By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 31 de octubre de 2015

Adelardo López de Ayala o el figurón político-literario 11

Puente de Alcolea


En el Puente de Alcolea
Capítulo XI
El último Gobierno de Isabel II, al saber la sublevación de Cádiz y enterarse de su rápido propagamiento por todo el sur de Andalucía, envió un cuerpo de ejército para reducir a los alzados en armas.
Serrano, con todas las fuerzas que pudo desplazar, salió al camino de los encargados de combatirle. Los contingentes de la Reina y los de la revolución encontráronse en Córdoba, junto al puente de Alcolea. Y en la batalla que ha pasado a la Historia con el nombre del puente sobre que se libró, Ayala tuvo un importantísimo papel. El más importante acaso de todos los desempeñados en el arriesgado trance.
La musa popular, más entusiasta siempre que verídica, cantó luego:
En el puente de Alcolea
ganó la batalla Prim.
y por eso le aclamaron
en las calles de Madrid.
En las calles de Madrid aclamarían a Prim por cualquier otra cosa -muchas había realizado el bravo caudillo liberal, dignas todas de aclamación—; pero por lo del puente de Alcolea si a alguien debió aclamarse fué a López de Ayala.
De Prim ya sabemos que no estuvo en Alcolea, pues referido queda cómo días antes partió de Cádiz para llevar el levantamiento a Cataluña. Y en cambio, Ayala en Alcolea estuvo, y allí trabajó más, y aun más se expuso, que todos los luchadores de ambos bandos. Pese a no ser aquel hombre civil y pacífico ciudadano ninguno de los guerreros que habían de dirimir la contienda.
Frente a frente los ejércitos obligados a combatir, Serrano, que no estaba muy seguro del éxito de la batalla o que deseaba evitar efusión de sangre, trató de ahorrar la lucha, proponiendo que las fuerzas enviadas para derrotarle se le sumaran. Con este propósito envió un parlamentario a Novaliches, el comandante Fernández Vallín, quién por conducir proclamas o por lo que fuese, pues el caso no llegó a .dilucidarse quedó muerto entre las filas de los' isabelinos apenas se introdujo entre ellas.
El trágico fin del infortunado comandante parecia hacer imposible todo nuevo intento de avenencia. ¿Quién se atrevería a pasar con iguales proposiciones subversivas a un campo donde los sublevados eran destrozados en cuanto llegaban?... Pero Ayala tuvo un arranque de máxima generosidad.
Sonó para él esa hora en que las mujeres más recatadas se entregan y los hombres más prudentes se exponen. Y quien siempre pensara sólo en lograr, quien por recoger sólo se afanase siempre, ofreció, dió.
Ayala aconsejaba al general Serrano que intentase aún evitar la lucha fratricida. Le instaba para que dirigiese una carta al Marqués de Novaliches con la propuesta en forma. Y como se le objetase que nadie se brindaría a llevar tal caita, dijo sencillamente:
—Me brindo yo.
Serrano entonces accedió a la propuesta de Ayala, y le encargó que redactase él mismo ese documento que con tanto valor estaba presto a llevar a su destino.
En escribir no podía flaquear Ayala. De un tirón trazó la carta, donde las frases relumbradoras se sucedían continuadas, sin que ninguna palabra refulgente —"patriotismo", "Humanidad", "honor"— faltase. Nada hubo que tachar en el borrador, del que si se sacó copia fué sólo para que quedase duplicado de la misiva. Serrano pudo firmar en el acto y devolver el papel al que había de ser su portador.
Rápidamente se dispuso la partida del parlamentario. Varios pañuelos blancos unidos formaron la consiguiente bandera. Y Ayala cabalgó, tremolándola al viento.
Estampa heroica. Al jinete de levita y chistera un corneta le acompaña y dos lanceros danle escoltar militarmente vestidos. En el frente, líneas de soldados marcan las posiciones enemigas. Y hacia allá una galopada loca. ¡ Mensajero de paz que a la guerra desafía!
Hubo críticos que rebajaron la hazaña, objetando que Ayala no corrió riesgo ninguno. Y es cierto que Novaliches era incapaz de fusilar a un político de nombre y literato de fama; pero hasta llegar al general había que cruzar entre tropas que sabían poco de autores y no sabían nada de diputados. Conviene repetir que horas antes había sido muerto el anterior parlamentario por esas tropas mismas. Y ha de consignarse que Ayala estuvo a punto de morir igualmente, porque los centinelas avanzados del campamento isabelino, que tenían orden de no admitir contacto alguno con los revolucionarios, le hicieron fuego al acercarse. Ayala corrió riesgo de muerte, sí, salvándose por circunstancia puramente casual.
A las detonaciones de los centinelas acudió Mazarredo, el militar literato, y reconociendo al emisario, que vestía de paisano, 'por su tipo inconfundible, mandó que los disparos cesasen. Ya sí estaba Ayala en franquía; más no sin haber dejado de estar en la situación de mayor peligro a que un hombre puede llegar voluntariamente.
Llevado por Mazarredo a presencia de Novaliches, éste le recibió con todos los respetos posibles, y le ofreció, la cortesía extremando, alojamiento junto a sí. Y todavía logró más Ayala del mundano general: qué el jefe del ejército de la legalidad, el mismo que había ordenado rechazar todo contacto con las tropas sublevarlas, accediese a recibir la carta del caudillo de éstas. Una vez más el poseedor de personalidad doble hacía su juego, empleando una y otra juntas.
Y aun no dió el parlamentario su misión por cumplida. Sobre entregar el documento, que portaba tras de haberlo escrito, puso su palabra al servicio de lo que había puesto su pluma. No temió que se le reprochase el excederse en sus atribuciones de mensajero, ni menos que por la fuerza se le obligase a callar. Sabía que pisaba terreno firme, y sobre él asentóse con vigor.
Habló así largamente a Novaliches, añadiendo a 10 que la carta firmada por Serrano decía, respecto a la obligación de evitar una lucha entre hermanos y de permitir que se cumpliese la voluntad nacional, razones de gran peso. Enumeró las fuerzas comprometidas con los sublevados, los barcos unidos a su levantamiento Y las ciudades que se pronunciaban por esa causa. Y supo con su elocuencia tribunicia vestir la amenaza de persuasión, insistiendo en hacer notar los fines elevados y puros perseguidos por los revolucionarios.
Si los ejércitos de la Reina y de la revolución llegaron a pelear, si se dió la sangrienta batalla de Alcolea, no fué ciertamente porque Ayala dejase de hacer cuanto cabía en lo posible para evitarla.
Su voz, empero, no logró añadir convencimiento a lo que escribiera. La carta que había redactado, pese a las glosas verbales que añadió, fué contestada con una negativa rotunda. Y Ayala, tras de su esfuerzo inútil, tras de su heroísmo estéril, regresó al campo de los sublevados. Iba a comunicar que la lucha era inevitable.
En su respuesta, Novaliches mostraba profundo dolor por tener que pelear contra tan Ilustre caudillo como el Duque de la Torre y lamentaba que hubiesen de cruzarse las bayonetas entre soldados que la misma bandera amparaba; pero advertía que él había de cumplir con su deber, defendiendo el régimen constituido, y sólo admitía que pudiese evitarse la guerra reconociendo los contrarios la legalidad existente.
A Serrano, en tales condiciones, no le quedaba sino combatir. La revolución, triunfante hasta aquel momento, no podía darse por vencidas.
Así lo consideraban cuantos, con el jefe, recibieron la respuesta traída por Ayala. Y todos se prepararon para emprender la lucha.
El combate se empeñó. Caballero de Rodas tomó el puente de Alcolea, y se mantuvo firme, cerrando el paso a los isabelinos. Rechazado Lacy en un ataque de flanco por Serrano mismo, pronto fué el puente único lugar de lucha. Hacia él corrían las fuerzas del Gobierno al grito de "¡Viva la Reina!" La batalla de Alcolea estaba librándose.
Los esfuerzos de los isabelinos no pudieron forzar el paso, donde se amontonaban los cadáveres. El propio Novaliches, puesto al frente de la vanguardia, brega con valor y aviva el combate, hasta que, herido gravemente en la boca, se ve en la necesidad de ceder el mando al general Paredes. Y éste, a las ocho de la no-che, considerando ya imposible pasar, hizo que cesase el fuego.
Mientras duró la batalla no se alejó Ayala de la línea del combate que inútilmente quiso evitar. No peleó, pues su acción en la lucha hubiese sido poco o nada eficaz. Ni disparar un fusil sabía, y, acaso, no supiera tenerlo en las manos. Sin embargo, colocado entre los que la muerte afrontaban, afrontando la muerte permaneció. Había que hacer el gesto y en ello estaba Ayala, siempre.
Si algo le preocupó, fué lo que en él era preocupación constante: su nombre, su fama. Alarcón, como cronista bélico —especialidad periodística que poseía desde la guerra de Africa-, estaba junto a nuestro figurón cuando las balas silbaban en torno de ambos más espesas. Y cuenta que Ayala le dijo entonces:
—Nos matan, Pedro Antonio. Estas balas son de Madrid, y, claro, vienen todas sobre nosotros. Como somos los únicos a quienes en Madrid se conoce...      
Consideraba no ya a las guarniciones andaluzas, oficialidad procedente de la Corte incluida, sino también a los generales pronunciados, aunque los hubiese laureados en la guerra y populares en el Gobierno, poca cosa junto a su grandeza duplicada. Y temía que las balas madrileñas le buscasen a él —lo de que buscaran también al cronista ilustre era sólo galantería— en tributo de admiración, mortífera, pero admiración al cabo.
Terminada la batalla, aun realizó Ayala una labor importantísima a nombre del ejército de Serrano y en favor de las fuerzas que mandaba. Paredes también.
Fuertes las tropas isabelinas —que si bien rechazadas, no habían sido vencidas ni disueltas— en el Carpio, Ayala pidió gestionar otra vez una inteligencia entre ambos bandos beligerantes que evitase una nueva batalla. Y con la anuencia del Duque de la Torre pasó de nuevo al terreno enemigo para pedir el abrazo del ejército entero, que, anulando la división producida, lo fundiese en uno solo, con un ideal único y dedicado a un exclusivo fin.
Volvió Ayala a cabalgar de uno a otro campo. Repetía el papel de mensajero de paz, que, si no. había salvado la obra, diera un éxito personal al actor. Pero ya la sangre había corrido, fertilizando los rencores. Era en la noche, además; en la noche propicia al ataque traicionero y fácil a la equivocación funesta. No obstante, Ayala .marchó a hacerse aplaudir nuevamente.
Como antes, entonces evitó la desgracia. Y entonces, más feliz que antes, halló el triunfo completo. Al fin su gestión tuvo el éxito total. La obra también se imponía.
Con su verbosidad, Ayala venció, los escrúpu1os del general Paredes: y de los compañeros de éste, generales Sandoval, Vega y Echevarría. Y no sólo la paz se hizo, sino que se llegó al acuerdo de que las tropas gubernamentales se incorporasen a las revolucionadas para marchar juntas sobre Madrid. Evitó Ayala, pues, que continuase la sangrienta lucha, logrando, además, que el ejército enviado para combatir la revolución se adhiriese a ella.
De este modo Ayala completó la victoria, que -Serrano y sus soldados no habían hecho más que iniciar. Y en la que Prim no tuvo arte ni parte, diga lo que quiera el entusiasmo del pueblo, no siempre justo.
Juzgando justicieramente, si en Alcolea hubo un héroe, fué nuestro biografiado. Como no es lo que de Ayala escribimos una apología completa, tenemos autoridad para decir esto. En Alcolea el figurón llegó a figura, no significando tal que se desinflase, sino que se cuajaba.
Encarnó el papel. Y así como los histriones que aciertan a humanizarse en una interpretación, mereció el aplauso. Puede otorgársele sin regateos.
Empleando la frase estereotipada para estas cosas,, ha de consignarse que Adelardo López de Ayala en el puente de Alcolea se superó a sí mismo.

Luís de Oteyza
Vidas Españolas e Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid, 1932 

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