Capítulo de la novela inédita sobre la Conquista de México, del profesor Aurelío Mena Hormedo
Solía coincidir en estos corros el cazador y arquero que habló en el vivaque de Potonchan y vi en la batalla de Cintla, un tipo recio y fuerte como una encina, con guedeja de rizos menudos: Yo, señores, dijo, soy de Guadalcanal, en la sierra Norte de Sevilla, y a renglón seguido contó cómo recorría los pueblos con su padre vendiendo los animales que cazaban, con trampas cazaban, aunque también con arco y flechas, que era un grandísimo tirador de arco según ya había observado y aún tendría ocasión de comprobar muchas veces. Y una vez en Cazalla, en casa del alcalde, notó que la alcaldesa lo miraba de modo especial y así a la vez siguiente se metió en la braga un palo liado en trapos para hacer bulto, a manera de soldado, y ver qué pasaba. Sucedió entonces que dijo la alcaldesa a su padre que fuera a la cocina a limpiar la caza porque se le había ido la cocinera y entretanto se encerró con él en un cuarto chico y sin más trámite, se levantó la falda y enaguas, le mostró lo que guardado tenía y dijo apresúrate que no tenemos mucho tiempo. «Tuvo ella que cogerme el chorizo y meterlo en la olla –así lo contó–, que yo no atinaba de tan nervioso que me puse, como era la primera vez y no sabía, y ella me agarraba del culo y me atraía con fuerza hacía sí, tanto que en un instante se me escapó la fuerza. La mujer se enfadó entonces mucho, dijo que no era hombre y que se lo diría a su marido, y empezó a gritar, ay, que me violan, gritaba. Nos persiguieron con perros –concluyó–: Huimos a Sevilla, que mi padre quería irse a la serranía de Ronda, pero yo decidí venirme a las Indias».
Este Guadalcanal formaba en la compañía de ballesteros y manejaba el arco con una eficacia y celeridad envidiables, que por cada tiro de ellos él hacía tres o cuatro y nunca fallaba. Luego recogió varios arcos y aljabas con flechas de mayas y mexicas, dijo que eran de una calidad admirable y desde entonces los usó siempre, que era un lujo ver cómo lo tensaba y derribaba un venado al galope. Allí, en los arenales, lo retó un Alonso Hernández, que era buen ballestero, pusieron blancos de veinte en veinte pasos y al llegar a cien falló el ballestero, pero atinó el cazador. Ajustaba la flecha, tensaba el arco, la cuerda contra la nariz, los labios y el mentón, y soltaba. Vibraba el arco resonando semejante a un arpa y volaba la flecha como un halcón a su presa. Otros ballesteros también lo retaron y a todos ganó, por lo que desde entonces tuvo fama y todos admiraron, pero dijo el arquero por no humillar a los ballesteros:
–No crean vuesas mercedes que mi destreza es virtud, sino la práctica continua a que mi oficio de cazador me obliga. De niño mi padre me decía: Si aciertas, comes, si fallas, no hay comida. Y así era.
Otra pendencia hubo de esas que no se pueden creer de increíbles que son. Fue que el hidalgo que se decía Carmona y Río Guadaíra compró un ave al Guadalcanal, la pagó y el cazador se la dio, pero dijo entonces el hidalgo que le había comprado dos y no una. Desconcertado quedó el Guadalcanal un instante y luego respondió: Creo, señor, que se equivoca vuesa merced, y con la mirada buscó testigos que avalasen sus palabras, pero no los encontró porque el Carmona tenía ya fama de pendenciero y torcido. Sin embargo, fiado de la amistad inicial que con él contraje en río Tabasco, quise intervenir a favor del cazador.
–Señor hidalgo –dije–, no sé por qué razón, pero yo también creo que se equivoca vuesa merced.
–¿Me está llamando vuesa merced mentiroso? –bramó entonces–. ¿A mí, que lo he curado y salvado la vida?
–Señor, digo solamente que ha habido un malentendido y que la manera de solucionarlo es volver a negociar o deshacer el trato.
No hubo manera, tiró de la toledana el Carmona y dijo que uno a uno o los dos al tiempo habríamos de conocer el sabor de su acero.
–Permítame vuesa merced, señor, que soy el primer agraviado –dijo el serrano, sacó el cuchillo de monte, una hoja de palmo y medio de largo por dos pulgadas de ancho, y se plantó ante el alcalaíno.
Habían acudido los compañeros a hacer corro y tapar el duelo por la fama del Carmona y el Guadalcanal, y la extraña escena que formaban, que mientras el uno presentaba espada y daga, el serrano en cambio adelantaba el cuchillo y la mano izquierda abierta como escudo. Pero el pintor de Marchena lanzó una manta al serrano que de inmediato se lió en el brazo izquierdo y las fuerzas se equilibraron un tanto. Pareció un instante confundido el alcalaíno mientras evaluaba la guardia de su contrario, tanteó un par de veces y luego atacó el primero, que era justo lo que esperaba el cazador, quien desvió la estocada con la cruz del cuchillo, avanzó como un rayo y trabó al Carmona de tal modo que le puso la hoja de acero en la garganta.
–¡Si os movéis sois hombre muerto! –amenazó–. Soltad las armas.
Trató de resistir el alcalaíno, apretó el serrano el cuchillo y al fin hubo de ceder el Guadaíra.
–¡Quietos! –gritó entonces una voz–. Os estamos apuntando con escopetas.
Creí reconocer la voz e hice señal a los nativos de que no se movieran. Enseguida salió el Carmona de entre los árboles seguido del mancebo tantas veces dicho, que fornicaba con una perra, y uno de los bribones que solían acompañarlo.
–Ahora no te valdrán trucos –dijo al Guadalcanal–. Luego el “indio” perderá la mano que debió perder. Señor bachiller, dé a su amigo una de sus espadas. Quiero saber si la maneja tan bien como el cuchillo.
Tomó el Guadalcanal muy lentamente la espada que le tendía, la Florida, al tiempo que con la izquierda empuñaba el cuchillo de monte. Pero de pronto, con celeridad pasmosa, asió la espada como si fuera jabalina y la arrojó contra el bribón, luego, cuando ya el Carmona se le venía encima gritando como un demonio, se arrojó al suelo, rodó sobre sí mismo e hizo caer al alcalaíno. Inmediatamente, con la rapidez felina que lo caracterizaba, fue sobre él, le puso el cuchillo en la garganta y le obligó a jurar por su honor que nunca más haría armas contra nosotros.
--Así lo recordaréis mejor –dijo y le rajó la cara con la punta del cuchillo.
Nos incendiaron varios aposentos y no paraban de caer flechas, varas y piedras, que estaban los suelos cubiertos de ellas y no podíamos andar por los patios sino arrimados a las paredes porque no nos diese alguna piedra o flecha suelta.
Entonces fue cuando Alonso Guadalcanal, el cazador sevillano de la Sierra Norte, mostró su talla de grandísimo arquero y buen estratega, que subió al teocali que teníamos, desde el que dominaba la posición de los arqueros y honderos mexicas, comenzó a tirarles y no perdía flecha. Le disparaban ellos, pero no lo alcanzaban porque estaba más alto, no obstante lo vio Cristóbal de Olid y mandó a dos o tres soldados que le subiéramos más flechas y lo protegiéramos con nuestras rodelas, y yo fui uno de estos soldados. También subieron algunos ballesteros, pero no tenían la destreza ni sangre fría del Guadalcanal, que se parecía a Hércules, hijo de Zeus, el divino Odiseo flechando a los pretendientes parecía, tanta era su mortífera eficacia. Colocaba la flecha en la cuerda, tensaba el arco, aquel magnífico de madera de roble que salvó de la Joyería, y la soltaba sin tomar puntería como en los retos de los arenales, que ahora tiraba por instinto con una celeridad pasmosa. Disparaba el Guadalcanal y caía un mexícatl, hasta que no quedó ninguno, que unos cayeron y huyeron otros.
¡Oh, Dios misericordioso! Tenían los mexicas la costumbre de sacrificar a sus dioses los prisioneros enemigos y a los mejores de éstos ponían adobados como trofeo en el altar del Huitzilipochli. Así pude ver varios cueros de caballos muy bien curtidos, que los tenían por animales fabulosos, y los rostros de algunos soldados, entre los cuales estaba el de Alonso Guadalcanal, que bien lo reconocí por los rizos de la guedeja y el rostro afeitado, que decía nuestro pintor Ribera cómo se parecía al David que Miguel Ángel había puesto en la plaza mayor de Florencia, según una estampa que tenía su maestro. ¡Virgen Santísima! Lo miré con cuidado y era su rostro, la nariz recta y labios bien dibujados. Me puse malísimo. No sé lo que sentí, como si el mundo me aplastase o me tragase el infierno. Un sudor frío me subió por la espalda, me mareé y tuve que sentarme un rato en el suelo, luego tomé una tea encendida y prendí fuego a todos aquellos tristes despojos. ¡Tan magnífico arquero y persona cabal! Entonces noté que un sacerdote, aquellos sacerdotes engreñados, sucios y malolientes, me contemplaba en silencio y sin pensarlo, lleno de furia, me fui a él y lo degollé. No hizo nada por evitarlo y se derrumbó como un saco vacío, mientras su negra sangre se derramaba por las losas de piedra. ¿Cómo se puede entender la misericordia divina? ¿Dónde estaba el Dios de la misericordia? (sic)
Aurelio Mena Hormedo
Profesor jubilado, escritor siempre.
http://platea.pntic.mec.es/~anilo/
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