By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 17 de septiembre de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 10


Nuestro traslado a Sevilla capital 9


Tenía la total convicción, que no la premonición, de que en Sevilla, como en cierta ocasión le oyera comentar al muy castizo y sin par Don Paco, me sentiría como un perdigón que, recién capturado en el campo, se ve encarcelado en una jaula.

El enloquecido ajetreo de las grandes urbes, así como su deshumanización y su paradójica soledad dentro del ensordecedor bullicio de sus muchos automóviles y habitantes, siempre me impuso una aterradora repulsa, y yo pensaba que si para mí, predestinado como todo ser humano a vivir en sociedad, más o menos, masificada, la cosa tomaba tal cariz, qué no le podría suponer a mi Diana, siendo una máquina de las de a mil revoluciones por segundo y cuyo sino era desenvolverse en los espacios más asilvestrado y libres, eso de verse también como encarcelada en los muy escasos metros de la terraza de un piso y sin horizontes, si es que no eran los que le podían ofrecer los abundantes y gigantescos paralelepípedos de acero, hormigón y cristal que, obviamente, eran los únicos que se le podían ofrecer a sus ojos, en tanto que a sus oídos no podía llegar otra serenata sino la del monótono y exasperante roncar de los motores de los coches, si es que no la de los tétricos aullidos de las sirenas de las ambulancias.

Intentando dulcificar en lo posible, lo que sin duda alguna debería ser un terrible y constante martirio para un animal, que había nacido para derrochar energía en total libertad y en campos abiertos, y al que yo, por otra parte, tanto afecto le tenía, llegué a pensar que, al estar compartiendo la terraza con mis perdigones, oyendo sus camperos "reclamos", "cuchicheos" y "piñoneos", en algo, al menos, podría verse paliado este su permanente martirio. Soñé también - y estos mis sueños ya tenían bastante más fundamento - que, al encontrarse el encantador y extenso Parque de Los Príncipes, exactamente frente a la mastodóntica construcción en la que se encontraba nuestro nuevo hogar y que, para llegar a tan amplio y bucólico espacio, sólo había que cruzar la calle "Santa Fe", teniéndolo así allí al alcance de la mano, y asimismo poder gozar de él y en él como en un esparcimiento campero, aunque obviamente, con alguna que otra limitación.

El caso fue que esto de "alguna que otra limitación", que yo sabía que debía tener, no quedó en "alguna que otra", sino en muchas, pues al haber en él bandadas y más bandadas de palomas, bastantes mirlos también e, incluso, algunas colleras de tórtolas turcas, aparte de las diferentes especies de ánades, que convivían en el bello islote, al que abrazaba un bonito lago circular, fue algo que nos condicionó en mucho nuestros recreos, pues la perra, provocada irresistiblemente por las tales aves, ya desde la misma entrada, se ponía en vibrante tensión y aún en más incontenible tentación, ¿y quién era el guapo que, en tales circunstancias, desenganchaba a la perra del collar y la dejaba esparcirse a sus anchas....? Pero bueno, "al no haber pan, buenas eran tortas", y he de confesar que, dentro de nuestras prohibiciones, no nos lo pasábamos muy mal del todo, los ratos que a él nos podíamos escapar.

La plaza escolar que pude elegir, ya que fui de las últimas que se ofrecían, y me vi forzado a elegir la de Colegio, recién construido, pero que se encontraba como en medio del campo, allá por el famoso Cortijo del Cuarto y más cerca del pueblo de Bellavista que de la misma Sevilla.

Teniendo pues tanto terreno por delante, se pudieron permitir incluso el gran lujo, - tan difícil lujo este, por otra parte, en las superpobladas urbes - de un muy espacioso patio de recreo, que lo circundaba por los cuatro puntos cardinales, con el adorno además de frondosos árboles y arbustos, guardando cierta estética, y un vallado, por descontado, con una artística y típica verja de la famosa forja trianera. El Colegio tenía el nombre de un rey moro que, a su vez, fuera gran poeta y fuente de leyendas, sobre amores y desamores, que reinara en Ishbiliya (Sevilla) allá por el l086, que se llamó Almotamid.

Estaba lejos de casa, ciertamente que sí, pero tan inesperados y campestres espacios se nos ofrecían con toda generosidad, y no sólo en cuanto a la libertad de movimientos, sino también en cuanto al tiempo, que nos pudiera ofrecer el Parque, para poder esparcirnos en nuestro destierro. No nos esperábamos aquel regalo, que nos encontramos sin comerlo ni beberlo, por lo que, en un principio, lo de tener que elegir, casi "a la trágala", un Colegio tan distanciado de casa, fue algo que, en un principio, acepté con un mohín de “mala jeta”, pues, en esos momentos, ni sospechar podía que el tal Colegio estaba prácticamente en mitad del campo. Cuando fui a conocerlo, fue cuando realmente me pude dar cuenta de aquello que se dice de que, efectivamente, Dios, a veces, escribe con renglones torcidos.

Ya todo era cuestión de ganarse la amistad y la simpatía de Julia, la portera, a la que tan sólo me bastó apuntarle mis intenciones a cerca de la perra, para que la buena mujer se me ofreciera, cordial y amablemente servicial, no sólo para echarle el ojo, que yo le pidiera, durante las horas que yo estuviera dando mis clases, teniendo ella por suyos todos aquellos amplios y deliciosos espacios, sino los dos, si es que me decidía a dejarla allí como en su permanente residencia. Y así sería, si bien para este mi segunda aspiración, me mostré un tanto reacio en un principio, temiéndome que, a pesar del sincero ofrecimiento de la buena de Julia para echarle los dos ojos, que no sólo uno, que me prometiera, por una parte, y aquella magnifica verja de hierro, por otra, le pudiera pasar algún lamentable desaguisado, pudiendo ser el peor de todos el que me la "birlaran", por lo que para decidirme a ello hube de esperar algún tiempo, para poder conocer durante el cual, los bueyes con los que araba tanto dentro como en su entorno, conformándonos, de momento, con que, como mis hijos Rafael José y María del Mar, la perra también tuviera que

viajar cada día lectivo al Colegio en "el Renault 8" desde El Barrio de los Remedios, donde se encontraba nuestro Piso, a los descampados allá por el Cortijo del Cuarto y viceversa, una vez concluida la jornada escolar.

Ya, el primer día que me presenté en el Colegio con la perra, uno de los nuevos compañeros, después de quedarse mirándola y remirándola con ojos de enamorado, se me acercó y me dijo que, por lo visto, yo, como él, también debía ser una gran amante de la caza.

-Desde que empecé a echar los dientes.- Me apresuré a contestarle.- allá en un Cortijo de la comarca de Los Montes Orientales de Granada, en el que nací y me crié.

- La perra, desde luego, tiene una estampa que es un verdadero encanto.- Insistió sin dejar de mirarla.

- Pues aún lo es más encantadora la estampa que ofrece cazando.- Le secundé lanzado y sin el menor pudor.

No hubo tiempo para mucho más, pues el timbre sonó y hubimos de incorporarnos prestos a nuestras respectivas aulas, sin embargo, este nuestro primer aunque momentáneo contacto, nos serviría para iniciar una especial amistad que, al margen de nuestro compañerismo profesional, iría tomando, día tras día, más y más fuerza, y siempre atizada por nuestras confidencias sobre nuestros más emocionantes lances y anécdotas de apasionados cazadores.

En una de estas nuestras apasionantes charlas, salió a colación la soberbia "Beretta superpuesta del doce" que yo tenía, fabricada con auténticos aceros de “Brescia”, y que un buen amigo mío me consiguiera en la misma Italia. Mi compañero entonces, tal vez un tanto picado por mis alabanzas acerca de mi escopeta, también me hizo su particular panegírico sobre su "Larrañaga", paralela, recta como un junco, mocha, de pletinas corridas y también del doce, pero que su verdadero valor estribaba en que, heredada de su abuelo materno, era de los aceros de antes y casi de pura artesanía. Yo, siempre “tan curiosón” y más tratándose de cosas que, de una o de otra manera, rozaran la cacería, le dije que me gustaría ver tan magnífica y valiosa joya del pasado. Que yo, asimismo, metería en el maletero del coche la mía, para traerla para que la pudiera ver.

Y allí nos presentamos en el Colegio al día siguiente ya, con nuestras respectivas escopetas, como dos niños con un juguete nuevo y relumbrón. Y es aquí adonde yo quería venir, pues nos encontramos en el pórtico de lo que yo quería contar, realmente, de mi Diana que, ¿cómo no? tiene como telón de fondo las referidas escopetas.

Sucedió pues que, huyendo de curiosos y mirones, que a la sazón no podían ser otros sino los niños que se encontraban en recreo precisamente, nos fuimos al más escondido y aislado rincón del espacioso patio que circundaba totalmente al Colegio, con las escopetas en las manos y ya desenfundadas, con la idea de disparar al aire, ya que, por otra parte, nos encontrábamos prácticamente en un amplio y despejado campo, y así poder comprobar mejor y con mayor exactitud, la bonanza de cada una de las escopetas. Embebidos por completo en nuestro tema, porfiando ambos en ensalzar las cualidades de nuestras respectivas armas, no nos habíamos percibido siquiera de que la perra nos había seguido, y así, una vez que, como furtivos tiradores, nos encontramos ante las rejas en aquel apartado rincón, con nuestras respectivas escopetas intercambiadas y totalmente decididos a probarlas, nos las echamos a la cara, nos las apretábamos contra el hombre y disparamos. Y héteme aquí entonces que la Diana, como si hubiera aparecido allí como por arte de "birlibirloque," nos sorprendió intentando saltar la verja como impulsada por un fuerte y como misterioso resorte mecánico, con las evidentes intenciones de ir en busca de la supuesta pieza abatida, y que no pudiéndola superar, quedaba prácticamente colgada en ella, aullando de impotencia y de rabia, más que de dolor. Sorprendente hecho este que, automáticamente, nos llevó a trocar las alabanzas, que de nuestras respectivas escopetas nos traíamos entre labios, por las que una perra de caza, con tal arrojo, temeridad y valentía, podía merecer.

A raíz de este suceso, acude otro a mis recuerdos, por coincidir, básicamente, con él en muchas cosas, como el que, por estar todos los presentes ajenos a la presencia de la perra, su eléctrica como inesperada actuación, nos cogió a todos en cueros, dejándonos, a su vez, con la boca abierta.

Acaeció el caso allá en el Cortijo del Romeral, donde pastaban los toros bravos del famoso ganadero sevillano Don Gabriel Rojas, allá por la serpenteante carretera de "tercerola" del Culebrín, que saliendo de la carretera, llamada de "La Ruta de la Plata", iba a morir a Llerena.

Llegamos al "Romeral" nada menos que en un camión de gran tonelaje, acompañando - sólo por gusto - y asimismo, suplantando - por si las moscas - el cargo de ayudante del chofer, mi gran amigo Manolo, al que también acompañaba su hijo Mariano, niño de muy corta edad por aquel entonces, ya que nuestro viaje casi era el de un recreo campestre.

Manolo, válgame el inciso, era cuñado del Portero de mi bloque, y vivía en "la vivienda-portería", ya que su esposa, única hermana de Pepe, que así se llamaba el Portero, se había hecho cargo de él desde que se les muriera la madre, más que por ser este, ya a su edad, un recalcitrante solterón, por padecer no sé qué extraña y crónica enfermedad, que necesitaba de permanentes y atentos cuidados. Toda una bellísima persona este Pepe, por cierto, y sin desdecir ni un ápice, por otra parte, de la absorbente bondad, sencillez y agrado, tanto de su hermana, como de su cuñado.

Manolo, si es que no un cazador con todas las de la ley, sí que era más de campo que una liebre, además de ser un cordobés la mar de entrante, simpático y abierto, por lo que su compañía resultaba sumamente grata, y es que el bueno de Manolo, además, tenía un corazón como La Catedral de Sevilla, que es, por cierto, de las más grandes de la Cristiandad, pues no olvidemos que cuando se propusieron construirla, uno de los grandes girifaltes, exclamó en cierto momento de la reunión, que se debió convocar para firmar la tal construcción, algo así como “¡Construyamos una Catedral tal, que los siglos venideros nos tomaren por locos!”

Parecía mentira que aquel hombre, con aspecto de robusto y musculoso atlante, y con la estampa de un roble indestructible, llevara dentro tanta sencillez, tanto sentimiento e, incluso, tanto talento. Después de contactar con él de forma casual, no tardamos en compaginar en carácter, gustos y sentimientos para desembocar en la más sincera y fraternal amistad.

Con tales prolegómenos por delante, centrémonos pues en aquel día en el que como camuflado ayudante de todo el señor camionero, que estaba hecho Manolo, nos presentamos en la finca del Romeral con La Diana.

Sucedió que habían traído de la finca de marras a la famosa Venta de Antequera - sita a las mismas puertas de Sevilla y también propiedad de Don Gabriel Rojas – una partida de vacas bravas para ser sacrificadas en el matadero, y, por la noche, miren ustedes por donde, dos de ellas parieron, las que hubo que devolver rápidamente al Romeral ya que los recién nacidos eran machos. El encargo del tal traslado se le confió a Manolo, seleccionado entre los muchos camioneros que el adinerado ganadero y constructor sevillano tenía. Y así, este chofer, tan pronto como recibió la orden, se me presentó en casa, invitándome a acompañarle, sabedor de lo amante que yo era de todo lo referente al campo, diciéndome, asimismo, que ya puestos, que echara la escopeta y un puñado de cartuchos, y que ni decir tenía que a La Diana, por supuesto, para echar “un ratejo” a los conejos, ya que allí los había y en abundancia.

En cuanto a acompañarle, ni me lo pensé. Encantado y además sumamente agradecido, pero que, en cuanto a eso de “echar un ratejo” a los conejos en medio de los tan temibles toros, ni hablar de peluquín, ya que tal era el miedo que yo les tenía a tales cornúpetas, que antes preferiría “echar el tal ratejo” en los mismos infiernos. A Manolo, por lo visto, le debió caer en gracia mi espontánea expresión, pues se echó a reír como un descosido, a la vez que me decía en el más castizo cordobés, puesto que un cordobés muy castizo era este camionero amigo, que los toros bravos en el campo eran como mansos corderitos y aún más estando en manada, pero que, en todo caso, si alguno le daba por desmadrase, todo era cuestión de echarse "la de doce" a la cara y dejarlo hecho un taco con un certero tiro en la frente. Que él, porque no tenía los papeles en regla, que si no, el que se iba a llevar la escopeta, era él.

"La del doce", después de algunos tiras y aflojas, quedó atrás, por fin, no así la perra, que esa sí que fue para adelante, con la idea de que se pudiera explayar a sus anchas en aquellos tan agrestes parajes, aunque no fuera metida en cacería.

El primer paso de nuestro viaje, claro está, fue ir a La Venta de Antequera a recoger a las paridas y a sus retoños, y yo que, en eso del mundo del toro y del toreo, siendo tan genuino andaluz y sintiéndome muy orgulloso de ello, por descontado, siempre fui, paradójicamente, un "total negao" -lo que no quiere decir que, asimismo, fuera un "renegao" -pues del tema estaba totalmente "in albis", si es que no más "peloto" que un melocotón en Mayo. De ahí el que me impresionara sobremanera la agresiva actitud de aquellos recién nacidos becerrillos que, con solo unas horas de vida, intentaban cornear a los que los cogían para embarcarlos en al camión, en el que ya les esperaban sus respectivas madres, claro.

-Lógica tal actitud en ellos, ya que ese instinto lo llevan en los más ancestrales genes.- Me dije en mis "adentros", en tanto les miraba atónito.- ¿Estos ternerillos que más bien parecen dulces e ingenuos juguetes de peluche, reflejando en su actitud, tan pertinaz y beligerante saña, como si se tratara de hijos del mismo Satanás.....?

Tan impresionado me dejaron que, aunque la escena nada tenga que ver, prácticamente, con la Historia de mi Diana, no he podido pasar de largo sobre ella, aunque sólo haya sido en tan somera referencia, en este libro en el que estoy tratando de narrar lo más sobresaliente de la vida, obras y milagros de aquella excepcional perra que, por su talento, nobleza y sabiduría, hubiera hecho feliz a cualquier cazador, por lo que retomamos el tema, yéndonos ya directamente a aquella sorprendente como insospechado caso, que la perra nos haría vivir en el Cortijo del Romeral.

Mariano, el chavalín de Manolo, al parecer, estaba encaprichado con tener una collera de palomas, y ese día, viéndolas allí en la misma puerta del cortijo revolotear felices y hogareñas, le gimoteó su deseo al padre, poniendo al buen hombre en un verdadero compromiso. Por lo visto, uno de los vaqueros se debió apercibir de ello, por más que Manolo intentó disimular, y salió disparado a la puerta, diciendo que qué coño. Que por qué no se iba a llevar el chiquillo una collera de palomas. Que eso iba a estar hecho en un decir amén. Y, en efecto, en breves minutos, el vaquero volvió con el presente en las manos de un par de pichones de preciosa capa

nevada y se los entregó al niño, encontrándonos ya en la despedida allí dentro del cortijo y frente al postigo, abierto de par en par. Pero héteme aquí que, en una décima de segundo y en un leve descuido del pequeño, uno de los pichones se le escapó de las manos, arrancando raudo vuelo hacia el postigo que, en línea recta, apenas tenía la distancia de dos o tres metros hacia las afueras. ¿Y qué me dicen ustedes, que le dio tiempo al pichón a escapar por el tal postigo en su rápida huida hacia la calle? Ni mucho menos, pues allí estaba la perra a mi lado y, al parecer, totalmente atenta y a la expectativa de las manos del ilusionado niño, para saltar sobre el escapado como impulsada por vayan ustedes a saber qué potente y mágico resorte, para quedar en los aires con el pichón en la boca, ante la sorpresa y el asombro de todos.

Suceso este que nos daría pie para que, durante todo el viaje de vuelta, casi me obligara el buen amigo Manolo a que le fuera contando historias y más historias de tan sagaz e inteligente cazadora. Por cierto que, contándole aquello del conejo mixomatoso, pude ver que de los ojos de aquel inexpugnable y robusto roble que era Manolo, se escapaban dos lagrimones, que le resbalaron por las mejillas como dos goterones de plomo derretido.

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

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