la sacaba al Parque, y si la sacaba, era más por pura devoción, que por una obligación de obligado cumplimiento. Y héteme aquí que un día, en que, tocado por esa especial devoción mía, me acercara a recogerla a la terraza, para que disfrutara, a mi par, allá rastreando y retozando en nuestro ya más que repateado Parque, noté que, de pronto, comenzó a tiritar de muy fea catadura y que se dejaba caer en el suelo como si estuviera mareada. Aquello le duró sólo unos instantes, pero a mí se me antojaron toda una eternidad, y aunque me tranquilicé, viendo cómo, al momento, se incorporaba como si tal cosa y como si aquello no hubiera pasado de ser un espejismo mío, la procesión siguió por dentro, por lo que no dejé de pensar en aquel extraño "patatú", que bien podía haber sido una especie de congestión que, asomando las orejas, de momento, nos daba un importante toque de atención.
Fue el principio del fin de mi entrañable Diana, y no es a su muerte a lo que me refiero precisamente, pues la solución que se me ocurrió fue trasladarla a un lugar, donde ella pudiera expandirse libremente y sin ataduras ningunas de espacio, pero, amigos míos, como si la hubiera llevado "al Castillo de irás y no volverás," pues de aquella tan envidiada diosa de la caza, al no mucho tiempo, nunca jamás se supo.
Cuento lo que pasó.
Creí yo e, incluso, hasta llegué a autoconvencerme de ello, que aquel amago de congestión, ataque epiléptico o lo que fuere, podía haber sido ocasionado por aquellos largos periodos de inactividad y que, como comprimida en aquel reducido aposento de la terraza, aquel año, en especial, se tirara. Pensé entonces llevármela a Guadalcanal para confiársela a un gran amigo mío que, según yo, me ofrecía total garantía para cuidarla como ella se merecía y para que, a su vez, se pudiera sentir libre y feliz, viviendo a sus anchas y como en su propio medio, los años de vida que aún le tuviera reservados el Señor, pues este amigo, gran terrateniente de antaño, además de ser un empedernido campero y cazador, vivía prácticamente solo en una de aquellas casonas agropecuarias de la Andalucía de otrora, en la que bien podría haber acampado todo un Regimiento de caballería, caballos incluidos. Dicho y hecho, así que allá me presenté con mi perra, sin previo aviso, por lo que el "sorpresón" que se pilló el fulano, fue "mayúsculo”, y que por lo grato, más que por lo inesperado, le debió poner el corazón a cien por hora en eso de palpitar de gozo y felicidad, y es que siendo un buen amigo mío y compañero en alguna que otra cacería, sabía del valor de aquella joya, y claro….
Con la condición inapelable e incondicional.- Le dije.- que el único dueño de la perra siempre era yo y nadie más. Que ni le pasara rozándole la frente la simple tentación de pensar, ni por un sólo instante, que la perra le pudiera pertenecer, aunque lógicamente, no acudiendo yo a por ella para mis cacerías, podía disponer de ella, cuando y cuantas veces lo deseara, aunque siempre personalmente, ya que tampoco valía prestarla a nadie bajo ningún concepto.
Se lo repetí tantas veces, que si no me "mandó a tomar por culo," fue - pienso yo ahora - que me llegara a cabrear y que el valioso como inesperado regalo que se le pudíera ir de las manos. El caso fue que el viejo terrateniente, no tuvo ningún inconveniente a responder con sus promesas, tantas veces cuantas le repetí mis reiterativas y machaconas condiciones.
Y así quedó la cosa como entre los dos grandes amigos que, al menos, yo siempre creí que éramos.
Sucedió esto recién cerrada la Veda, así que, durante el largo periodo que hube de esperar para "la apertura" de la del siguiente año, no me pude resistir el tener que hacer alguna que otra esporádica y circunstancial escapada, con el sólo y único objetivo de poder estar junto a mi entrañable Diana, aunque sólo fueran unas horas. Todo, al parecer, transcurría a las mil maravillas. Incluso, cada visita que le hacía, se me antojaba que tenía mayor lustre y que, cada vez, se encontraba más y más feliz.
El primer día de la apertura de La Veda General, al mes o poco más de la última visita que le hiciera, sería la última vez que yo pudiera gozar de la gratísima compañía de aquella bendición del cielo que siempre fue mi Diana. No volvería a verla jamás, pues como se le confiara tan valiosa y entrañable joya, cuando, a los pocos días de aquella mi diciendo - eso sí, con el hipócrita y artificial gimoteo de una de aquellas plañideras de antaño, que se contrataban, previo
pago, para que llorasen y lanzasen al aire sus más doloridos lamentos de dolor en los entierros de los poderosos, - "que si no sé qué y que si no sé cuantos," total, que no tuvo que ser ningún "Séneca" para poderme leer, diáfanamente además, en la cara, que nada de lo que me decía, ni me lo creía entonces, ni me lo creería aún viviendo toda una eternidad.
Mi Diana había cumplido por aquellos entonces doce años.
Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza
©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

No hay comentarios:

Publicar un comentario