By Joan Spínola -FOTORETOC-

By Joan Spínola -FOTORETOC-

Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 3 de septiembre de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 8

El más extraño caso jamás vivido por un cazador 7

El último Curso en que yo impartiera mis Clases en el Grupo Escolar "Nuestra Señora de Guaditoca" de Guadalcanal, fue en el año del Señor de l973, ya que, de mutuo acuerdo con mi amorosísima esposa, decidí pedir, en El Concurso General de Traslados, Sevilla Capital. Había que ir preparando el futuro de nuestros hijos, Rafael José y María del Mar que, aunque niños de muy corta edad aún, no nos podíamos dormir en los laureles, y era la Capital, precisamente, la que nos podía ofrecer todas las posibilidades, pensando además que, viviendo fuera, los futuribles costes de sus estudios, difícilmente, los podríamos afrontar con mi solo sueldo de Maestro de Escuela, que es como a mí me gustó titularme siempre, a costa de ese tan engañoso eufemismo -para mí, al menos - del muy rimbombante título de "Profesor de E. G. B."
Los hijos, sin duda alguna, merecen todos los sacrificios habidos y por haber, por lo que jamás yo me arrepentí del que tuve que sufrir, abandonando aquel tan querido y atractivo pueblo de La Sierra Norte de Sevilla, que, dicho sea de paso, no crean que fue "moco de pavo." Le había tomado un cariño inconmensurable. En él habían nacido mis dos hijos y en él gocé lo indecible y bajo todos los aspectos, aquellos inolvidables primeros años de mi feliz matrimonio, además de haber encontrado en él tan buena y agradecida gente y haberme sentido honrado por tantos y tan buenos amigos que, entre otras muchas cosas, hicieron que jamás me sintiera como un forastero en tan bendito pueblo. ¿Y mis cacerías en sus bravías y bellísimas sierras...? ¿Y sus idílicos campos...?
¿Y su cielo sin mácula...? ¿Y...? ¡Casi "na"!
Ante tales sentimientos y con vistas a mi despedida, tuve que esforzarme en pensar que todo sería un simple "hasta luego", más que en un "adiós", más o menos, definitivo, pues bien sabía yo que mi flamante "Renault, 8" no era aquel humilde “Seitas”, "El Lanzallamas", que, por cierto, hacía sólo unos días que había pasado a mejor vida, que, en su caso, fue la de la chatarra, y, al menos, durante el tiempo hábil de caza, podría volver a él y a sus bellísimos campos, con la escopeta por delante y con mi Diana como inseparable compañera, así como con mis "Reclamos de perdiz", que también los tuve siempre de los de bandera.
Fue éste mi último año que pasara en Guadalcanal, un año al que siempre recordé con especial nostalgia, pues cada día que veía pasar en él, era como un paso más que daba en la lenta agonía de aquella tan dulce década, que en Guadalcanal viviera, pletórico de felicidad, de anhelo y de esperanza. Pero, en fin, no nos desviemos de la Historia que nos ocupa, pues yo, hablando de este tan querido pueblo por mí, la verdad es que pierdo "la chirola".
Ese año se encontraba mi Diana en la plenitud de su vida, pues terminaba de cumplir los seis años. Son tantas y tan bellas las anécdotas y los lances que yo podría contar de tan extraordinaria y dócil compañera, vividos en tan dulce compañía, en las muchas correrías cinegéticas que disfrutamos durante estos años, que podría hacerme eterno.
No vienen al caso el ponerse a contarlas todas. No obstante, no quisiera dejarme en el olvido alguna de especial relevancia, entre las que podía destacar la extraña actitud que tomara en circunstancias muy especiales y que yo pude observarle de lleno en una de nuestras cacerías de aquel año precisamente que, por extraña y misterioso, me llegó a poner carne de gallina desplumada y, consecuentemente, el corazón a doscientos por hora Se suele oír por ahí, con más frecuencia de lo que fuera de desear, que los cazadores somos muy embusteros. No estoy de acuerdo, por lo menos dicho así de forma tan generalizada, pero bueno, cuando el río suena... Sí quisiera decir al respecto que si el que en estos precisos momentos, está leyendo este libro y llega a leer lo que piensa contar el aquí presente “escritor-escopetero”, quizás puede llegar a sospechar cuanto menos, que el tal miente más que habla. En tal caso yo le rogaría que, por favor, se abstenga de tan temerario como injusto juicio, y es que si lo que pienso contar no fuera verdad, no ya se me podría tildar, sencilla y simplemente, de falsario, sino de todo un visionario de siquiatra. No quisiera ni pensarlo, porque yo, si menester fuere, no me importaría jurar la veracidad del caso ante el mismo Dios, que para un creyente como yo, debe imponer un más que imponente respeto.
Vamos pues al caso.
Ese día también éramos compañeros de cacería sólo El Capitán Páez y yo, como ya veníamos haciendo, con bastante frecuencia, desde que nos conociéramos. El periodo hábil de caza estaba ya algo avanzado, y procuramos buscar "un cazadero" lo más apartado posible y de difícil acceso, con la idea de que estuviera lo menos esquilmado posible, y así, fuimos a parar allá adonde Cristo dio las tres voces, por allá por el arroyo del "Moro", donde nos vimos obligados a
aparcar, por hacerse ya totalmente inviable el carril , el viejo Land Rover que, ese año, le prestara a Páez, para la temporada de caza, un amigo, también militar como él, que, a la sazón, se encontraba destinado en el Polvorín del relativamente cercano pueblo de Lora del Río.
José María le había dado "la absoluta" al "Pringues", tan viejecito el pobre ya, por lo que, ese día, sólo le pudo prestar a su cuñado "El Panete", un "garabito" éste que, como su recién jubilado compañero, a pesar de ser un proscrito en eso de la raza y del "pedigrí", siempre le dio, en especial, a lo conejos como la madre que lo parió. Como el pobre del "Pringues" también. Yo, ¿cómo no? llevaba a mi Diana.
El terreno, por selvático, por primitivo y por abrupto, tenía muy difíciles pasos, por lo que, desde el primer momento, decidimos dedicarnos de lleno a los conejos y a las liebres, dejando a la ventura el que, en nuestra andadura, se nos arrancara a tiro alguna que otra "patirroja" o alguna torcaz que otra.
Por lo visto, ese día iba de anécdotas muy especiales y, por lo mismo, difícilmente, el que pudieran ser vividas, con más o menos asiduidad, en una cacería, y en las que el broche de oro, lo pondría la de mi Diana. Al poco de empezar a cazar, me sorprendió, totalmente, ver carcajearse con todas sus ganas al Capitán, cuando allá apoyado sobre un troncón, cazaba como al rececho, los conejos que "El Panete" pudiera ir poniéndole a tiro de la escopeta en los clareos del monte.
Todo curiosón, le pregunté de lejos que a qué venían aquellas risas que, además de ser tan inusitadas en él en cualquier momento y lugar, allí en aquella nuestra tan apartada soledad, me resultaban especialmente incompresibles. Y el bueno de Páez se apresuró a explicarme que, de reojo, pudo ver cómo un zorrezno, tal vez recién detestado, tomaba una veredilla ovejil, que, justamente, pasaba a su lado, y que, huyendo de la quema del rastreo del "Panete", caminando todo confiado con un gracioso trotecillo cochinero, se le plantó el muy incauto, prácticamente, ante sus mismos pies, en tanto que él, inmóvil y silencioso como el más astuto de los depredadores, era una estatua de mármol. Que le dio pena dispararle y que pensó de pronto, darle la tétrica broma de golpearse de súbito y con fuerza las rodillas, soltando, a su par, un desatentado y aterrador grito. Y héteme aquí entonces al cándido e inocente zorrillo que, en vez de escapar a aquel inesperado y vocinglero monstruo como alma que lleva el demonio, se puso a tiritar de pavor, cayendo patas arriba, con el adorno del gracioso surtidor de orines que le brotara de "la minina". Como inciso, permítanme que concluya diciendo que yo también pude vivir un caso muy similar, en aquellos años, en que aún imberbe, empezaba a manejar la escopeta.
Sólo un poco más adelante, mi compañero pudo vivir otro caso, no tan gracioso, tal vez, pero sí tan extraño e insólito.
Entre las muchas cosas que, a lo largo del tiempo, le contara al Capitán de la maravilla de perra que me regalara, le había dicho que, aunque de tarde en tarde, se me había presentado ya alguna que otra vez con uno de esos insignificantes pajarines forestales que, de forma tan incauta y confiada, parecen juguetear entre el monte ante los cazadores, ofreciéndomelo dentro de la boca, herméticamente cerrada y como gimoteando. Que la primera vez, no sabiendo de qué iba la cosa, la miraba y la remiraba, pero sin saber qué  era lo que, realmente quería y, por lo tanto, qué era lo que yo tenía qué hacer. Que, por fin, me dio por pensar que, tal vez, debía estar sedienta, y, ahuecando una de las manos, se la puse debajo del hocico, en tanto que con la otra cogía la cantimplora para dejar caer sobre ella un chorrito de agua, y que menudo “sorpresón” me llevé, cuando vi salir de su boca a uno de esos minúsculos pajarines del monte, que escapaba
de aquella tétrica y negra cárcel en que se viera aprisionado de súbito, en alegre vuelo y como si tal cosa. Que ya puesto en “sobreaviso” de la tal caza y de su entrega al amo de estos minúsculos prisioneros, cuando se me acercaba en actitud de tal ofrecimiento, me limitaba a ponerle las manos para recibir el presente que me traía escondido en la boca, y que el pajarín ni a rozarme llegaba las manos, pues escapaba de aquella tan pavorosa cárcel, no ya sin la menor lesión, sino que ni lleno de babas siquiera, y, seguro que también, con toda la felicidad y alegría del que escapa de los mismo infiernos. Que, incluso, había tenido la oportunidad de verla cazar alguno de estos pajarillos, haciéndolo al vuelo y con la maestría de uno de esos hogareños "morgaños", cazando moscas.
La cosa no es que fuera como para echar las campanas a vuelo, pero pude notar claramente, cómo la anécdota le impactaba, intensamente, al militar, quedando desde entonces, ávidamente, deseoso de poderlo comprobar con sus propios ojos, y ese día, después de muchas cacerías esperando el acontecimiento, pudo ser posible, por fin.
Con la perra a mi lado, ofreciéndome tan inusitado presente, quise sorprender al Capitán, y disimulé, pidiéndole que se me acercara con urgencia para ayudarme a solucionar no sé qué problema con uno de mis bártulos. Una vez junto a mí, le sonreí pícaramente y, como pidiéndole perdón por mi mentira, le decía, a su vez, que le pusiera las manos bajo la boca a la Diana, en actitud de recibir agradecido el regalo que tenía para él. Me miró con cierto recelo y como desconfiado, pero, al parecer, recordó de pronto lo que le tenía prometido y accedió presto a mi petición. Cuando Páez vio escapar de las fauces de la perra aquel pajarín, totalmente indemne y en raudo vuelo, se quedó de piedra y como transpuesto en no sabría decir qué alucinación, al tiempo que le pude oír runrunear algo así como "en la puta madre que parió a la perra". ¿Será posible.....?
Y llegamos, por fin, al más sorprendente y misterioso caso jamás visto en una cacería.
A esto de la media mañana ya llevábamos pateado lo nuestro, no obstante, la cacería sólo iba "regulín, regulán", por lo que los morrales, lógicamente, aún se encontraban bastante "escaecíos". Y no es que no hubiera caza, pues, en especial, los conejos los había "a porrillos", pero, por lo general, el selvático y denso matorral, entre el que apenas se les podía ver relampaguear su blanco y respingón rabillo ante los latidos de los perros, hacía prácticamente inviable el disparo, si es que no era "al tuntúm" y con la rapidez además de uno de esos tan avezados pistoleros de las fantasiosas películas del Far West, pues el “trasluzón” de la albura de sus rabillos entre la maraña era algo visto y no visto. Ante tan inciertos y aventureros disparos, por una parte, y la indómita y bravía belleza de tan solitarios y salvajes parajes, por otra, teníamos el alma en una constante y tensa vibración.
A esas horas, más o menos, fuimos a desembocar a una afable y no muy amplia vaguada, salpicada de pujantes y verdes junqueras, y en cuya cabecera se alzaba un montículo de tan tupido tomillar, que era una alfombra, por lo que los dos peñascones que se alzaban en él, allá casi en la cima, se hacían notar aún más, dando a su vez la sensación de afear en tan prieta y uniforme alfombra de monte. Los butracones, cagarruteros, escarbaduras y demás "hechíos" conejiles de sus entornos eran abundantísimos, por lo que, lógicamente, pensamos que el tomillar debía estar infectado de conejos. Ya en la misma vaguada, incluso, le pudimos hacer "el jaraquiri" a dos o tres de ellos, que un tanto remisos y descuidados, cuando quisieron escapar, ante nuestra molesta presencia, para refugiarse y perderse bajo aquella tupida alfombra de tomillos, ya les fue demasiado tarde.
En la periferia de este montículo, una vez dispuestos a entrar de lleno en él con los perros, se nos hizo aún más evidente que, por lo sumamente apretados en que estaba de monte, nos iba a ser muy difícil asegurar los disparos con un mínimo de garantías, ya que sólo podríamos disparar a la aventura y a lo que saliera. Fue El Capitán, el que como quitándome las palabras de la punta de la lengua, me propuso que yo me “resubiera” y que me apostara en uno de los peñascos que emergían en "el corono", para cazar como de puntal y al ojeo, en tanto él entraba desde abajo con los perros hucheando y apretando los conejos. Que, según su saber y entender, en aquellas circunstancias, sólo esa podía ser la única manera de poder cazar con ciertas garantías de éxito, abortando, a su vez, un estrepitoso fracaso que, por evidente y cantado, no ofrecía ni la sombra de la duda.
Mi compañero no es que terminara de descubrir "Las Américas" precisamente, porque la única verdad era esa, por lo que allí no cabía vuelta de hoja, y como, por otra parte, el puesto que me ofrecía era de privilegio, acepté encantado y sin rechistar. Una vez en mi atalaya, pude ver que el sitio era el ideal, pues ante las tales rocas se extendía una explanadilla que clareaba, ofreciéndome un campo de acción de la más perfecta visión. En tan propicias circunstancias, había que estar manco de los dos brazos, para que los conejos que iban apareciendo rehuidos, no fueran cayendo irremisiblemente, al ser su “gazapeo” sumamente confiado. He de reconocer y, al mismo tiempo, de entonar "mi mea culpa", que aquello estaba infinitamente más cerca de un fusilamiento, que de una cacería como Dios manda. Y, en efecto, en este mi fusilamiento me encontraba embebido, en tanto mis cómplices - El Capitán y los perros - avanzaban parsimoniosamente, jaleando y apretando las víctimas hacia "el paredón", es decir, hacia el clareo del monte que tenía ante mí, cuando, de pronto, pude ver a un mixomatoso que, en fase terminal y totalmente ciego, avanzaba a trompicones y dando tumbos en dirección a mi atalaya, huyendo - porque si ciego sí, sordo no debía estar - del infernal "hojarasqueo" que me traían los perros por aquel tupido tomillar al vocinglero "hucheo" del circunstancial perrero, que no dejaba de azuzarlos. Aquel pobre animal, como bien pudiera decir nuestro admirado Don Francisco de Quevedo, más que "un conejo mixomatoso", era una "mixomatosis conejosa", pues el infeliz, cuajado de repugnantes pústulas desde la punta de las orejas al rabo, por encontrarse además en los mismo huesos y todo despeluznado y peor avenido, daba la impresión de un famélico e infeliz mendigo que, abandonado a su suerte y vestido de sucios y andrajosos harapos, buscaba un rincón donde poder morir.
Obviamente, no le disparé, aunque estaba completamente seguro que si al pobre animal le hubiera valido, me hubiera pedido, con toda urgencia y por Dios Bendito, que lo fulminara de un certero disparo, para escapar de una puta vez de este perro mundo. "Y eso - llegué a pensar - que aún el muy desgraciado ni la menor sospecha debía tener de lo que se le podía caer encima, de un momento a otro."Pues la Diana", habiendo escapado del "hucheador," al ver a su amo ya cercano allá atalayado, acudió a ponerse a sus órdenes, rastreando en aquel radio de acción de mi escopeta, por lo que mucho llegué a temerme que no tardaría en dar con aquel desgraciado mixomatoso, y seguro que lo zarandearía entre sus dientes con la saña, que ella solía poner cuando cobraba alguna pieza, que aún le quedaba un hilito de vida.
En efecto, no tardó en coger su pista, y estando el pobre animal allí agazapado, prácticamente, a mis pies, se quedó ante él haciéndole la muestra, si bien, por una vez en su vida, además de mostrarse un tanto como sorprendida e indecisa a darle "el chuzazo", pude notar que nos miraba, indistintamente, al amo y a la víctima, como preguntándose indecisa y aturdida, "el vaya usted a saber qué". Cuando he aquí que, inesperada y sorprendentemente, la veo que, de pronto y como a cámara lenta, intentaba taparlo con unos abrojos resecos que empujaba con el hocico, con la ternura y el mimo de la más amorosa de las madres, dejándolo allí cómodamente semitapado, en tanto ella seguía tan campante en su incansable y sabio rastreo. Y el infeliz mixomatoso, entre tanto, más inmóvil que una momia, y es que el pobre animal, por su lamentable estado, se encontraba con tres de su cuatro patas en el otro barrio, si es que no ya con las cuatro.
Alucinado ante tan insólita e insospechada actitud de la perra, sentí que un escalofrío de fiebre me recorría de súbito todo el cuerpo, en tanto meditaba y meditaba, intentando buscar una explicación aquel insondable misterio, de que una perra, por muchas virtudes y sentimientos que pudiera tener, al fin de cuentas, no dejaba de ser un simple animal, por lo que jamás podría transformar sus innatos y naturales instintos, en un sentimiento de misericordia y compasión, por ser esto sólo posible, en sí y por si, en los seres humanos y aún así, dicho con todas las reservas del mundo. Se trataba pues de algo que por ir "contra natura" en una perra, de forma innata, de caza y para la caza, era tan imposible, física y hasta éticamente, si es que no metafísicamente, como que si se pusiera a llover para arriba, por poner algún ejemplo.
Cuando se lo conté al Capitán, se me quedó mirándome fijamente a los ojos, y sin saber cómo reaccionar, se dio media vuelta, de pronto, a la vez que se santiguaba tres veces seguidas con la rapidez y garabateo de un Cura loco, susurraba, gesticulando atornillarse una de las sienes, que
aquello no podía ser sino sólo una alucinación mía, si es que no la fantasía del que está locamente enamorado de su perra.
No quise insistir, pues reconocía que el caso era un hueso muy difícil de roer y aún más de tragar, por lo que, a partir de entones, tampoco lo quise comentar con nadie más, sin embargo, no dejaba de darle vueltas y más vueltas en la cabeza a aquella tan extrañísima actitud de la perra, y siempre -¿cómo no? - profundamente impresionado y aún más desconcertado. Interesado, por otra parte, por descubrir, aunque sólo fuera una tenue luz en tan antinatural y misteriosa actitud de la perra ante aquel pobre leproso, decidí escribirle, nada más y nada menos, que al Doctor Rodríguez de la Fuente, ya que tan sabio hombre era en todo lo referente a la Naturaleza, en general, y a los animales, en particular, esperanzado en una explicación, que medio me iluminara, si es que no iluminara del todo, en aquel tan inexpugnable "cacao", que aquella impensable y totalmente impredecible actitud de la perra me tenía formado.

"Estimado amigo: - Me contestó, casi a vuelta de correo, tan admirado y singular hombre .- He pensado detenidamente el extraño caso que me cuenta de su perra Diana, y ya de entrada, le he de decir que coincido plenamente con usted en que, en efecto, una perra tan apasionada por la caza como son las (los) de la raza "bracco alemán", a la que pertenece la suya, su única ética sólo puede estar basada en sus cinegéticos instintos naturales, por lo que, difícilmente puede ser movida a la compasión por un conejillo, por muy deprimente y lastimera que sea la imagen que ofrezca, y, aún menos, en su medio natural. Tal vez, sí pudiera ser concebible, si se hubiera encontrado ante un ser humano en estado tan mísero, y, con toda seguridad, si este ser humano hubiese sido su dueño y señor. En la historia de los canes, fueren o no perros de caza, hay miles y miles de estremecedores y, a veces, espeluznantes ejemplos al respecto.
La única explicación pues, que yo le encuentro a tan insólito caso - y conste que se trata de una opinión muy personal - es que la perra, siendo un animal tan "inteligente", tan noble y tan dócil, según me afirma usted, viendo a este conejo, de forma tan evidente y hasta descarada, libre y sumisamente echado ante los mismos pies de su amo, y que éste permanecía tan tranquilo y despreocupado como lo pudiera estar ante sus animales domésticos en el corral que, difícilmente, faltan en una casa de cualquier zona rural, como debe ser su caso, y con los que, tal vez, puede que conviva su perra, ésta creyera que el tal conejillo era uno más de esos sus hogareños compañeros y de ahí que no le atacara. En cuanto a eso otro de intentar taparlo como amorosa madre con abrojos, ya es otra historia muy distinta. Le podía dar algunas versiones o pareceres muy personales también, pero por creerlos demasiado aventureros y, tal vez, poco consistentes, prefiero reservármelos.

Cordialmente
Félix Rodríguez de la Fuente

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

No hay comentarios:

Publicar un comentario