By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 3 de diciembre de 2011

Gentecita del montón

La nueva violencia del sistema

"Lo que el sistema necesita es más escritores que la cuestionen desde dentro y lo revisen a fondo".

Nos han dicho que la peor violencia es la violencia política, es decir, la violencia que proviene de fuerzas externas al sistema. La violencia del terrorismo o del narcotráfico. No, la peor violencia no está por fuera del sistema, sino al interior del mismo establecimiento. Abuelos adictos a las máquinas tragamonedas, adolescentes suicidas, yonquis, alcohólicos, depresivos, marginales de todo tipo que son expulsados al borde de la destrucción. En las clínicas psiquiátricas, cada vez más, hay adictos a internet, a los teléfonos celulares, al porno virtual o al sexo real, a ciertas drogas legales de última generación. Es lo que Jean Baudrillard ha llamado la violencia transpolítica.
Gentecita del montón, del colombiano Roberto Rubiano Vargas, ganó el Premio Nacional de Cuento en 1981 y desató una gran polémica. Ciertos funcionarios conservadores que posaban de intelectuales lo atacaron con ferocidad por el premio. Contrario a lo que se espera de un escritor colombiano (que exponga de alguna manera la violencia política por la que somos tan tristemente reconocidos), Rubiano retrataba en este libro el vacío inconmensurable que ahogaba (y que sigue ahogando) a los jóvenes de las grandes ciudades contemporáneas, algunos de los cuales se refugian en la violencia gratuita como los personajes de ciertas novelas de Guillermo Fadanelli.
La cultura oficial siempre prefiere la literatura, el cine o la pintura que exalten una belleza ascendente, poco problemática, pacífica y contemplativa. Una cultura que no ahonde mucho en nuestras miserias más íntimas. Rubiano metía el bisturí allí donde el establecimiento sentía más miedo: en el sinsentido de varias generaciones que veían cómo la ilusión de un mundo mejor se desvanecía en medio del consumismo, la hipocresía de los políticos y la doble moral de una sociedad que permitía la corrupción, mientras pregonaba valores que jamás practicaría. Esas promesas de la modernidad incumplida (justicia, equidad, solidaridad, fraternidad) estaban arrinconando a varios jóvenes que empezaban a descubrir que la realidad era una trampa. Y los personajes de Rubiano eran como ellos, estaban perdidos, bebían o fumaban marihuana porque sentían la ciudad como un enorme desierto sin oasis a la vista. Y claro, esa escritura quirúrgica que abría heridas en cada relato era peligrosa, había que detenerla, prohibirla, descalificarla.
En 1985, el colombiano Antonio Caballero publicó Sin remedio, una novela de una violencia psíquica atroz, invisible, pero de unos efectos demoledores en el protagonista. Es posible leerla como el retrato de un desadaptado social, o como el retrato de una sociedad banal, clasista y codiciosa hasta niveles patológicos. Los jóvenes de esos años vieron en ella la advertencia de las infinitas celadas que el sistema les tenía preparadas para silenciarlos y avasallarlos.
Ese fue el tipo de violencia que me obsesionó y en el que he procurado ahondar a lo largo de toda mi obra. Alejándome de formas aceptadas por la intelectualidad reinante (las cuales conozco bien porque vengo de la academia). Me he acercado al cómic gótico, a los cantantes de rap y de hip hop, a la fuerza de la tradición oral y al sentimentalismo morboso del melodrama televisivo: formas populares rechazadas por la crítica literaria oficial. Sin embargo, pronto descubrí que esos conductos no sólo eran válidos para desentrañar los oscuros socavones de nuestro tiempo, sino que además taladraban la época con eficiencia y sin necesidad de grandes discursos.
Un compañero de generación ha venido trabajando una obra en una dirección similar: Jorge Franco. Rosario Tijeras, Melodrama y Santa suerte nos muestran personajes que poco a poco van quedando al margen del establecimiento porque el sistema, podrido hasta la médula, los expulsa hacia límites donde sólo los espera la soledad, la locura y la muerte.
El proceso de autodestrucción ha continuado a pasos agigantados. Millones de personas alrededor del mundo pasan largas horas viendo televisión, adictos a cualquier imagen que los haga olvidarse del vacío y el sopor en el que se consumen día a día. O bien están atrapados en los correos electrónicos, en las redes sociales, en busca de ese otro que los salve de sí mismos, ese otro impalpable, incorpóreo, que se desvanece en las pantallas de los computadores. Estamos en la Era de la Vacuidad donde nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. La reversibilidad de las grandes autopistas de información, la sobresaturación de teléfonos celulares, ha generado el proceso contrario: estamos enajenados, más solos que nunca, y en medio del ruido general, lo único que se siente es nuestra impotencia, nuestra imposibilidad para poder comunicarnos con los otros.
Según las últimas cifras de la FAO, por primera vez en la historia de la humanidad tenemos más de mil millones de personas muriéndose de hambre en este momento. La contaminación de la atmósfera el año pasado fue de las peores registradas hasta la fecha. Los océanos continúan deteriorándose (petróleo derramado, elementos radiactivos como los de la planta de Fukushima), y el agua potable escasea hasta matar a poblaciones enteras. En 2008 el capitalismo atacó desde Wall Street y el profesor Chomsky denominó a ese ataque el paso del capitalismo salvaje al capitalismo depredador. Pero cuando se le exige al sistema que se revise a sí mismo, que haga un examen de conciencia, el establecimiento se sonríe y mira para otra parte. No le interesa revisar nada. Todo lo contrario: aumenta la presión. Y el precio de esa presión es la estabilidad física y psíquica de los ciudadanos. Esa es la peor violencia a la que estamos sometidos. Y cuando alguien enuncia una crítica en esta dirección, siempre hay una voz que dice que no todo es tan grave y que aún hay esperanza. Estamos atrapados entre los que desean masacrarnos desde el exterior del sistema, y los que ya nos están masacrando al interior del mismo. Esa es la violencia transpolítica de las grandes megalópolis contemporáneas.
Dos escritores colombianos de la nueva generación, entre otros, vienen también penetrando con lucidez en este horror contemporáneo: Ricardo Silva y Antonio García. En Terranía, la voz endemoniada de Silva se aferra al lenguaje como una tabla de salvación en medio de un mundo amenazante y despiadado. En Animales domésticos, García nos muestra la cotidianidad de una empleada del servicio doméstico que es arrinconada hasta el vacío, la desesperación y la demencia.
El panorama no puede ser más desolador: enfermedades mentales, masacres y genocidios, civiles asesinados por doquier, millones de trabajadores expulsados de sus empresas y, como telón de fondo, un capitalismo que hace malabares y miente. Se trata de quitarles a los trabajadores las conquistas laborales de más de un siglo de luchas sindicales, de empobrecer a una gran masa, de atracar el dinero de los impuestos, y de entregarles a los grandes consorcios económicos esa plata. Ya no les basta con lo que han amasado a costa de la miseria de millones de personas. Quieren más. Quieren los dineros públicos. No había dinero para las inversiones sociales pero ahora sí hay dinero para salvar a los bancos y a las compañías automotrices.
No podemos bajar la guardia. Lo que el sistema necesita en este momento es justamente más escritores que lo cuestionen desde dentro, desde las entrañas, y que lo revisen a fondo. Porque algo está claro: no es posible defender esta farsa cruel y despiadada con la que nos han venido timando de mala manera.
Mario Mendoza.- Revista Mercurio

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