By Joan Spínola -FOTORETOC-

By Joan Spínola -FOTORETOC-

Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 10 de septiembre de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 9


Cazando lagartos 8


En aquel mi último Curso como Maestro en Guadalcanal, llegó destinado a su Grupo Escolar un muy joven matrimonio, de los que dentro de nuestro particular argot entre los Maestros, solemos llamar "Matrimonios pedagógicos", es decir, Maestro él y Maestra ella, con el que, desde el primer día, hice muy "buenas migas". Moisés y Carolina, que así se llamaban los referidos esposos, venían del cacereño pueblo de Montánchez, del que eran hijos, derramando a manos llenas simpatía, generosidad, sencillez y buenas maneras, por lo que no hubo de pasar mucho tiempo, para que se metieran en el bolsillo, como buenos amigos, claro, a multitud de guadalcalanenses. Quiero decir, en definitiva, que Moisés y Carolina eran dos excelentes personas.

Moisés, en cuanto a la caza, no sabía hacer ni la "o" con un canuto. Era pues, al respecto, un total analfabeto, si es que no era atropellando, con magistral habilidad, por cierto, alguna que otra liebre que, de noche y deslumbrada por los faros del coche, se le cruzara en la carretera ante aquel lujo de automóvil que, por aquel entonces, era "el Seat, l43O". No obstante, le resultaba la mar de grato - por lo menos, así me lo parecía a mí - oírme contarle las mis mil y una peripecias que me sucedieran, en las diferentes modalidades cinegéticas que yo practicaba, en especial, en la de "La Cacería a Rabo" y en la de "La Cacería de la Perdiz con Reclamo”. Tanto era así, que me pidió acompañarme en alguna que otra de estas mis cacerías, claro que como simple espectador, y que, terminando como "un tanto tocado del ala" en ellas, determinó por pedirme información sobre los papelotes que debía arreglar, para comprarse una escopeta y para pasar, más pronto que tarde, de simple mirón a actor de primera línea.

Un día, no recuerdo ahora a cuento de qué, me confesó que lo que a él realmente le encantaba, era cazar lagartos por la muy exquisita carne que estos reptiles tenían, y a la que, por lo general, los extremeños eran bastante adictos. La cosa no me sorprendió en demasía, pues siendo Guadalcanal colindante con la provincia de Badajoz, ya estaba yo al tanto de muchas de las específicas costumbres culinarias de Extremadura, entre las que esta de la carne de lagarto, en concreto, se encontraba. Sin embargo no pude evitar, porque como incontenible se me escapó de mis "adentros", el tener que reflejar un muy significativo gesto de repugnancia y repulsa, cuando le oí. Y es que el reptil de marras y aún mucho más cualquier tipo de culebra, siempre me impusieron un imponente repeluco, si es que no un irreprimible y repulsivo hastío, a pesar de dármelas de ser tan campero y tan amante de la Naturaleza más salvaje. No obstante, encontrándome ante tan buen compañero y mejor amigo, procuré remendar el "descosido", diciéndole que, por encontrarme curado de espanto ya sobre el particular, no sólo le podía seguir oyendo como si tal cosa, sino que me ofrecía, si es que él así lo quería, a ayudarle a cazarlos, aunque eso sí, bajo la irrevocable condición de ir de "segundón" y, por descontado, sin el compromiso de llevarme a casa ni uno solo de los posibles lagartos, que pudiéramos cazar, aún teniendo una carne tan exquisita.

De momento no se habló más del tema, y así quedó la cosa, pero héteme aquí que, con el tiempo y encontrándonos en plena Primavera, época precisamente, en que estos reptiles, habiendo salido de su letargo invernal, se suelen encontrar en plena actividad, el tema volvió a salir, casualmente, a la palestra, y, en esta ocasión, allá en su hogar, tomando plácidamente un cafetito, y con su esposa como testigo, que, por cierto, además de atizar el fuego, como la más ferviente degustadora de la carne de lagarto, dio saltos de exultante y desmadrada alegría, cuando oyó que su esposo y yo nos comprometíamos a entrar de lleno en el aquel tan extraño como repulsivo menester, al menos para mí, de cazar lagartos.

Decidimos, asimismo, que sería el sábado próximo, que, por cierto, más que a la vuelta de la esquina, lo teníamos pisándonos los talones. No me pude sustraer, sin embargo a repetirle al bueno de Moisés, una vez más, mis reparos y condiciones. Pensando, por otra parte, en complacerle y en ayudarle en lo posible, y para suplir de alguna manera mis deficiencias en la cacería de tales bichos, y, aún más, mis respetos - léase "miedos" - a los mismos, se me vino de pronto a la cabeza mi Diana, y sin encomendarme ni a Dios ni al Diablo, así me dejé caer, apostillando que tenía toda la certeza que, aunque lo de la perra eran las perdices, los conejos y demás compañeros mártires de la Caza Menor, no nos iba a dejar con el culo al aire en este tan extraño como nuevo cometido para ella de cazar lagartos, ya que la había podido ver más de una vez en mis cacerías, aunque casualmente, ante algún de estos reptiles, haciéndole la muestra y dispuesta a darle "el chuzazo", para echármelo a la escopeta, como si de una pieza más de caza se tratara.

A esas alturas ya, me conocía los campos de Guadalcanal como mi propia casa, pues eran tantos y tantos los pasos que sobre ellos llevaba dados..... Así que no dudé ni por un instante elegir como "cazadero" las solanas del Cerro de San Cristóbal y la amplia llanura que a sus pies se extendía, lugares estos, por otra parte, tan cercanos al pueblo, que estaban allí en las mismas esquinas, como el que dice. En tales parajes me había topado yo, con mucha más frecuencia de lo que yo hubiera deseado, con bastantes lagartos, y que, en este caso, lo fue en mi quehacer de esparraguero, que no de cazador. Incluso, recuerdo que un día tuve la insólita oportunidad de poder contemplar - a su debida distancia, por supuesto - toda una encarnizada pelea entre dos de estos reptiles. Algo realmente espectacular. Por allí también, otro día, mi querida esposa, que me acompañaba en eso de los espárragos trigueros, a punto estuvo que le diera un “terere”, al encontrarse de pronto a punto de pisar una "cerbuna" que, plácidamente enroscada, tomaba el clemente solito de la Primavera junto a una esparraguera precisamente. Asimismo se lo dije a mi anfitrión, y él, sabiendo que yo no le podía mentir, me lo agradeció con el anhelo de una exultante esperanza, saltándole en los ojos.

Por fin, llegó nuestro anhelado sábado, y cuando me incluyo yo, diciendo eso de "nuestro sábado", no es que me haya equivocado, lo he dicho consciente e intencionadamente, pues la misteriosa novedad que para mí suponía aquella tan exótica cacería, me tenía realmente en anhelante expectativa, así que hacia allá salí, junto a mi compañero y buen amigo Moisés, en busca del Cerro de San Cristóbal como un iluso "quijote", dispuesto a reparar los entuertos que hubiere que reparar, si es que no a librar la más descomunal y feroz batalla que vieran los siglos pretéritos y que verán los siglos venideros con tan temibles reptiles para mí.

Hizo uno de esos envidiables días de la siempre primorosa Primavera de Sierra Morena. Los impedimentos y bártulos, por otra parte, no podían ser más nimios y simples. La mínima expresión de lo que para una cacería se puede vender.

Prácticamente cabía en una simple cajetilla de cerillas. Un corto sedal, un anzuelo y unos trocitos de carne como cebo. La perra, en esta ocasión, era una excepción si es que no un peregrino invento de mi quijotesca imaginación, y que, de momento, me suponía un estorbo al tener que llevarla cogida de la correa del collar, por estar en tiempo de Veda. Collar este, claro está, cuya correa se podía alargar o acortar, por medio de un dispositivo de fácil manejo y casi automático, y que yo podría utilizar según las exigencias de cada momento.

No parecía sino que se lo habían dicho misteriosamente a la perra, pues siempre conducida por mí, alargándole o acortándole la correa del collar a discreción, ya desde el primer momento, comenzó a chivatearnos los tales reptiles, bien escarbando con avidez en la boca de cualquier “butracón”, o bien haciendo sus estáticas y bellísimas muestras ante algún agujero, delatando la existencia de algún inquilino allí amparado. Al margen de esto, menudo susto que también le debió meter para el cuerpo a algún que otro lagarto que, sorprendido tomando él solito tranquilamente en la puerta de su madriguera, tuviera que tomar a más que a prisa las de "Villadiego," para escapar de aquel diabólico fantasma que, estático ante él, no le quitaba de encima unos ojos que llameaban malas y más que aviesas intenciones.

Una vez delatado el habitante, amparado en su escondite, su captura ya era cosa de coser y cantar, pues Moisés con la maestría del más experto “cazalagartos” de toda Extremadura, además de poner en evidencia que en aquel extraño quehacer, no era "la primara zorra que mataba," introducía el anzuelo con un poco de "carne" por el “butracón”, dejándolo casi en la puerta, y, por lo general, allá aparecía el engañado reptil, tragándose la carne y, por supuesto, el anzuelo, quedando enganchado en él por la boca como un pez y en menos que canta un gallo.

No se nos dio muy mal la cosa, ya que, por lo menos, fueron de cabeza al zurrón una docena de tales reptiles, dejando a este buen extremeño más alegre que una sonajas, y a lo que tanto contribuyó mi Diana, aunque sólo fuera como detective, si es que su dueño no, siempre con el repeluco retratado en las carnes.

Cuando llegamos a casa y el ilusionado Moisés, empezó a sacar lagartos del morral y a ofrecérselos, como singular presente, a su simpática y bella esposa, la alegría de ésta dejó en paños menores a la de su esposo, que ya es decir. Yo, entre tanto, ya desfogado de mi curiosidad y pensando en la mala faena que con tal tropelía le podía haber hecho a la perra en eso de su buena educación caceril, me despedí de tan buenos y cariñosos amigos un tanto cariacontecido y diciéndoles que, en adelante, me podían seguir teniendo, incondicionalmente, a su disposición en tal menester, pero sólo a mí, ya que en cuanto a la Diana... ¡una y no más, Santo Tomás!

Moisés, al notar retratado en mi rostro mi amargo arrepentimiento por lo de la perra, me bromeó en la despedida, volviéndome a repetir las palabras (sabedor de la gracia que, en su primera edición, me hicieran) con las que, en aquella anécdota, se dejara caer el gitano, en tanto el propio Moisés le decía, ya en definitiva, la última cantidad que podía ofrecerle por el penco que quería comprarle.

-Total.- Me salió diciendo.- que, primero te pegas un "bocao", antes de llevar a la perra a cazar lagartos.

- ¿Como el gitano, no?- Le contesté contemporizando, y conteniendo una carcajada.

Todo esto venía a cuento, porque Moisés, con aquella su arrolladora simpatía, me contó un día que, comprándole a un gitano un burro viejo y con "matauras", que no había por donde cogerlo, aunque sí válido como aliento de unos cerdos que tenía, le ofreció por él, como última palabra y después de un largo "regateo", cinco duros.

-¿Cinco duros..? .- Le dijo el gitano, retrechando el rostro como espantado y con ese inimitable tono de los "calés".-

¿Cinco duros...? ¡Primero me pego un "bocao"!

A modo de posdata, quisiera terminar diciendo que, cuando con el pasar de los años, oyera, repetidamente, en los Telediarios e, incluso, pudiera leer en algún que otro Periódico o Revista, que a un lugareño de un pueblo enclavado por "esas Castillas", por matar un lagarto, ¡un solo lagarto! su señoría el Juez le condenara, nada más y nada menos, que a pasar varios años en "la trona", amén, claro está, de la correspondiente y muy cuantiosa multa monetaria, me quedé de una pieza, en tanto acudía a mi frente aquella mi complicidad en un delito similar, pero que había que multiplicar por doce, y si no es porque rápidamente pensé que aquel nuestro delito ya habría prescrito y con creces, además de que la Ley, al respecto, sería muy otra por aquellos años, puesto que hasta incluso, los dueños de los cotos gratificaban, sin ningún tipo de tapujos, a cualquiera que pudiera justificar haber matado alguno de estos reptiles, entre otras alimañas, en sus terrenos acotados, si no es por eso, como digo, me hubiera “zurrado como una jibia”.

¡Como para mearse la pata abajo y no echar gota! ¿“No ni na”?





Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

No hay comentarios:

Publicar un comentario