By Joan Spínola -FOTORETOC-

By Joan Spínola -FOTORETOC-

Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 24 de septiembre de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 11


Penoso accidente en el colegio

 “Almotamid” 9

Ya, a principios del Curso siguiente de nuestra llegada a Almotamid, opté por dejar la perra en El Colegio, si es que no eran los Domingos y fiestas de guardar, que me la solía traer a casa. Pero he aquí que a mediados del Curso, más o menos, el pobre animal sufrió, en los entornos del Colegio, un aparatoso accidente que, en un principio, me partió el corazón como de un seco y lacerante tajo de afilado cuchillo, si bien, gracias sean dadas a Dios, todo quedaría sólo en el susto.
La perra, después de tantos meses ya en el Colegio, se había acostumbrado no sólo al espacioso patio que rodeaba al moderno edifico de La Escuela, sino a sus entornos más aledaños. Al parecer, - cosa además que se le podía ver por lo alto del pelo - se debía sentir tan feliz como si se encontraba en su propio medio. Por otra parte, con su natural bondad y amable docilidad, había conseguido captarse la amistad y el cariño de los niños, y hasta tal punto, que se disputaban el poderla acariciar y mimar a la menor ocasión que se les ofrecía. Incluso, los mismos Profesores también. Era como la venerada mascota del Colegio. Tanto la querían los unos y los otros que, en especial, los niños llegaban a compartir con ella las galletas, así como algún que otro dulce de mayor categoría, que las madres les solían meter en la cartera, para que se lo tomaran, a modo de un "tentempié", durante el recreo.
Viendo que hasta llegaban a porfiar en tales regalos, que, por cierto, la perra recibía directamente de sus propias manos, tuve que salirles al encuentro, para prohibírselo terminantemente, diciéndoles, medio en broma y medio en serio, que los perros, comiendo tales golosinas, se solían quedar ciegos.
Todo marchaba sobre ruedas y como las propias rosas, sin embargo, el fatídico día llegó. Ese triste día, la amable y tan servicial Portera, Julia, toda nerviosa y claramente descompuesta, me esperaba en la cancela, la entrada principal del Colegio y aledaña a La Portería. Tan pronto le vi
la cara a través del parabrisas del coche, vaticiné, de súbito, que algo muy feo se cocía en torno a la perra. En efecto, me hizo parar el automóvil en la misma puerta, para, de inmediato, acudir a la ventanilla a decirme de sopetón y sin más rodeos, que a la perra la había atropellado un coche. Que en un momento de descuido en que dejó la cancela abierta, se le escapó, y que, al verse libre en el campo, corrió como una loca, y que un coche, que en esos precisos momentos pasaba por el carril que, lamiendo la verja, iba a morir al Río Guadaira, no pudo esquivarla, dándole un tan fuerte golpe, que la despidió unos metros. Que ella creía que la había matado, pero que, pobrecita mía, se pudo incorporar y que, aunque a trancas y barrancas y sangrando por la cabeza, pudo volver al patio por su propio pie, aullando lastimeramente. Que aún no hacía del accidente ni una hora y que la tenía en la Portería en una caja de cartón y como entre algodones.
Mientras la oía, estaba como bloqueado y, seguramente, que reflejando en mi cara la palidez de un muerte. Fueron sólo unos instantes, pues reaccioné de súbito y, dando un repentino acelerón al coche, lo aparqué allá en medio del patio casi sin saber ni lo que hacía, y, ordenando a mis hijos que se fueran en busca de los compañeros, ya que algunos más tempraneros deberían encontrarse por allí jugando, corrí como enloquecido a La Portería en busca de mi perra. Ella, animalito, debió ventearme y me salió al encuentro tan mimosa como siempre, pero lejos de aquella su proverbial alegría y electrizante energía, gimoteándome, triste y apenada, su desgracia y su dolor. Al verla, no obstante, pude respirar momentáneamente, al sentir como si se me quitara de encima todo el peso del globo terráqueo, que para mí era el sólo pensar que me la iba a encontrar en las últimas, allá en la caja de cartón y por muy entre algodones que se encontrara.
Tenía, en efecto, una enorme brecha en la cabeza, que le arrancaba de la parte superior de la oreja izquierda y que le llegaba hasta la misma comisura del ojo, dejando al descubierto, de forma macabra, el cráneo. El corte, por otra parte, era de tal limpieza, que ni el mejor cirujano veterinario con el más afilado de los bisturíes. Sangraba por él aún, aunque no en demasía. La triste noticia comenzó a correr por el Colegio, conforme iban llegando los autobuses cargados de alumnos, en tanto yo, con ella en mis brazos allá en la Portería, la acaric estaba al quite, una vez más, la bendita Mano de Dios, en la que yo tanto creí siempre. Una de las alumnas mayores,
acompañada de una condiscípula, se me presentó jadeante de pronto, diciéndome que un tío suyo, que era veterinario, tenía una clínica en "La Barriada de Elcano". Barriada, dicho sea de paso, en la que vivían los obreros de los Astilleros y de la que afluían, por cercana, la mayor parte de los alumnos del Colegio. Que si yo quería, podían acompañarme a ver si podía hacer algo por la pobre Diana. No me lo pensé. Salí como un rayo en busca del Director con la perra en mis brazos, invitando a mis providenciales alumnas a que me siguieran. El Director no me dio opción ni a que pronunciara ni una sola palabra, pues gesticulándome las prisas que el caso requería, me dijo que andando y cuanto antes. Que a ver si había suerte y se podía salvar el pobre animal.
Tan solo una hora después, no mucho más, me presentaba de nuevo en el Colegio con mis benefactoras embajadoras, totalmente satisfechas por su caritativa y oportuna ayuda, y con mi entrañable Diana aún adormecida por el anestesia y con una sutura tan perfecta y tan magistralmente hecha, que si no hubiera sido por el rapado del pelo que hubo que hacerle a lo largo de la brecha y el desinfectante rojizo que se le echó, nadie hubiera ni sospechado que allí hubiera habido tan descomunal rajón. Venía como unas sonajas y tan loco de alegría que ésta no me cabía en el cuerpo, y no ya por lo tan perfectamente bien que saliera la operación quirúrgica, sino sobre todo y principalmente, por el diagnóstico que me diera el excelente veterinario al que tuvimos la suerte de acudir, de que no tenía afectado, ni mínimamente, el cráneo ni ningún otro órgano vital, según había podido ver en las radiografías.
Que por el tremendo golpe que debió recibir, parecía milagroso que no se hubiera quedado en él en el acto, pero que, por suerte, creía que la perra estaba a salvo. Que vaya la buena estrella que, en esa ocasión, había tenido el pobre animal.
No quiso cobrarme ni un solo céntimo, y tan sólo, a la hora de la despedida, me dijo, por supuesto que bromeándome, que sólo me pedía y con ello ya se daba por bien pagado, que le aprobara a la sobrina y que ya, puestos a pedir, también a aquella su guapa compañera y amiga. Que, con ello, se daba por satisfecho y ampliamente remunerado.
-Que, como el tal favor.- Le contesté, siguiendo la línea de su amable broma.- no podía ser considerado como tal, ya que, tanto la una como la otra, tenían "el Aprobado" más que garantizado por su propia valía y trabajo, al menos si me permitiera como regalo alguna que otra perdiz, liebre o conejo, que aquella su paciente, una vez recuperada y tan pronto como se abriera La Veda, me ayudara a cazar allá por las Sierras de Guadalcanal.
La promesa no quedaría al aire, ni mucho menos, ya que tuve "los santos cojones" de presentarme en Elcano ante el generoso Veterinario, directamente, después de mi primera cacería y vestido de cazador, a los pocos meses de aquello, acompañado ¿cómo no? de mi Diana, hecha la princesa que ella siempre fuera y con el zurrón con un número de perdices, conejos y liebres más que aceptable, y el que puse bocabajo y a los pies de nuestro benefactor, a la vez que le decía que de parte de su paciente, allí tenía aquel presente, ya que lo prometido es deuda de honor, y porque de bien nacidos es ser agradecidos, y que, tanto la perra como yo, lo éramos.
Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza
©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

No hay comentarios:

Publicar un comentario